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Marianela y el suspiro de Oriente |
Las
palabras del mozo pronunciadas con firmeza pero en voz baja, recordando la
nueva ordenanza que manda a los fumadores a la calle me trajo el recuerdo
de Marianela y su desparpajo con el que encendía los cigarrillos y
soltaba entreabriendo los labios, pequeñas volutas azules de humo, en
aquel viaje de tren rumbo a Lavanda pasando por Rosario.. ¿Fumás? Me preguntó a la altura de San Nicolás, interrumpiendo el silencio que concentraba mi lectura, Salomé de Oscar Wilde. A esa altura del viaje estaba profundamente atrapado por la sensualidad de la prosa y el encanto de los diálogos y caprichos de aquella adolescente embriagada de poder. Por lo tanto no le había prestado atención. Ni la había visto llegar, ni mucho menos me había percatado del cinturón que rodeaba su cintura, ni de la piedra, zafiro como la llamó, que llevaba en el ombligo mientras se desperezaba en el asiento del Pullman a Santiago. ¿Fumás?,
insistió antes de contarme el nombre de la piedra que llamaba
insistentemente mi atención. No, no ahora ... titubeé extrañado
por su presencia, no la había escuchado, ni visto llegar. Marianela, como
después me enteré de su nombre, sonrió y volvió a preguntar ¿Cuándo?
¿Cuándo? Repetí como queriéndome despabilar y entender la pregunta. ¿Cuándo fumás? Insistió. No, ya no. No fumo más. Respondí mientras cerraba el libro y me afirmaba en el asiento junto a la ventana. Bueno, susurró con un gesto que no alcancé a comprender y, desperezándose otra vez dejaba al aire el brillo de la piedra en su ombligo, la frescura del cuerpo asomando entre el tiro bajo del pantalón y la remera cortada. Es un zafiro como el que usaban las bailarinas fenicias, allá por la Medialuna Fértil, dijo acariciando la piedra con la punta de los dedos y mi cabeza se disparó como una manada salvaje de caballo. La piel tersa y joven bajo un sol caliente me llevaba de un lado a otro. Medialuna Fértil, repetía en mi interior confundiendo las geografías que se abrían ante mí: cuerpo de mujer, de largas piernas descalzas danzando bajo la mirada aguda de un ignoto emperador. Perdoname, dije mientras me llevaba las manos a la cara, frotándome los ojos. Estaba metido en el libro. ¿Qué libro? Preguntó levantando las piernas para apoyar su mentón entre las rodillas y dejas los talones de sus pies desnudos sobre el borde del asiento, alzando los ojos. Las sandalias de cuero se arrinconaron sobre mis pies. Salomé,
el libro que estaba... respondí mientras buscaba en el piso y entre
la campera el libro de tapas verdes y hermosas aguadas en tinta china.
El libro que estaba leyendo, dije tratando de transmitir seguridad,
firmeza. Estaba leyendo, no te vi llegar. Disculpame. Marianela sonrió y quedé envuelto en la dulzura de sus ojos, en la comisura de sus labios. Salomé, pronunció casi en un susurro. Salomé baila para mí. Baila, dulce Salomé y te daré lo que me pidas. Baila Salomé, muéstrame tus largas y blancas piernas. El sonido de las palabras deslizándose en mis oídos volvía a encender mi espíritu y mi calma. Suspiré y fui cerrando los ojos ante la lluvia cálida que emanaba de su boca. Retenía
sin esfuerzo la escena: los jóvenes soldados espiando tras el muro de la
cisterna. El perfil del Bautista bañado en sudor y la luna acariciando
los pasos de Salomé. Salomé, hija de la lujuria y las iniquidades,
hija de Herodías la adúltera... ¡baila! ¡Baila y que el cielo se parta
en dos! Marianela recitaba y las palabras incesantes, húmedas, lascivas, insidiosas, desbordaban como un río enloquecido que abandona su cauce y sale en busca de todo, prados, pampas, laguna, mar. Tu
cuerpo Juan, blanco y puro como las nieves que cubren las cumbres de
Judea. Blanco como esta Luna y como mis muslos ardientes desde que te ven.
Déjame tocarte, quiero sentir tu piel, el calor de tu cuerpo en mis
bocas, latir tu sangre dentro de mí ¡Salomé! Jadeé ante sus ojos y la presión de sus labios, ante el calor de su cuerpo ondulante. Marianela, Marianela, susurró sonriendo. |
Carlos Alberto Ricciardelli
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