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Los senderos de la ciudad |
Durante esos cuatro días he vivido principalmente de 23 cafés y del pan que todavía tengo que pagar
Vincent van Gogh |
Las venas se me tensaron cuando supe que haría un viaje a la urbe que presume con gallardía a sus millones de almas, a la quimera con piel de asfalto, a la locura por excelencia, a la enigmática y temblorosa ciudad de México. Las primeras luces de aquel día se asomaron con sigilo alumbrando mi paso por la desnuda Marquesa. Las rayas de carretera me condujeron a la toda poderosa Santa Fe, donde los edificios dan cabida a empresas que concentran el capital. Con sus ojos fríos y perversos, nos observan como entes de consumo. Perturbado por el monstruo mercantil, bajé la mirada, temía que me sedujera su boca nefasta. Recordé lo que me dijo Fidel, que vivía por la zona, pero no la exclusiva sino en las barrancas de Santa Fe, donde el hambre se mete al pellejo, donde nunca se piensa en quemar las naves. Al bajar del camión en la central Observatorio, tuve la impresión de que un sentido extraño se activó en cada uno de los viajeros; cuando pisaron suelo capitalino, emprendieron una caminata apresurada, perdiéndose en la lejanía de una multiplicación de cuerpos indiferentes pero unidos por una sensación inmaterial e incierta. Observé los puestos ambulantes que dan la bienvenida a la antigua Tenochtitlán, los comerciantes gritan y ofertan la calidad de sus productos generando una propagación de tonos endémicos. Con unos cuantos pesos, compré un boleto de metro y me dirigí a la estación de Insurgentes. Al llegar a mi destino busqué la salida que me favoreciera. Me topé con un laberinto amargo, hecho de concreto. Compré una tarjeta electrónica y subí al metro bus. En la encrucijada de direcciones, tomé el rumbo que me llevara al Sur de la ciudad. “Con dirección a La Joyita, no lo olvides” me dijo Martín antes de salir. Al buscar la numeración vi un flamante treinta y tres, mi destino estaba en el dos mil y cacho. Un cúmulo de imágenes delirantes se movían y la gente se miraba indiferente, mejor dicho, no se miraban. Por toda la avenida hay una constante de edificios con secretarías de gobierno, restaurantes, bares y cafés. Me acordé de Rebeca, sabía que estaba en su ruta de viaje. Imaginé su rostro mientras susurraba un verso de Ramón Méndez: “Bertha dondequiera que estés la felicidad y la enajenación sean contigo.”
Por fin contemplé el edificio al que me dirigía. Mientras dejé una identificación que diera fe de lo que tal vez soy, mi maletín recorrió una banda que detecta malas intenciones. Seleccioné uno de los 4 elevadores y presioné el número de piso al que iba. “Listo, es todo. Regrese a las dos de la tarde por el documento que solicitó.”Cuando toqué tierra nuevamente, me percaté que faltaban cuatro horas para que me entregaran el trámite de mi promoción. Caminé en busca de algo que comer.Me decidí por una canasta que reposaba sobre una bicicleta mohosa. “¿Cuántos carnalito?”, “¿de qué tienes?” “Papa, frijol, chicharrón y deshebrada.” “Dame uno de cada uno pero con cebollitas.”“Enseguida carnal.” Con el estomago lleno de tacos, encontré una solución al nudo de tiempo, ir al museo Soumaya que estaba cerca, sabía que la dirección corre a cargo del hombre más rico del mundo, que las cuotas por el cobro de sus servicios son elevadísimas, pero también sabía que tenía que aprovechar la oportunidad de ver con mis ojos –antes de que se calcinen del todo–, obras de arte que exploran con maestría la condición humana.
¿Qué hubiera hecho si me hubiese encontrado a Rebeca? ¿Qué hubiera hecho ella?
Tomé un manual informativo. Lo hojeé y vi que el expositor principal era el poeta libanés Gibran Kahlil Gibran, se exhibía su material pictórico. Observé la relación amor pintura, pasión poesía. Con la acumulación de pasos recordé una de mis primeras lecturas, un libro suyo:El loco. Abrí los ojos ante la mampara que tenía los nombres de Vincent van Gogh; Salvador Dalí; Pablo Picasso; El Greco; Peter Paul Rubens; Joan Miró y Auguste Rodin. Consternado, pregunté sí también se exponían material de estos genios atormentados. La empleada afirmó y apurado inicié el recorrido de mosaico plástico. Cronológicamente se exponían las obras; secretos centenarios donde al acercarme percibí partículas que guardan la esencia de épocas coloras e incoloras. Un vigilante patológico interrumpió mi ritual, me pidió que no me acercara tanto. Imágenes de corte metafísico aprisionaron mivista, creaciones renacentistas fragmentaron mi tiempo y espacio, me dejé guiar por una lengua de pinturas con idioma babélico. Pensé: Es difícil alargar el aliento, un beso.Es complicado explicar por qué hay caricias que se enraízan al cuerpo, por qué tenemos sed al momento de soñar, por qué escribimos con cordura nuestras locuras.
La obra novo hispana se acumuló en un perímetro de imágenes sacras que se imponían con magnificencia, reflejando contrastes de los hijos de Dios. Busqué algún cuadro de Miguel Cabrera. Las emociones enredaron mi silencio cuando observé obras de El Greco. Ventanas con luz alumbraron las paredes de mi alma con cuadros de Miró y Rubens. Con el dialecto de la serpiente, pregunté sí podía tomar fotografías, estúpidamente quería congelar el cuerpo del instante. Un ejército de esculturas de mármol me ancló a un horizonte cercano, donde El pensador, La eterna primavera y El beso, delataban el ingenio del escultor francés Auguste Rodin. Cuando miré Cabaña con campesino regresando a casa de Vincent van Gogh, deseé ser el personaje de la película Los sueños de AkiraKurosawa, ser ese hombre que observando una obra de Vincent se mete en ella, que aparece en los paisajes donde solía trabajar el pintor y poder platicar con el ser que transmitió con profundidad emotiva colores y figuras enigmáticas que entretejen una profunda creación pictórica. Di la vuelta al cubículo y exponían ante la excitación de mis ojos, esculturas de Salvador Dalí; esos famosos elefantes de patas alargadas que aparecen en La tentatión de St. Antoine, eran exhibidos en diversos tamaños y presentaciones. También, una escultura de la imagen más representativa de su obra, los relojes derretidos, presumía de forma casi arrogante la lucidez de su autor, Dalí, el surrealista que recicló la realidad. Giré la cabeza a la izquierda y contemplé por encima de mi hombro un cuadro signado por el pintor más famoso del siglo XX, el español Pablo Picasso. En ese momento las palabras me pesaron por no poder expresar lo que sentía.
Al salir del museo encendí tabaco y caminé en un mar de impresiones hasta perderme entre la gente que recorre a diario el vientre de una ciudad con expectativas y asaltos; una ciudad a la que siempre deseas volver a declararle tu odio y tu amor; ambos, ocultos en el filo de los senderos que habitan dentro de mi propia ciudad, aquella que cargo a cuestas sobre la piel de los recuerdos. |
Jorge Arturo Reyes
jorge.art.seyer@gmail.com
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