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Pájaros |
Los
pájaros volaban en círculos sobre mi destino: un pequeño pueblo perdido
en el norte, a varios días de Buenos Aires. Bajé
en el kilómetro 73 y caminé hacia el oeste para comenzar a subir el
cerro. Recién allí, vería –desparramadas por la montaña- un montón
de manchitas blancas, casas que el ejército había blanqueado en la última
campaña contra el Chagas. Tres kilómetros calculé.
El
hombre giró sobre su cama arrancando del sopor a las dos moscas que se
habían estacionado sobre su cuerpo pesado, hundiendo el colchón y los
gastados elásticos de la cama. El hombre no era viejo aunque iba en
camino a serlo. Debajo de sus ojos se adivinaba un tiempo largo de
cansancios y batallas. El sudor brillaba en la frente aún manchada de
carmín o sangre. Supo
quién era aún antes de que sacara el arma. Entornó los ojos y habló de
las llanuras orientales que cubren gran parte de la China. De la
inclemencia del tiempo, de lo duro que es la vida al aire libre y nómade
como había sido antaño para Fierro en las pampas argentinas. Habló del
recadito que anudaba al caballo y desarmaba noche a noche en donde lo
agarrara el cansancio para cubrirse de la intemperie. También habló de
la importancia del fuego, de su amistad y protección. La
luz que entraba desde la puerta le daba de lleno en la cara y le impedía
verme. Era casi el medio día y el sol llegaba al cenit reverberando sobre
los techos del pequeño poblado. ¿A cuánto estábamos de la capital? ¿Ciento
veinte, ciento treinta kilómetros? En medio del calor, el hombre se
recompuso contra la pared haciendo chillar la cama. El camino de tierra y
grava aumentaban las distancias, estirando el tiempo hasta hacerlo
insoportable. Allá,
en el Tíbet –continuó- ¿conoce el Tíbet? Donde están los monjes que
cada dos por tres se pelean con los comunistas… ¿Conoce? Bueno, allá,
detrás de una cadena montañosa de la cual no recuerdo su nombre, vi un
rito milenario, trascendental… Sin embargo, algo horroroso para nuestra
mentalidad. Allá, escapándose de los comunistas y sus leyes
materialistas, las campesinas suelen casarse con dos o más hombres. ¿Un
matriarcado? Podría ser… El respeto es enorme por aquellas mujeres que
han llegado a viejas luego de haber parido decenas de críos. Pero los
partos no son nada… nada en la vida de esas mujeres. Matriarcado… así
como en el Paraguay los hombres tienen dos o tres mujeres porque la guerra
diezmo a la población masculina, allá faltan mujeres. ¿Las causas? Vaya
uno a saber… Una
mujer, puede tener dos o tres maridos… ¿Sabe
cuál es el consejo de las viejas a las novicias que esperan el regreso de
sus maridos ausentes por meses, pastoreando en las montañas? Una mezcla
de astucia y grasa de cabra líquida y tibia para embadurnarse la
entrepierna cuando los oyen llegar y el estruendo de las pezuñas rebota
en las paredes de las casitas. Los reencuentros son graves, usted se
imagina… el tiempo, la distancia… aumentan el veneno de los celos, el
miedo de perder lo poco que tienen. Entonces se aceleran los tiempos y
todo hombre quiere poseer lo que es suyo y ejercer su dominio con hombría
que es lo mismo que decir con violencia. El olor es nauseabundo y por
temporadas invade los caseríos tibetanos. Así como, aseguran las crónicas
de Indias, primero se olfateaba el vinagre corroyendo las maderas de las
naos esclavistas a kilómetros del puerto de la Habana para luego
divisarlas cabalgando la mar, olfateé aquella mañana la fetidez de la
grasa y el cuero de oveja húmedo. El olor se le clava a uno en el
entrecejo haciéndolo tambalear. No
importa ahora saber porque estaba allí. Sepa que fue hace mucho, cuando
usted y su hermana estarían nomás allá que en primer o segundo grado. Viejo
de mierda murmuré y
me acerqué hasta su cama. No
se apure. Espere; si recorrió tantos kilómetros hasta esta pocilga, si
invirtió tanto tiempo, tantas horas de no dormir, no lo estropee ahora y
dele el tiempo y el conocimiento que su odio necesita. Viejo
de mierda, ¿dónde está Paula?
No,
así no; quítele patetismo y vanidad. Para eso le faltan algunos años.
Pero quédese tranquilo que va a llegar y la decrepitud lo va a abrazar y
lo va a volver un ser tan despreciable como yo. Y entonces va a entender. ¿Dónde
esta mi hermana? ¿En dónde la metió? Le
decía, presencié un rito milenario, quizás sagrado en el lejano país
del arroz. Le decía, que cuando llegan los hombres luego de largas
jornadas de ausencias las aldeas se llenan de olores y gritos. A los pocos
meses se comienzan a ver los frutos germinando en las mujeres. Pero hay
veces que las cosas no salen bien. El vino de la ausencia es amargo y
anticipa las peleas. A veces, el entusiasmo es mucho. Imagine: dos maridos
que regresan luego de algunos meses de ausencia. Al llegar al pueblo
descubren a otros hombres, nuevos, deambulando en las calles y la
desconfianza y los celos aumentan la presión en las verijas. Imagine,
digo, imagine el encuentro, los dos hombres que llegan y el miedo en la
mirada de la joven esposa. Miedo por los dichos y comentarios de las
viejas, las sobrevivientes que agrandaran dolores y hemorragias, que
insistirán en el tema de la grasa y la temperatura. Imagínese, deje que
su cabeza lo lleve hasta allí; piense. Imagine cualquier escena, agréguele
violencia, furia. Sin duda una violación. No olvide, son dos los hombres,
dos violaciones. Algunas mujeres no llegan a contar su historia, nunca
podrán mejorar los consejos a las recién llegadas. El
viejo hablaba arqueando las cejas, inclinando la cabeza subrayando las
palabras que iba soltando. Miré a ambos lados de su cama buscando alguna
señal de Paula. Alguna prenda, algún objeto que señalara su presencia
en la casa. Mientras el viejo seguía, avancé unos pasos hacia el
interior del cuarto pero no encontré nada. Sin
embargo, el horror para nuestra mentalidad empieza después. El horror…
¿leyó a Conrad? ¿Las tinieblas… del corazón? Es muy joven… Quizás
haya visto la película sobre Vietnam que realizó Coppola en los 80… ¡El
horror! Exclamaba Kurtz al final de la historia envuelto en extrañas
ropas y rodeado de nativos aduladores al final de un largo sendero
escoltado por cabezas de africanos. Y sin embargo, ese no era el horror…
Hágame
caso, salga de acá, váyase de este pueblo del infierno y vuélvase a la
capital. Cómprese el libro y… cómprese el libro… Dígame,
¿dónde está? Se fue con usted, lo sabemos todos. Incluso hubo una
llamada que hizo Paula hace unos meses… Nos pedía que no la buscáramos,
que estaba bien. ¿Entonces?
¿Por qué no hacen caso y dejan todo como está? Hágalo –insistió-
salga de acá y cómprese el libro. Vuelva a su casa en la ciudad y deje
todo esto. ¿Vio los alrededores de esta casa? ¿No huele nada? ¿Vio los
huecos en las montañas? Vive gente ahí. Gente como animales, meten
trapos ahí y después se meten ellos. Algunos salen por las noches y
roban los gallineros. Dicen que somos algo más de cuatro mil, cuatro mil
doscientos… Muchos no aparecemos en las cifras oficiales. Cuando
alguno se muere, quizás lo entierran en alguna terraza sobre la ladera.
En otros casos son los buitres que sobrevuelan los agujeros anticipándose
el festín. Entonces, algún pobre cristiano se apiada y sube a juntar los
restos, guiñapos sanguinolentos. A algunos los entierran y a otros los
sepultan allí, en su propio agujero, llenando la entrada de piedras. Allá,
en el Tíbet practican lo que llaman entierro a cielo abierto, dijo el
hombre y se sentó en la cama. Se pasó las manos por la cara como secándose
las transpiración y continuó hablando. Pero ya no quería escucharlo.
Sus palabras zumbaban como moscas en medio del calor. Algunos
llevan a su muerto en bolsas de lino o algodón. Las mismas que… No quería
escucharlo más. Su voz aguardentosa era la misma de siempre. La misma que
había escuchada años atrás en la época del circo cuando codiciaba a
Paula. …
extienden el cuerpo desnudo sobre el suelo cubierto de piedras y uñas
humanas… De pronto sentí un calor sofocante y el suelo comenzó a
moverse. El viejo se paró de golpe y trató de agarrarme pero pude
esquivarlo y sacar el arma. No podía mantenerme en pie. Hice un enorme
esfuerzo y me acerqué a la puerta de la casa. Tambaleando me agarré del
marco de la puerta y comencé a vomitar. El viejo estaba a mis espaldas y
seguía con su historia: entonces le arrojan pedazos asados a los buitres
mientras algún sacerdote repite sus oraciones… Viejo
de mierda, repetí
hasta cansarme. No llegué a desmayarme pero no puedo precisar cuanto
tiempo pasé sentado en la sombra con la cabeza hundida entre las piernas.
Alguien me alcanzó algo de tomar, era amargo. Tal vez haya sido él. No
puedo recordarlo. Después me levanté y volví a la casa, pero ya no había
nadie. Pateé un par de sillas contra la cama y eché encima tres o cuatro
libros que encontré. Les prendí fuego y salí. Caminé con apuro sin
voltearme, ni devolví las miradas que brillaban desde los huecos de la
montaña. Avancé apurado hacia la ruta, el micro pasaría al anochecer y
ya no podía perderlo. Poco a poco fui controlando mi respiración y mi
mente volvía a responderme bajo un cielo menos hostil y oscuro. Me detuve
en un recodo del sendero a ver las llamas que serpenteaban a mi espalda. Continué
descendiendo hacia la ruta que aparecía nítida sobre el desierto. En un
claro, en medio de los pastizales, hecho de cenizas y piedra, descubrí un
mechón de pelo y uñas, pedazos de uñas humanas y mierda de pájaros.
Mierda seca de pájaros. |
Carlos Alberto Ricciardelli
Verano del 2010
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