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Analogías y divergencias en la visión y la función de Nueva York en Hostos y Martí
Marcos Reyes Dávila
marcosreyesdavila@gmail.com

 

“Las ideas, como los árboles, han de venir de larga raíz, y ser de suelo afín, para que prendan y prosperen.” José Martí

Introducción

 

No puede llamar a sorpresa de nadie que la ciudad de Nueva York tenga ese aire de trasiego de los puertos en donde se encuentran y chocan los elementos más diversos y variados. Sabemos todos que Nueva York fue a fines del siglo XIX el gran puerto de las américas. Pero quizás olvidamos a veces que el símbolo que más claramente la representa, no le es propio, sino un obsequio de la República de Francia: una dama, inmigrante, francesa, que eleva en tierra de América la antorcha de la libertad.

Como símbolo y como emblema, la Estatua de la Libertad nos remite a la historia de este gran puerto al que arribaron incesantemente inmigrantes de todo el mundo, particularmente de Europa y de las Antillas. En sus calles y en sus espacios fundaron barrios de raíces profundas y largas atadas a sus lugares de origen. José Martí presenció la inauguración de la Estatua el 28 de octubre de 1986. Hostos, registra su visión en el diario a su llegada a Nueva York el 16 de julio de 1898. Ambos autores pertenecieron a una inmigración que encontró en la ciudad un jirón de su isla natal en una comunidad que vivía y que, con hambre de abrazo, buscó mantener sus lazos de unión. Ambos autores destacaron la importancia que tenían para esta nación esas oleadas ininterrumpidas de inmigración que encontraron en sus puertos el enclave de un porvenir al que se arraigaron con determinación, como Cortés cuando quemó las naves. Ambos señalan como un peligro que crece la tendencia de la oligarquía a desarrollar monopolios que los impele a lanzarse con fuerza colosal hacia el expansionismo. Y ambos constataron cómo la libertad que enarbolaba la estatua se corrompe, se desnaturaliza y se yergue como una amenaza de muerte para los demás pueblos del mundo.

Martí observó en el 1894 que “las ideas, como los árboles, han de venir de larga raíz, y ser de suelo afín, para que prendan y prosperen”. Es con estas palabras, tomadas como epígrafe para este trabajo, que repasamos a vuelo de pájaro la aportación de la experiencia neoyorkina en el desarrollo de la lucha y las ideas políticas de Hostos y Martí.   

Como Martí ha sido más estudiado que Hostos, y como hay varias obras publicadas sobre Martí en torno a este asunto, repasaremos primero lo que se ha señalado a propósito de este tema en José Martí con la ayuda de un libro reciente de Pedro Pablo Rodríguez, investigador y ex vicedirector del Centro de Estudios Martianos de La Habana, que tiene por título De las dos Américas (La Habana, Centro de Estudios Martianos / Paradigmas y Utopías, 2002). Martí tuvo la oportunidad, que no tuvo de Hostos, de vivir prolongadamente en esta ciudad. En ella escribió el cubano parte considerable de su obra, y en ella realizó su gestión política más importante, de manera que la crónica sobre Estados Unidos y la visión profunda y rica de Martí sobre ella, no es comparable, en principio, con la de Hostos. Sin embargo, tenemos como meta de este trabajo demostrar cómo Hostos anticipa los juicios fundamentales de Martí en sus partes esenciales.

Es perentorio confirmar lo que será motivo de la inmediata captación del lector: este trabajo es sólo un borrador, hecho con más premura de la conveniente, y punto de partida tanto para este autor que querrá pulirlo un poco, como para otros investigadores que puedan continuar alguna de las muchas señas aquí anotadas. No somos historiadores, y más que investigadores de academia somos aventureros venturosos que frecuentamos estos parajes porque los amamos. Más que erudición, doctrina y exégesis, el lector encontrará aquí impresiones hechas en torno a la lectura de la fuente primaria: las propias obras de Hostos y de Martí.

I. Martí: Tras la dama de piedra   

Cinco tomos de las Obras completas de Martí (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1975) recogen la crónica periodística de José Martí escrita en Estados Unidos y publicada en su mayor parte en medios de prensa latinoamericanos. Mucho más escribió, naturalmente, en el contorno de la gran manzana. Pero las “escenas norteamericanas”, específicamente, representan un venero sin precio redactado por un testigo excepcionalmente brillante. En sus páginas encontramos una especie de “aleph” borgiano de la ciudad de Nueva York tal como era en las últimas dos décadas del siglo XIX.

Algunos factores cosas hay que tomar en consideración antes de repasar los textos. Primero, que la visión de Martí sobre la ciudad y los problemas sociales y políticos que observa en ella van cambiando con el curso de los años. Pedro Pablo Rodríguez lleva este asunto con hilo muy fino a propósito de algunos asuntos en particular, por ejemplo, su visión de los reclamos obreros y la lucha de clases, y su diagnóstico, cada vez más próximo al que sería, y que todos conocemos, que lo llevará de la crítica de la oligarquía a la concepción de la “Roma americana” imperialista.

Segundo, es necesario tener en cuenta que gran parte de estas escenas fueron escritas para un público latinoamericano, particularmente las minorías ilustradas y la clase dirigente de nuestros países, embobada ya de admiración por los grandes adelantos y el creciente poderío económico de las nuevos Estados Unidos.

Y, tercero, que no conocemos en toda su integridad la visión martiana sobre esta sociedad y sus asuntos porque los medios periodísticos para los que escribió Martí tenían sus propias expectativas, reclamos y deseos en torno a lo que debía decirse sobre Estados Unidos de manera que en muchas ocasiones sus trabajos fueron “editados” e, incluso, censurados, pues, algunos de ellos no se publicaron.    

Saber lo que acabamos de apuntar opera en dos dimensiones: primero, y la más evidente, es saber que hay omisiones y alteraciones al testimonio de Martí echas por manos ajenas a las suyas, pero además, es necesario suponer que, el propio Martí, en algún grado y sin faltar a su honestidad y honradez, pudo ejercer sobre sí algún grado de autocensura y modificar la expresión que hubiera deseado por una que pudiera anticipar tolerable para los dueños de los medios que contrataron sus servicios.

Inicia Martí sus crónicas para La Opinión Nacional de Caracas en 1881 con el propósito no sólo de de demostrar, a juicio de Rodríguez, cómo Nueva York estuvo presente en la historia estadounidense, sino cómo “esta ciudad fue, además, el laboratorio social mediante el cual se acercó y entendió los gigantescos y acelerados cambios sufridos por este país durante el decenio de los 80" (171), que lo llevaron a ver a Estados Unidos, desde entonces, como el pueblo “señor en apariencia de todos los pueblos de la tierra, y en realidad esclavo de todas las pasiones de orden bajo que perturban y pervierten a los demás pueblos” (176).    

De este modo pasan a través de la inquieta y curiosa y deslumbrada mirada de Martí infinidad de asuntos y temas. Sólo en el primer tomo de estos cinco dedicados a Estados Unidos en las Obras completas, en la parte política, encontramos, sin ser detallistas o exahustivos, desde el atentado contra Garfield, las convenciones políticas, Washington, los procesos eleccionarios, la bolsa de Nueva York, la Constitución de Estados Unidos, los tratados con México, los aranceles; en la parte social, las mujeres norteamericanas y los nuevos roles que desempeñan en el campo del derecho y en las universidades, las exposiciones, Oscar Wilde, Washington Irving, Emerson, Edison, Mark Twain, pero también el pugilismo, los trabajadores, los chinos, la liga irlandesa, los alemanes, las religiones, las asociaciones de obreros, Karl Marx; y ya en un orden más diverso, la luz eléctrica, las playas, la gente de las calles, las pascuas.    

En los restantes tomos, ve uno protagonizar, desde las distintas visiones de la ciudad de Nueva York en cada estación o en diferentes meses del año –digamos, Nueva York en junio, Nueva York en otoño, etc–, hasta la profunda atención que da a los procesos electorales, los barrios pobres de Nueva York en contraste con la bolsa, los grupos sociales de la ciudad y del país, como los negros, los alemanes, los indios, los gitanos, la mafia, ideas de la época como el darwinismo, y las grandes huelgas y motines obreros.   

Examinando ya algunas de sus ideas pertinaces, Pedro Pablo Rodríguez observa que Martí toma siempre “el partido de los pobres” (180), y considera la inmigración europea un elemento clave para el desarrollo del país (183). Ambos elementos los ata Martí a los conflictos obreros. “En esta tierra se han de decidir –señala Martí–, aunque parezca prematura profecía, las leyes nuevas que han de gobernar al hombre que hace la labor y al que con ella mercadea. En este colosal teatro llegará a su fin el colosal problema. Aquí, donde los trabajadores son fuertes, lucharán y vencerán los trabajadores” (186). Pedro Pablo Rodríguez observa que Martí reside entonces en Brooklyn, lo que le permite entrar en contacto directo y diario con las grandes y crecientes masas de inmigrantes que se emplean en las fábricas. Además, añade Rodríguez, Nueva York era entonces el punto de residencia y centro comercial, financiero y económico de todo el país, de modo que Martí hallaba sin dificultad aquellos aspectos significativos que “indicaban los nuevos derroteros porque marcharía la nación: la gran industria moderna, el desarrollo tecnológico y científico, la explosión poblacional sustentada por los inmigrantes y los conflictos entre los grupos y clases sociales resultados de aquellos cambios que la introducían por los caminos del imperialismo norteamericano” (189).

Ante todo esto, Martí abogaba por la necesidad de incorporar a la América Latina en ese cambiante orden mundial, pero manteniendo como basamento sus rasgos de identidad y la defensa de sus propios intereses (189). Reclamó el espíritu fundador de la nación, de modo que en ningún momento cabe atribuirle una imagen antinorteamericana, pero sí la defensa de unos Estados Unidos distintos a los que históricamente se irían conformando (190). Martí sí fue antimperialista. Hostos también lo fue, como veremos.

Cuando asume Martí en el 1883 la responsabilidad de la revista La América de Nueva York, se propone “definir, avisar y poner en guardia, revelar los secretos del éxito, en apariencia, maravilloso de este país” (...) porque “hay provecho como hay peligro en la intimidad inevitable de las dos secciones del Continente Americano”, y el día de esa intimidad, añade, “se anuncia tan cercano” (196-197). Y, ¿qué ve en ella Martí entonces?

El desarrollo de una nueva modernidad en la cual “todo empuja, precipita, exaspera, exacerba, arrastra. Se tiene miedo a quedarse atrás (...) Todo es ferrocarril, teléfono, telégrafo”, dinamismo, incertidumbre, angustia, y, dicho sea con una palabra particular suya, “metalificación”, es decir, riqueza repudiable, amor al dinero.

Aprueba la inmigración de algunos sectores, pero desaprueba otros. Aprueba a los escandinavos porque vienen en familia y son agricultores. Apoya a los franceses.  Pero no a los alemanes, irlandeses e italianos, porque, según dice, las inmigraciones deben coincidir y no chocar con el espíritu del país. “En los barrios pobres –de las grandes ciudades, señala Martí– es de echarse a llorar” (205). Sólo ve miseria, maridos ebrios, mujeres desesperadas, los niños “comidos por la cholera infantum” pidiendo como socorro desde sus huesos. Condena, por otra parte, el despojo de sus tierras de que son víctimas los indios. Escoge a Cleveland en la elección contra Blaine porque aquél plantea el respeto a la soberanía de las demás naciones y Blaine es un espíritu nepoleónico que siente el poder de la nación y quiere ejercitar su fuerza. De esta suerte, Martí va descubriendo la gestación de la “Roma americana” (223).

Pedro Pablo Rodríguez identifica el origen de esta visión antimperialista de Martí en tres aspectos que van adquiriendo cada vez mayor atención en sus escritos.

Primero: veía Martí que la política estadounidense se alejaba crecientemente de sus orígenes democráticos para convertirse en un negocio mercantil en manos de una oligarquía. Martí comenzó entonces a estudiar los monopolios que estaban apareciendo (los ferrocarrileros , los trusts industriales de producción de acero e hierro, del petróleo y la refinación de azúcar) (224). Fue percatándose de las estrechas relaciones entre intereses económicos y políticos, y entre los grupos de poder que se vinculaban con ambas esferas.   

Segundo: En las elecciones de 1888 observa la íntima vinculación entre la oligraquía política y los monopolios en formación. (224).

Tercero: Se percata de la influencia que los nuevos intereses financieros y monopólicos mantienen sobre la política exterior de la nación que puso el propio Martí de manifiesto en sus crónicas sobre la Primera Conferencia Panamericana de 1889-1890 (225).

Pedro Pablo Rodríguez descata también cómo Martí se sintió fascinado por la creciente lucha de clases en Estados Unidos, particularmente la de los obreros y los granjeros. Para aquéllos, a propósito de la baja de salario nominal y la negativa a acortar la jornada laboral; para los granjeros, a propósito de las tarifas impuestas por los monopolios ferrocarrileros (238).    

El tema social se sistematiza en Martí a partir de 1886, hasta dominar el tema de sus crónicas. Desde 1882 ya aparecía el tema de las huelgas: los molineros de Chicago, los mineros de Maryland, los herreros de Pittsburgh, las hilanderas de Lawrence y los terrapleneros de Omaha. Martí anticipa ya revueltas colosales, pero creía entonces que la protesta provenía de parte de obreros que no eran nativos del país sino de inmigrantes cargados de odios de Europa. La idea era común en la época. Es decir, siendo América la tierra de la promisión y la felicidad, los odios sociales tenían que venir del extranjero (241).    

Pero con el tiempo siguió observando Martí cómo los ricos se organizaban contra los pobres detrás del aparato del estado. En 1883 publica en sus juicios sobre Karl Marx que “el monopolio está sentado como un gigante implacable a la puerta de todos los pobres”, y añade: “El monopolio es un gigante negro. El rayo tiene suspendido sobre la cabeza. Los truenos le están zumbando en los oídos. Debajo de los pies le arden volcanes. La tiranía acorralada en lo político, reaparece en lo comercial. Este país industrial tiene un tirano industrial” (247).   

En 1886 Martí hace una extensa crónica de la huelga de los tranviarios de Nueva York que paralizó la ciudad. Martí escribe sobre esto para México y para Argentina, hablando de la “revolución del trabajo” de manera que se entienda cómo la acción unida de los trabajadores afectó la ciudad y la nación entera (249). Pero Martí mantiene aún hacia los obreros una actitud ambivalente. Por un lado simpatiza con los obreros pero, por el otro, censura y teme el ejercicio de la violencia, aunque censure también la violencia de los rompehuelgas.  Para Martí, “la justicia de una causa es deslucida muchas veces por la ignorancia y el exceso en la manera de pedirla” (250).  Martí confiaba todavía entonces en la capacidad del sistema democrático estadounidense para enmendar sus errores.   

Será, a juicio de Rodríguez, el proceso contra los siete anarquistas de Chicago lo que contribuirá a radicalizar la perspectiva martiana del problema obrero. Inicialmente condenará, nuevamente, el ejercicio de la violencia por parte de los anarquistas, pero su confianza en la capacidad regenerativa del estado norteamericano se viene a pique ya para el 1887, como resultado, principalmente, de su continuo examen de la cuestión.  “Los que deseen hablar con juicio sobre la condición de los obreros deben apearse a ellos, y conocer de cerca su miseria”, apunta Martí. Añade: “Los mercenarios cargan sobre los niños, y matan de un balazo a uno de ellos. ¿Qué han hecho los huelguistas? ¿Se han encendido en furia? ¿Han devuelto muerte por muerte? ¿Han despedazado con los dientes la tablazón que guarda las riquezas de la compañía? No.” Martí propone una serie de reformas urgentes para evitar que la “nación de obreros en la sombra haga batalla a la nación legal de propietarios” (266).

Este es su examen de la cuestión:

“La guerra que aseguró la Unión y el crédito, creó una generación de agiotistas venturosos, sin práctica ni fe en una libertad oscurecida por la arrogancia del triunfo y sin respeto por las instituciones trocadas en comercio por los encargados de conservarlas. Creó esta generación tribunales serviles y Senados de millonarios, y ha llegado a hacer de la Casa de Representantes, de la fuente de las leyes, un mercado abierto donde éstas se venden y se compran, un cónclave inicuo de agentes poderosos solicitantes o de empresas ricas. Y esta generación ahora se niega, cuando el país se siente rendido y vuelve en sí, a abandonar esta vida de robos disfrazados, a devolver lo que ha adquirido ilegalmente, a permitir que la nación se limpie de ellos y se reconstituya” (267).

Tras la muerte de los anarquistas, Martí apunta colérico: “Esta república, por el culto desmedido a la riqueza ha caído, sin ninguna de las trabas de la tradición, en la desigualdad, injusticia y violencia de los países monárquicos. (...) De una apacible aldea pasmosa se convirtió la república en una monarquía disimulada”: una monarquía imperial, cesárea, la Roma americana (272).    En esa visión imperial del nuevo país que echa a pique sus fabulosas promesas, la Estatua de la Libertad ha  perdido su aliento de vida, trocándose en una dama de piedra que en todo caso representa un sueño foráneo y un emblema de la infatuación de la ironía.

 

II. Hostos: La estatua al revés

Al visitar ahora la obra de Hostos, damos, ciertamente, un paso atrás en el tiempo. Pero lo hacemos con la confianza de que el análisis del pensamiento de Martí que hemos realizado con la ayuda de Pedro Pablo Rodríguez, nos ayude a comprender mejor a Hostos, pues, desafortunadamente, hay muchos aspectos de Hostos que no han sido aquilatados con justa perspectiva. Para el examen de Hostos habrá que repasar, al menos, los dos tomos del Diario conocido, el tomo de su Viaje al sur, el del Tratado de Moral, el de Hombres e ideas, el de Temas cubanos, y algunas cartas, páginas íntimas e, incluso, páginas inéditas. Asimismo, habrá que seguir de cerca el itinerario de sus peregrinaciones, pues la obra de Hostos vinculada a la ciudad de Nueva York, se ubica en diferentes espacios.  Su primera llegada es el 31 de octubre de 1869. Pero regresa en el 1874, tras su viaje al sur, y nuevamente en el 1876 y en el 1898, a propósito de la Guerra Hispanoantillana y norteamericana.

Al comenzar el examen de los textos de Hostos, urge tener en cuenta que, a diferencia de José Martí, que posee una razón analógica arraigada en el símil y la alegoría, la razón de Hostos es preeminentemente deductiva-inductiva. Ese rasgo del discurso, amén de una muy diferente perspectiva que señalaremos en breve, le dan al discurso de Hostos una tesitura marcadamente diferente a la de Martí. Además, no hay que olvidar que los artículos de Martí utilizados por Pedro Pablo Rodríguez son trabajos preparados con cuidado y

y esmero por Martí para ser leídos por un público ilustrado. Aunque algunos de los textos de Hostos que citaremos aquí cumplen con ese linaje, otros no, pues, o son páginas de su diario –diario que era, por cierto, uno verdadero, y no una pantalla de exhibición literaria–, o son sus cartas, o textos de oratoria para mítines o artículos escritos para arengar o propagandizar.

Hostos, aquél que dijo en una ocasión, “hablaros de las Antillas es hablaros de mí mismo”, nos devela ahora otra prueba patente de la verdad de sus palabras. El Diario que conocemos por la edición de las Obras completas de 1939, tiene dos tomos que suman poco más de 800 páginas. Pues, ocurre que, poco más de 400 páginas, es decir, poco más de la mitad, están escritas en la ciudad de Nueva York, de manera que cabría decir que el Diario de Hostos es una obra neoyorkina.

Empero, Hostos no narra en el  Diario las peripecias exteriores de su lucha revolucionaria: nos nos refiere los sucesos, las anécdotas, la teoría que va evolucionando en su cerebro, no detalla las controversias y los conflictos concretos, sino la parte íntima, el perfil, el contorno o la imbricación sicológica de personas y cosas, el análisis del choque de caracteres. Sí alude a las personas y, como de canto, nos refiere las reuniones, las asambleas, los mítines, las controversias, pero son apenas referencias hechas al vuelo, de refilón, de paso, no se detiene en ellas, no da detalles, como hace Martí, que parece que quisiera atrapar todo lo que ve y colocar la muchedumbre entera, el entorno completo, sin que falte el detalle en apariencia nimio, en su visión empapelada. Hostos, en cambio, es así, casi siempre, pues varía sustancialmente en la parte del Diario de 1898, cuando las páginas adquieren un carácter menos reflexivo e intimista y más concreto y exteriorista. De manera que la experiencia neoyorkina de Hostos, al menos en lo que concierne al Diario, que es la fuente principal, no nos es referida a través del registro claro de sus protagonistas o la descripción vívida del contorno físico o humano, sino a través de aquello que cabe ver reflejado en sus “sondeos”, como gustaba decirle él al análisis ya fuera de su mismidad, como de la intimidad de los otros. Hostos no ve los rostros ni las cosas, sino la intención detrás del rostro, y la utilidad o inconveniencia de las cosas. No nos da el dato sino la significación del dato. Lo demás, son casi sombras.

La experiencia neoyorkina para Hostos

Comencemos por lo que podemos llamar su escritura lavada. La expresión se nos ocurre a partir de una alusión de Hostos a la extrema pobreza en que vive que lo hace escribir, por carecer de mesa, sobre el lavabo, después de remover los útiles. La pobreza de Hostos es uno de los componentes más patéticos de su experiencia neoyorkina. Es una constante que lo acecha desde su llegada en el 1869, y que no mejora en absoluto tras su excitante periplo por los países de la América del Sur. La pobreza nos pone en evidencia rasgos capitales de ese carácter de acero de Hostos, pero, más importante aún, la naturaleza insobornable y abnegada hasta el martirio de su compromiso tanto con la revolución de Puerto Rico como con la de Cuba.

A poco más de un mes de su llegada a Nueva York, Hostos comenta que como no tiene papel no ha podido “sondearse” durante un mes. En efecto, hay un lapso de casi 30 días entre esta entrada del 7 de diciembre y la anterior del 8 de noviembre. La pobreza se debe a que nadie le ofrece trabajo. La situación de Hostos se complica porque, por un lado, rehusa recibir nada de parte de los cubanos porque combate arduamente su inclinación a la anexión,  por otro lado se niega a recibir cualquier ayuda, aunque sea anónima, que no responda a una compensación razonable por un trabajo realizado, y finalmente, porque no acepta ninguna tarea que lo comprometa de tal forma que pueda impedirle participar de una expedición que salga repentinamente a una de sus islas.

El 9 de enero de 1870, nieva copiosamente. Hostos dice que pudiera ello ser una “noticia poética” si tuviera una habitación preparada para el frío, pero el caso es que su habitación es de trece pies y medio de largo por sólo seis de ancho, tiene una estera insuficiente, un cristal roto en la ventana, paredes desnudas, una silla de verano, una cama de venta con alguna manta, y, lo peor de todo, un lugar de diligencias necesarias en el patio, y abierto a todos los vientos. Concluye que es uno de los “desheredados” de la tierra (208-209). 

En 1874 su situación no sólo no había mejorado, sino que era peor: escribe sobre el lavabo (II, 146); vive de limosna (II, 147); el frío lo atormenta pues carece de recursos para preservarse de él (II, 160); para comer, con frecuencia, tiene que bastarle un poco de pan, café, mantequilla y una pasta fría (II, 161); camina con un sobretodo de verano para combatir el frío de invierno, lo que casi le costó una oreja (II, 175); cuando no tiene ni para el café, toma agua de tamarindo. Cambia de pensión en varias oportunidades. En una ocasión, un cuarto sin ventana, ni a la calle ni al patio, totalmente oscuro. Trabaja más que nadie pero recibe en recompensa menos que todos (II, 170).  Algunos parecen considerarlo una “máquina” de producir artículos que nadie le paga (II, 169), pero lo cierto es que muchas veces no le alcanza tampoco para pagar el franqueo para enviar los artículos a su destino (II, 176). Sigue rechazando todo lo que le impida embarcarse de inmediato en una expedición, y rehusa, incluso, los 100 pesos que se le da a cada expedicionario para que se prepare y apertreche para el viaje, por su resistencia a aceptar de los cubanos nada, nada a cambio de su vida (II, 162). En una ocasión, se ve obligado a aceptar, de un chileno enviado como representante de la exposición de Chile en Estados Unidos, su alojamiento compartido. Sólo este extranjero le ofreció a Hostos hospitalidad en Nueva York. Pero se trata de Arturo Villarroel, un hombre “que no come en ninguna parte” y a quien Hostos se ve obligado a invitar a comer en una fonda (II, 168). Lo peor de esta historia del Hostos lazarillo, es que su pobreza, con la consiguiente falta de ropa presentable, lo reduce ante los ojos de los demás como un “impotente para todo” (II, 274) y, en ocasiones, lo obliga a recluirse (II, 163). En estas condiciones, consiguió suficiente para hacer reparar los zapatos con los que visitó la Araucanía, porque con esa tierra en los zapatos, dice, “no se puede huir” (II, 168).

Sin embargo, Hostos disfruta de lecturas gratuitas en el Cooper Institute, y del ejercicio que en la forma de un paseo matutino y otro vespertino hace por la ciudad neoyorkina. En la mañana, 30 minutos. En la tarde va por Houston Street hasta South 5th Ave., y Washington Square, y sigue por la Quinta Avenida hasta el Madison Square, desde donde vuelve por la Sexta Avenida. No sabe inglés, pero está resuelto a aprenderlo, y toma clases (I, 245 y 338). Se detiene a escuchar en los mítines de la calle. Así, por ejemplo, en uno religioso en Washington Square, o su prolija descripción del 4 de julio de 1870, con la animada Broadway, las milicias, los mil pobladores de las calles que suponía en su mayoría inmigrantes, hasta el punto de referirse a la ciudad de Nueva York como la “hospedería del mundo”. En Central Park le asombra la hospitalidad de la ciudad al constatar que al “please keep off the grass” lo habían sustituido por un “visitors are allowed today on the lawn, where the word common is put” (I, 342). Pero hace un calor de 95 grados.
            
El entorno neyorkino

Mientras, va examinando atentamente su entorno, y estudiando a Nueva York y a la nación. Las alusiones a personajes políticos son constantes, desde Grant, Sumner y Fish, entre otros, hasta los diferentes órganos de prensa que consulta, como el Herald, The Sun, The Evening Post. Pero también observa directamente lo que ocurre en las calles. Allí se encuentra en reuniones de negros de la iglesia Episcopal y expresa su gozo de luchar por verlos libres. Ve una parada de negros que toman en Nueva York posesión de sus derechos (I, 292). No nos puede sorprender, entonces, que exprese reiteradamente su deseo de viajar a Haití en donde trabajaría a la vez por la revolución armada de Puerto Rico y Cuba y por su pensamiento federal de las Antillas (I, 214 y 216).

El problema de la emigración china y de la lucha con los indios también le llama poderosamente la atención. En una ocasión apunta lo siguiente: “A esta pujante sociedad hoy la agitan dos cuestiones: la lucha con los indios y la inmigración de los chinos. En una y otra, el problema del trabajo, de la producción, de la riqueza, de la población en situaciones distintas”. Al respecto de los indios, denuncia la “expansión ciega, fuerza y exterminio”. A propósito de los chinos, la “violencia con que los traen una compañía de especuladores por la demanda de trabajo mucho más barato que el europeo”. Hostos no deja de notar la nueva esclavitud a la que éstos son sometidos, ni deja de reflexionar en torno a la lucha de los inmigrantes chinos y los europeos por el nivel del salario (I, 336).

También observa, más allá del contorno de la nación inmediata, los conflictos entre Francia y Alemania que los llevarán a la guerra. Amén de alegrarse por el anuncio de un intento de unión entre España y Portugal, sobre el conflicto de aquéllos otros declara: “La guerra de Europa va perdiendo el carácter de duelo a muerte entre poderosos, para convertirse en lucha de intereses y por intereses” (I, 377, 382).

Las organizaciones de la emigración

La situación de las organizaciones de la emigración antillana ha sido relatada en varias oportunidades. Germán Delgado Pasapera ha hecho una muy buena relación en su libro, Puerto Rico: las luchas emancipadoras. Algunas cosas habría que repetir y otras que aclarar. En primer término, cierto es que fue desafortunado que Hostos y Betances no lograran entenderse en este encuentro en Nueva York de 1869-1870. Betances desconfiaba de las ideas de Hostos y de su capacidad para la política discreta y la acción secreta que requería la planificación de la insurrección de las islas. Por eso mantuvo a Hostos ajeno a sus planes y propósitos. Hostos, por su parte, de espalda, como se ha dicho, a esta información de Betances, receló de él, mal interpretó sus silencios y ambicionó colocarse en una posición de liderato.

Algunos han reducido este conflicto a un choque de personalidades, o partiendo de la idea de que Betances tenía que ser la cabeza indiscutible de la revolución, el patriarca de la antillanidad, la pretensión dirigente de Hostos era censurable. A mi juicio estas observaciones son extemporáneas y pretenden anticipar el perfil definitivo de figuras que estaban entonces en proceso de construcción de lo que sería eventualmente su imagen histórica, es decir, en proceso de ser. Ambos, Hostos y Betances, rectificaron posteriormente sus mutuos aprecios y enmendaron sus actitudes de aquellos tiempos. Pero el juicio de las figuras históricas a veces nos trae sorpresas. Así, por ejemplo, Betances, el ardiente revolucionario que en destemplado ademán de grito lo fijó el arte de Lorenzo Homar, es visto por sus contemporáneos, y así mismo lo describe Delgado Pasapera, como un frío calculador, un conspirador con cara de jugador de póker. En cambio Hostos, a quien la posteridad contempla como el maestro, el intelectual, el filósofo de los equilibrios, se veía a sí mismo y era visto por sus contemporáneos, como un hombre fogoso, totalmente apasionado y arrastrado por la impaciencia y la indignación presta a explotar a la menor provocación. Los escritos didácticos de Hostos son culpables de esta distorsión en el carácter de un hombre cuyas pasiones absorbentes consumían su cuerpo y le generaban toda suerte de malestares sicosomáticos, particularmente sobre su aparato digestivo y sobre su cerebro. Llegó a pensar que los dolores que sufría en el “cerebelo” eran signos de una locura incipiente. Por todo lo anterior, Hostos plantea la posibilidad de que las páginas de su Diario pudieran ser alguna vez “una fuente de estudios sicológicos” (I, 194).  A veces también olvidamos que los compiladores de las Obras completas de Hostos del 1939 y del volumen España y América, enmendaron los textos de Hostos para hacerlo parecer más suave, contemporanizador y lenitivo, menos crudo, rudo y destemplado de lo que en verdad fue.

Además, es necesario tener en cuenta que la visión de estas figuras no era una, sino varias, porque los distintos sectores de la emigración, y las distintas clases que la componían, veían a estas figuras con ojos diferentes. A propósito de las Memorias de Bernardo Vega, José Luis González observa que Vega señala que Martí era visto al principio con recelo y frialdad por los tabaqueros puertorriqueños de Nueva York hasta que Sotero Figueroa, el periodista mulato de extracción popular, logró que éstos vencieran su “recelo de clase” para con Martí (13). En cambio, a pesar del distanciamiento entre Hostos y Betances, los artesanos de la época acogían, según Vega, cálidamente las ideas del mayagüezano (93), y tras la retirada de Hostos de Nueva York, continúa testimoniando Vega, no volvió a vivirse la exaltación de ideas hasta la llegada de Martí (101).

Pero el problema grave fue la falta de unidad y de organización imperante en esa emigración antillana, dividida por una opción política fundamental: la abierta aspiración anexionista de la mayor parte de esa emigración, particularmente, dentro de las organizaciones cubanas independentistas. Hostos se dedicó a combatir abiertamente a los independentistas anexionistas. Su credo político desde 1863 era la Confederación de las Antillas. Entonces, en 1863, y durante su época española, como parte de una federación hispánica que integraba a la propia península. En ese sentido Hostos no era entonces independentista, pero no lo era porque su aspiración era aún más alta que la independencia: su meta era la libertad.

La estrategia de la libertad

A mi juicio es erróneo reducir la ideología del joven Hostos a un simple reformismo. Hostos buscaba crear en España una república democrática radical, en total ruptura con el régimen monárquico, en la que las provincias se convirtieran en estados federados. Su punto de partida eran los Estados Unidos y el régimen especial que Inglaterra le otorgaba a Canadá. Su fundamento teórico era que la pobreza de las Antillas y la proximidad a unos Estados Unidos en expansión continua,  requerían un régimen de esta naturaleza que pudiera garantizar la libertad de las islas. La distinción entre libertad e independencia es continuamente articulada en los escritos de Hostos. A todo lo largo de su obra Hostos desarrolló diferentes modalidades de esta relación política especial que propone, pero siguiendo siempre el principio federativo, pues estaba seguro de la inviabilidad, tanto en el plano político como en el económico, de las islas independientes. Inicialmente, incluía a España, posteriormente sólo las Antillas, a veces incluyendo a Jamaica y a Haití, a veces, pensando en una relación de asociación político económica de todo el continente americano. Pero la visión más reiterada y conocida es aquélla en la que una América del Sur unida, y la América del Norte, ambas confederadas por separado, establecen lazos de asociación con unas Antillas que cumplirían una función de enlace entre los dos grandes segmentos americanos. En la temprana visión de Hostos de estos asuntos, ya desde esta época de su primera visita a Nueva York, hay una comprensión de la amenaza que representa Estados Unidos en términos de su política expansionista, de manera que la idea que propone aspira a evitar, como quiso hacer Martí 25 años después, que Estados Unidos tomara ese nefasto rumbo. Repasemos los textos.

El Hostos que llega a Nueva York es un Hostos que ha roto con su estrategia política de 1863 pero no con la finalidad libertadora que instrumentó esa estrategia. Por eso Hostos puede decir, reiteradamente, a lo largo de los años por venir, y durante décadas, que desde 1863 está consagrado a la misma causa, la causa de la libertad de las Antillas (I, 274, 281 y otras). El Hostos que luchó en España al lado de los españoles que buscaban terminar con el absolutismo monárquico tenía como meta verdadera el reconocimiento de la soberanía de las islas. En carta escrita en Nueva York a Manuel y Guillermo Matta, en Chile, Hostos comenta que Sagasta y demás hombres del nuevo gobierno español, “sabían que yo buscaba la independencia de las Antillas detrás de la libertad de España”, es decir, que Hostos pudo “imaginar posible –como apunta más adelante– la independencia con España” (II, 114-115).  Es por eso que no le bastó el triunfo de sus ideas en la península si ese triunfo no se hacía efectivo en las Antillas. Tan es así, que Hostos rompe entonces, por esa sola razón, con sus correligionarios y se lanza a la búsqueda de una solución fuera del marco español.

La determinación de lanzarse a la revolución armada y de sumarse a la primera expedición que salga, lo lleva a ser en Nueva York un crítico impaciente de las organizaciones que a su juicio están indecisas, ineficientes, sin ideas y sin recursos. Asistimos a un Hostos que despliega una actividad intensa y constante a pesar de su pobreza y a pesar de esa indecisión que en la intimidad de su diario se atribuye, aunque nadie la vea. Y vemos cómo va ganando confianza y fuerza el orador, según participa en los mítines de los clubes. El 12 de enero de 1870 invierte el artículo primero del Partido Revolucionario Cubano. Dice: “Yo estoy en Nueva York para hacer la revolución de Puerto Rico y contribuir al desarrollo de la de Cuba” (I, 220).

Las Antillas y los Estados Unidos

Pero lo que más nos interesa de momento es la concepción revolucionaria de Hostos al respecto de las Antillas, cómo ésta se expresa en el contexto de sus días neoyorkinos y cómo se manifiesta su visión política de los Estados Unidos. Desde su llegada, como hemos apuntado antes, Hostos manifiesta su propósito de luchar por la independencia de las Antillas como estrategia para alcanzar un fin más alto: la libertad. Venía escribiendo sobre el tema de las Antillas desde 1865 para la prensa española. Ese año, justamente, publica tres artículos sobre Puerto Rico, y también tres sobre Cuba, pero además otros 25 trabajos sobre el problema de las Antillas. La primera anotación de su Diario neoyorkino se refiere a un artículo titulado, “La situación de las Antillas”, en el que declara que “lo primero que se ha de buscar en ellas ha de ser la independencia. Anexionarlas –añade– es una indignidad y una torpeza: si se teme la fuerza de la anexión, prepárese la federación: ésta se presenta en el movimiento actual de Santo Domingo y Haití” (I, 191). Como puede verse, Hostos utiliza la federación de las Antillas como un escudo contra la anexión. Y sus palabras de esos años incluyen en su modelo a la república de Haití. Como las amenazas a la libertad son tantas en estas islas, Hostos puede afirmar que acaso “las Antillas no sean libres aunque sean independientes” (I, 197). No obstante, se reafirma en su propósito: “Yo tengo que hacer independiente a Puerto Rico, porque yo quiero la libertad después de la independencia” (I, 207).

Del 12 de enero de 1870 son estas clarísimas expresiones de Hostos sobre la amenaza de la anexión que pesa sobre la Antillas: “Las Antillas tienen condiciones para la vida independiente, y quiero absolutamente sustraerlas a la atracción americana. (...) Yo creo que la anexión sería la absorción, y que la absorción es un hecho real, material, patente, tangible, numerable, que no sólo consiste en el sucesivo abandono de las islas por la raza nativa, sino en el inmediato triunfo económico de la raza anexionista, y por tanto, en el empobrecimiento de la raza anexionada” (I, 221).

Justo ahí, traza este retrato de los Estados Unidos: “Yo conozco a los americanos, en el momento actual. Son fuertes, son activos, son laboriosos, y aman aquella libertad de hecho que pone a salvo todas las propiedades, así las del trabajo como las del pensamiento, así las de la tierra como las de la conciencia. (...) Pero como, de todos los pueblos de la tierra, es el único que no ha sufrido (...) le sucede lo que a individuos de vida fácil, que son fríos por ser felices y son ambiciosos por ser fríos, y es frío porque ha luchado poco y es ambicioso porque cree y le hacen creer que la felicidad se aumenta con la extensión de lo que se cree felicidad”. Unas pocas líneas más tarde, Hostos llora “la ambición territorial” de ese país.

En marzo de 1870, Hostos confiesa su temor de que la suerte de las Antillas quede comprometida para siempre si en Estados Unidos “triunfan los intereses y segundas intenciones de la oligarquía plutocrática e intelectual” (I, 284). Pensando en las presiones del gobierno federal contra Santo Domingo, Hostos vuelve a formular, acto seguido, su utopía del porvenir americano: Todos los miembros el continente, las islas y la tierra firme deberán servir a la idea de la unidad de la libertad por la federación de las naciones y a la unidad de las razas por la fusión de todas ellas. En el norte, la fusión de las razas europeas; en el sur, la fusión de las razas europeas con la raza indígena.  Entre esas dos grandes masas continentales, las Antillas serán el lazo de unión de tipos, ideas, razas y caracteres. “Las Antillas son, políticamente –dice Hostos en 1870–, el fiel de la balanza, el verdadero lazo federal de la gigantesca federación del porvenir, el crisol definitivo de las razas” (I,285).

Aunque el Club de Artesanos quiso enviar a Hostos para una misión en París, su camino lo llevó a la conocida peregrinación por los países del sur. Dejamos un momento la relación de notas de su Diario, para acogernos a otro diario diferente que escribe Hostos en esos días, el diario de su crónica de viajes. Tras dejar atrás Colombia, Hostos se detiene en Panamá a esperar una oportunidad para continuar su vaje al Perú. La situación del istmo estaba candente entonces, y Hostos no puede pasar por alto la importancia política e económica del istmo. Por esa razón, y tras asegurar que Panamá pertenece a la humanidad, formula una nueva idea de confederación integrada entonces por los países de Centroamérica y Panamá y las tres grandes Antillas. Esa confederación sería la intermediaria de las dos grandes masas continentales y su misión histórica sería la de “mantenerlas” en sus límites (VI, 79). Es entonces que Hostos retoma su temor por la ambición expansionista norteamericana, al indicar que es ése su “único temor”, el temor muy vivo que,  por sus “formas colosales”, le inspira el porvenir de la democracia americana.

Hostos aclara que no puede sentir rencor por los angloamericanos, pero que es “implacable enemigo de las anexiones” y áspero opositor de sus “ambiciones territoriales”. Acto seguido, en cambio, enumera algunos de los motivos que le inspiran admiración, y luego sus reservas. Entre las reservas, señala, las tendencias absorbentes mostradas contra México y Santo Domingo; su repulsión contra los latinoamericanos; el principio egoísta de supremacía continental de la doctrina Monroe; el ideal de ocupación de todo el continente norte, archipiélago incluido; su oposición a la independencia de los países del sur; y, finalmente, su esperanza de usufructuar la desgracia y la debilidad de los países hermanos del sur (VI, 81-82).

 

Pero Hostos va un poco más lejos al expresar su esperanza de que si las Antillas llegaran a tiempo a su independencia y lograran constituir oportunamente una confederación, podrían frenar una de las “más formidables incognitas del porvenir”, frenando el “desarrollo morboso de la federación americana” y atajando sus “tendencias absorbentes” (VI, 83). Lo mismo apunta al final de un artículo publicado en Buenos Aires, con el título “Con El Correo Español” (IX, 298-307). Tras concluir que la independencia de las Antillas y su subsiguiente federación es su destino lógico, indica que ello es así “porque establecería en lo futuro el equilibrio continental americano, impidiendo por medio de esas islas y de todo el Archipiélago, que concluirá por formar con ellas un todo político, las absorciones que se suponen destino manifiesto de los Estados Unidos”.

Otros textos de 1874 confirmación esta visión de un Estados Unidos en tránsito al imperialismo.    Me refiero a unas crónicas escritas (inéditas) desde Nueva York en el 1874, para el diario La República de Santiago de Chile. En la crónica del 30 de septiembre Hostos comienza estableciendo la necesidad de ver, sin el amparo de la “admiración irreflexiva”, a los Estados Unidos porque esa admiración “impone errores formidables”. Como vimos que hará Martí casi trece años después, en Nueva York, y para El Partido Liberal de México, Hostos también se remite, en su examen de la cuestión, a la Guerra Civil. Elogia los motivos –que más adelante cuestiona– y los efectos de la guerra, pero se pregunta si los beneficios obtenidos han salvado al país de la adulteración de sus instituciones. Acto seguido destaca el desnivel entre el progreso físico de la industria, la riqueza y el bienestar orgánico sobre el progreso moral e intelectual. No olvida señalar el advenimiento del personalismo en la política. Critica su egoísmo, su exclusivismo, su ambición, su incapacidad para adecuar la política a los principios de su propia vida. En lugar de promover la libertad en el mundo, la dirección de sus esfuerzos va encaminado al dinero por una política miseranda, unas instituciones debilitadas a los 98 años, una federación falseada y virtualmente destrozada por la prueba de la guerra, una aclimatación en el país de los errores sociales y políticos de otros países y de otras épocas, una inmoralidad administrativa y social que minan, a su parecer, el juicio público. Hostos no olvida apuntar la necesidad de combatir el desdén norteamericano hacia los países del sur que no conoce.

Otro trabajo de 1874 encontramos alusivo a estos asuntos y publicado en Buenos Aires. Se trata del titulado “Cuba y los Estados Unidos” (IX, 287-291), como refutación de unas afirmaciones publicadas en un periódico francés de La Plata referentes a la guerra de Cuba que favorecen la anexión de la isla por parte de Estados Unidos. Hostos combate la idea con vehemencia y termina con esta afirmación: “Los Estados Unidos han sido casi tan crueles y tan torpes como España con nosotros, y tendrán que conquistar a Cuba si quisieran añadir otra estrella a su bandera”: “podrán poseernos destruidos; pero enteros, no!”

Dos trabajos de principios de 1875 encontramos escritos en Nueva York y publicados en Mundo Nuevo - América Ilustrada. Uno es un trabajo sobre Jorge Wáshington (XIV, 13-16) y el otro sobre Andrés (Andrew) Johnson (XIV, 17-23). En el primero de ellos, tras comparar a Wáshington con Bolívar y San Martín, Hostos concluye que Wáshington fue un hombre grande eclipsado por un gran pueblo. Empero, al remitirlo al presente de Hostos, brota el contraste, de manera que puede decir que los actos más naturales de la vida pública de aquél se convertían en “ejemplos dificiles a ambiciosos sucesores de él”, de manera que su vida es una “protesta contra la degeneración que era imposible preveer”, pues “mucho y mal camino se ha andado desde entonces”. El trabajo sobre Johnson, el sucesor de Lincoln,  revierte mayor interés, porque Hostos acredita en él la “adulteración” histórica en el desarrollo de la democracia norteamericana a la Guerra Civil. Según Hostos, en la guerra se ventilaron dos conflictos: la más corruptora de las instituciones, es decir, la abolición de la esclavitud, y la acción centralizadora del poder federal. El país se dejó llevar por la dificultad mejor vista, de manera que perdió de perspectiva que el triunfo de la abolición vino de la mano con la vigorización “abusiva” del gobierno federal de la que sacaron partido los ambiciosos de poder a costa de la autonomía absoluta de los estados.

De los principios

En mayo de 1875 Hostos viajó a la República Dominicana, y regresó a Nueva York un año después, hacia abril de 1876. En Nueva York permaneció hasta abril de 1877, pero no escribió diarios.  No regresó a la ciudad hasta el 1898. Curiosamente, cada una de las cuatro estancias de Hostos en la ciudad –ya fuera la de 1869, la de 1874, la de 1876 y la de 1898–,  duró aproximadamente un año. Uno de los trabajos más importantes escritos en este periodo neoyorkino de 1876 lo fue el Programa de los Independientes que Martí conoció ese mismo año en México, reseñándolo para El Federalista, y calificándolo como un “catecismo” de la democracia. El texto de casi 40 páginas, publicado dentro del Diario en las Obras completas de Hostos de 1939 (II, 220-259), examina lo que deben ser los principios de la Liga de los Independientes que combaten por la revolución de las Antillas. Éstos son: el principio de Libertad, el de autoridad, de igualdad, de separación de poderes, de nacionalidad, y de expansión.  En el exordio que los precede, Hostos observa lo siguiente: “Próxima ya la hora en que los combatientes activos y pasivos de la Independencia han de ser llamados a una obra de razón más larga, ningún patriota de razón puede resignar la responsabilidad que ha de tocarle en la tarea de constituir en la libertad la sociedad desorganizada que dejará la guerra y que deja siempre la educación mortífera del coloniaje”. Esto es, nuevamente, que independencia y libertad son dos cosas distintas, y que tanto la guerra, como la colonia, son agentes de perturbación y desorden social. Por eso pudo decir también, en los Estatutos de la Liga de los Independientes, que la conquista de la independencia es un simple paso hacia la obra ulterior de libertad política, religiosa, económica e intelectual (II, 227). En estos principios, la Libertad es el único de los principios escrito con mayúscula inicial, es el primero de los principios expuestos, y es el principio que expresa la concepción más encumbrada. Hostos pudo decir en estas líneas estas palabras que no tienen olvido: “La libertad es un modo absolutamente indispensable de vivir” (II, 236). Al hablar del principio de expansión tocará nuevamente el tema de la Confederación de las Antillas y repetirá el tropo utilizado en sus páginas íntimas para referirse a ellas, tropo que utilizará posteriormente Martí: me refiero a la metáfora del “fiel de la balanza” (II, 257).

En los años ochenta, Hostos despliega su tarea educativa revolucionaria tanto en la República Dominicana como en la República de Chile. Entre los innumerables textos escritos en esa década recordamos para efecto de este texto sólo dos. Uno de ellos, un clásico hostosiano inolvidable: Moral social (1888). El otro, un texto de Hostos frecuentemente olvidado: la Geografía política universal (1884?). Del cotejo de uno y otro texto, escritos, según parece, con muy pocos años de diferencia, y a propósito de su esfuerzo por desarrollar textos para los cursos que instituyó, se desprenden lo que a primera vista parecen inconsecuencias. Comentamos la Geografía porque en ella hace un examen, desde el punto de vista de la geografía política, de los Estados Unidos. Los datos que refiere parecen estar tomados de registros publicados a principios de esa década.  Hostos destaca allí el liderato mundial que en material industrial han alcanzado los Estados Unidos, gracias al vapor, la electricidad y el ferrocarril, pero sin olvidar la imprenta y el impulso dado al pensamiento, entre otros elementos que menciona. El desarrollo del país, a su juicio “portentoso”, le ha permitido levantar el más alto grado de civilización del mundo, de manera que en su opinión se presenta como el país donde está más organizada la libertad (XX.III, 253-254). Como nota pertinente al comentario, que refresca además su interpretación del coloniaje como enfermedad, Hostos apunta en otra parte, a propósito de Puerto Rico, que “civilización sin independencia, civilización sin libertad, civilización sin derechos, civilización sin dominio sobre el territorio y sus bienes materiales o morales (...) no es posible” (XX.III, 360). La falta de libertad que hay en las colonias las anula como países, de manera que Hostos considera que carece de patria.

En Moral social, en cambio, Hostos destaca en la introducción la importancia del tema de civilización y barbarie. Alega, a propósito de él, que es precisamente la enorme divergencia y el insalvable contraste entre el extraordinario progreso material y el cuestionable progreso moral uno de los más formidables enigmas del porvenir. Le dolía la “incapacidad de la civilización contemporánea para hacer omnilateral –de todos– el progreso de la humanidad” (Tratado de moral, Obras completas (2000). IX.I, 191), de manera que “han podido renovarse en Europa y América –dice– las vergüenzas de las guerras de conquista, la vergüenza de la primacía de la fuerza sobre el derecho... la renovación de las persecuciones infames y cobardes de la Edad Media europea” (IX.I, 193).

La vil repartición del mundo a través de guerras de conquista que tienen como fundamento verdadero el robo de recursos de pueblos alrededor del mundo, lleva a Hostos a declarar lo siguiente: “Se buscan acá y allá, principalmente en América y en Oceanía (todavía el petróleo no tenía mucha importancia táctica), islas estratégicas que gobiernen mares, estrechos y canales, y que aseguren la primacía comercial, y en caso de querella, la prepotencia militar del ocupante; se rebuscan los escondrijos de nuestro Continente, que se cree o se aparenta creer que no tienen dueño; se registra de norte a sur, de este a oeste, de Guinea a Egipto, del Delta al Níger, el continente negro; en África, en América y en Oceanía, hoy como en los siglos XV y XVI, se ocupan territorios y jurisdicciones con la misma llaneza con que Colón ocupa las Antillas, con que Vasco Núñez de Balboa toma posesión del mar del sur, con que Vasco de Gama declara portuguesa una población de más de doscientos millones de hindús”... (IX.I, 194)

En otra página brillante, Hostos el educador, Hostos el demócrata, Hostos el moralista problemático, se pregunta: “qué ha sido de los indígenas de Australia? ¿Qué ha sido de los indígenas de las Antillas? ¿Qué ha sido de los indígenas del Perú, de México, del Brasil, de la Argentina? ¿Qué de los pecuodes, de los narragansets, de los natches? ¿Qué de aquellos dulces, pacíficos, benévolos, inofensivos habitantes de la Acadia canadiense, que ni siquiera eran salvajes, que ni siquiera eran de raza distinta, puesto que eran franceses, defensores de Francia y del derecho de Francia en la despiadada guerra de desalojo que contra ella hizo Inglaterra en el Canadá?” (IX.I, 195)

Hostos se percata de cómo ha venido en auxilio de los conquistadores la política darwinista que tanta mecha y combustible generó más tarde en el fascismo europero. El “problema darwiniano” –observa Hostos, como vimos que lo comentará años más tarde Martí– se proclamó lo mismo en el “Far West” (IX.I, 198), desalojando poco a poco de los territorios que según pactos previos ocupaban  los autóctonos americanos, que en Australia. “Usufructúan –añade– la teoría de la selección y atribuyen a la lucha biológica la aterradora ruina de mil sociedades que, en todos los grados de razón y de cultura, ha destruido con perseverante brutalidad el egoísmo nacional”.  Y además, añade Hostos, el maestro y civilizador, el teórico de la lucha entre civilización y barbarie: “ Culpa ha sido, torpeza ha sido de los hombres que se tienen por civilizados, el estrago de sociedades y civilizaciones incipientes”. Hostos se percata de que el motor de destrucción está en el “tremendo empuje de la industria” y la lucha por la “primacía comercial”. Por eso tiene que denunciar que las “naciones sedicientes civilizadas no han seguido, en sus relaciones con las que consideran razas inferiores, otra que la conducta ignominiosa de los bandoleros del mar, para quienes el dolo, el engaño y la violencia son medios necesarios” (IX.I, 198).

Se pregunta Hostos: “¿La civilización no es, al contrario, vencimiento de la fatalidad por la libertad, dominio de la fuerza por la inteligencia, apropiación de agentes naturales por agentes científicos y económicos, aprovechamiento de todo para mayor bien de todos, desarrrollo tal de razón que cada vez haga más dueño de sí mismo al hombre”?

“Desolan, y ya han civilizado”, dice en una conclusión de prodigiosa transparencia Hostos. Y añade: “Pero seres de razón, civilizar no es desolar; civilizar no es sustituir la población de un territorio con los advenedizos que ponemos en lugar de ella” (IX.I, 199). ¿Y cuál es el sujeto, que hemos omitido, responsable de esta desolación, usurpación y pillaje? Pues, principalmente, los clásicos: Europa, y los Estados Unidos (IX.I, 193 y 198).

El patriota del 98

Como sabemos, la guerra necesaria que inicia Martí en Cuba en el 1895 halló a Hostos en la república de Chile. Hasta allá acudieron los emisarios de Martí para reclutarlo como representante de la revolución cubana. Hostos, a pesar de las posiciones de confianza que ocupaba en el país, aceptó hacer lo que estuviera a su alcance, y de inmediato comenzó a escribir y a propagandizar a favor del proceso emancipador. Ello le trajo inconvenientes con el gobierno, pues España protestó su intervención, pero Hostos se sostuvo hasta 1898, cuando ya la intervención norteamericana en el conflicto era inminente. Cargando con una numerosa familia a cuestas, inició el regreso al teatro de guerra de las Antillas con la finalidad de influenciar en el desarrollo de los sucesos.

Hostos desembarca en Nueva York esta vez el 16 de julio. Las cartas familiares –“íntimas”– a su esposa Inda y a sus hijos revelan el pesimismo que antecede a su llegada. Teme lo que anticipa, esto es, que Puerto Rico será tomado como botín de guerra y anexionada (III, 281, 289).  En las páginas de su Diario, que reinicia después de suspenderlo durante veinte años el 6 de julio de 1898, ya en Caracas, Venezuela, resume el propósito que lo anima. Va con la esperanza de llegar a tiempo para conseguir que Estados Unidos envíe las armas que prometió repartir entre los puertorriqueños. Va, además, con la esperanza de conseguir que los puertorriqueños de la emigración neoyorkina lo ayuden a obtener de los americanos el consentimiento de los puertorriqueños. Y va con la esperanza de conseguir que la delegación cubana vea el peligro de la anexión de Puerto Rico y se reafirme en el cumplimiento del artículo uno del Partido Revolucionario Cubano que instruye a fomentar y auxiliar la independencia de Puerto Rico (II, 329).

Describe la llegada a Nueva York como un paisaje variado de poblaciones. La ensenada, el fuerte Hamilton, las quintas e iglesias, el contraste de verdes, la continua sucesión de caseríos, Brooklyn, la Estatua de la Libertad que no había visto, el puente de Brooklyn, los nuevos edificios de 16 y 20 pisos, los ferrocarriles elevados, los tranvías de tracción subterránea (II, 332). Pero ese Hostos parece retroceder a primera vista respecto a sus concepciones previas sobre Estados Unidos. La percepción que se tiene sobre el último Hostos descansa en su aparente admiración por los Estados Unidos, su afán de americanizar a Puerto Rico, su aceptación de la anexión si ésta ganara un plebiscito, y la conocida defensa de los Estados Unidos por parte de algunos de sus hijos. El retroceso, empero, es aparente, según veremos. La prensa norteamericana contribuyó a ello al poner en boca de Hostos declaraciones que nunca hizo.

En el Diario, Hostos refiere sus entrevistas con el Directorio, la Comisión Civil, el periódico Patria, fundado por Martí como órgano del Partido Revolucionario Cubano con la ayuda de Sotero Figueroa. Intenta coordinar los esfuerzos para atajar la realización del rumor público que oye doquier: la anexión de Puerto Rico. Alude a varias entrevistas que ofreció para la prensa de ciudad, como el New York Commercial Advertizer, el New York Journal, e incluso The New York Times. Hostos, en estos previos a la invasión del 25 de julio, pondera que “es casi seguro que Puerto Rico será considerado como presa de guerra”; se lamenta de que “la independencia (...) se va desvaneciendo como un celaje: mi dolor ha sido vivo”, dice (II, 337); y certifica la “creciente hambre de posesión que siente el pueblo americano” (II, 339). Betances, añade, será su “lejano compañero de dolor y de tristeza”.

Pero Hostos no se hunde. Acepta la inevitabilidad de los hechos consumados y pondera qué es aquello que aún no se ha consumado y puede intentarse: esto es, que dada la ocupación de Puerto Rico el país reclame su derecho a plebiscito y a un gobierno civil temporal. A su regreso a Puerto Rico Hostos anota en su Diario no sólo su “emoción sin nombre”  –“todo me enamoró otra vez”, dice mientras pasa todo el 13 de septiembre mirando con los anteojos en las manos la isla entera (II, 344)–, sino también la desazón profunda de una “tierra condenada a no ser poseída de sus hijos” y a “verla salir de dueño en dueño sin jamás serlo de sí misma” (II, 343-344). Sin embargo, desembarca a luchar con una agenda, un programa de trabajo, y una disposición de lucha incesante, llena de iniciativas. Una carta dirigida a Federico Henríquez y Carvajal en noviembre del 98 expresa su dolor con crudeza: “Puerto Rico ha sido anexada a la fuerza. Ya está rota la tradición jurídica: ya está violado el principio federativo” (IV, 201). Su esperanza, leve, reside en una declaración del ex presidente McKinley que cita continuamente porque va en el sentido de que “una anexión forzada sería una agresión criminal” (V.II, 2001: 245). Abriga también su convicción de que podía apelarse al Congreso, o en su defecto a la Corte Suprema, o en su defecto, al propio pueblo norteamericano y a las naciones del mundo, el respeto y la aplicación a Puerto Rico de la Constitución, las leyes federales y el derecho natural que vetaban la conquista y la ocupación de territorios sin mediación del consentimiento de los gobernados. Hostos alegaba que el procedimiento seguido con Puerto Rico no tenía precedente en la historia norteamericana, pues, “nunca hubo ocupación de tierra que no fuera pactada con sus poseedores” (V.II, 2001: 258; V.III, 2001: 39).

En Nueva York, antes, el 2 de agosto, en el Chimney Corner Hall, se celebró la asamblea de la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano en la que Hostos logró la aprobación de una resolución para disolverla y crear en su lugar una Comisión Permanente en Nueva York con el objeto de asesorar al Congreso y a la prensa en todos los asuntos relacionados con el porvenir de Puerto Rico, otra Comisión que viajaría a Puerto Rico para convenir la mejor manera de reorganizar el país, y otros asuntos (V.II, 2001: 238). Hostos proyectaba obtener además, en esta reunión, la constitución de su Liga de Patriotas, pero ésta tuvo que esperar hasta el 10 de septiembre, cuando se constituyó finalmente. En el ínterin, un detalle que creo no está explorado, es una operación por un descenso del recto a la que se somete en ese entonces en Nueva York.

La política de la Liga de Patriotas era, según Hostos, “una política al revés de la enseñada por el coloniaje. En vez de encaminarla al poder político, se encamina al poder social; en vez de buscar el dominio de todos para uno, busca el dominio de cada uno por sí mismo; en vez de ufanarse por fabricar partidos en el aire, se desvive por cimentar en la conciencia de la triste patria la noción de sus derechos, el conocimiento de sus deberes y el reconocimiento de sus responsabilidades” (V.III, 2001: 27). Los fines de la Liga eran resumibles a dos: uno, inmediato,  que era “poner a la madre Isla en condiciones de derecho”; y otro, mediato, que era “poner en actividad los medios que se necesitan para educar a un pueblo en la práctica de las libertades que han de servir a su vida, privada y pública, industrial y colectiva, económica y política, moral y material” (V.III, 2001: 23).

Hostos, siempre, ideaba no sólo la utópica ambición, sino que además, instrumentaba la estrategia y los medios para conseguirla. Su objetivo político era el cambio pronto del gobierno militar por el civil, el establecimiento de un gobierno temporal, y la exaltación del país a la categoría de estado, pero con reserva del derecho de plebiscito. El objetivo social, a su juicio aún más ambicioso, era preparar a la generación actual para que contribuyera al mejoramiento del país de modo que las generaciones posteriores se apoderaran de todos los recursos que la libertad pone en manos del país (V.III 2001: 28). Para ello, Hostos veía necesario fundar la instrucción pública desde el kindergarten hasta las universidades.

Hostos se estremeció a su llegada a Puerto Rico por el estado lastimoso en que encontró a la isla y la anemia física y moral de los puertorriqueños. “La población está depauperada –dice–: la miseria fisiológica y la miseria económica se dan la mano; el paludismo que amomia al individuo está momificando a la sociedad entera; esos tristes esqueletos semovientes que en la bajura y en la altura atestiguan que el régimen de reconcentración fue sistemático en el coloniaje; esa infancia enclenque; esa adolescencia pechihundida; esa juventud ajada; esa virilidad enfermiza; esa vejez anticipada; en suma, esa debilidad individual y social que está a la vista, parece que hace incapaz de ayuda de sí mismo a nuestro pueblo” (V.III, 2001|, 44).

Hostos cree lo imposible, es capaz imaginarlo, y, de hecho, le propone al pueblo enfermo que puede aún armarse del derecho contra la brutalidad de la fuerza y presentarse ante la historia como el primero que, despojado de arreos bélicos, sin arma ninguna de las que emplea la fuerza bruta, pero abroquelado de las armas del derecho, lucha por él, vence con él (V.III, 2001: 73).

Cierto es, pues, que Hostos acepta el gobierno temporal y acepta y desea “americanizar al país”. A su juicio, Puerto Rico “no puede ir” a la independencia “inmediata”, pero a lo que es la anexión, “no debe ir” (V.III, 2001: 111). Americanizar era para Hostos preparar al país, ya fuera para la anexión o para integrarse como parte de la Confederación Antillana, en estos aspectos: modificar la organización social; cambiar el régimen económico; sustituir uno por uno los principios de organización política española con los del sistema americano de gobierno; simplificar la administración pública; reformar la instrucción; modificar costumbres sociales y políticas, y llenar de instituciones jurídicas y culturales el país (V.III, 2001: 112). No era, pues, un contrasentido decir, como en efecto dice Hostos en el 1900, que de haber americanizado a Puerto Rico el país habría podido “ejercer eficazmente su independencia en la vida de relación con los demás pueblos de la tierra” (V.III, 2001: 264). Es decir, había que americanizar para independizar la patria yaciente.

En diciembre de 98 regresa Hostos a Nueva York para concretar las peticiones que la Comisión compuesta por Hostos, Manuel Zeno Gandía y J. Julio Henna presentarían a nombre del pueblo de Puerto Rico en una entrevista con el presidente McKinley que se celebraría en enero del 99. La Comisión pide la extensión a Puerto Rico de los derechos reconocidos en la Constitución federal, de manera que, reconociendo que la anexión forzada sería una criminal agresión contra almas, se le reconozca a Puerto Rico, como a Cuba y a Filipinas, una ocupación temporal (V.II, 2001: 258 y ss.).  Las peticiones económicas incluyen el libre cambio, la liberación de derechos para la harina de trigo, calzado, útiles escolares, aparatos agrícolas, herramientas, azúcar, medicamentos y otros géneros. Pidieron la reducción de la fuerza militar. Pidieron todo tipo de escuelas, independencia municipal, un archivo general y un museo prehistórico. Urgieron la enseñanza agrícola. El reconocimiento del derecho de Habeas Corpus. El reconocimiento de la libertad de imprenta y la libertad inmediata de varios periodistas perseguidos por el régimen militar y encarcelados. También el respeto a la dignidad humana.

En Estados Unidos, como en Puerto Rico, los textos de Hostos –artículos y cartas– evidencian cuán profundamente atento se mantuvo a la dinámica y al desarrollo de la política norteamericana, particularmente a los gestores del Congreso y los medios de prensa (V.III, 2001, 211, 215). En su opinión, el oeste, el sur y el este de la nación estaban contrarios a la posesión por la fuerza de nuevos territorios. Asimismo lo estaba también el ex presidente Cleveland, que incluso expresó su rechazo de la “epidemia reinante del imperialismo y extensión territorial” , y con evidente sátira añadió: “El remedio es sencillo y obvio. Que se extermine a los habitantes de nuestros anexionados territorios que prefieran algo diferente de lo que se les propone para sojuzgarlos. La matanza de indígenas ha sido una de las características de la expansión desde que comenzó la expansión, y no debería calmarse el entusiasmo imperialista, por sólo ser necesidad el destruir algunos millares de indígenas” (V.III, 2001: 221). Hostos se refiere también a la fundación de la Liga Antimperialista de Boston, en la que militó incluso Mark Twain, y concluye del análisis del senado federal que la anexión parece no tener segura mayoría allí (V.III, 2001: 215).  El uso del término imperialista es cada vez más frecuente en Hostos a partir del 1899.

Sabido es el poco éxito que obtuvo Hostos con sus iniciativas. El liderato político del país lo desoyó, como desoyó el grito de Betances que aconsejó no cooperar con la ocupación norteamericana. Con Luis Muñoz Rivera a la cabeza, el liderato político puertorriqueño aceptó la reconfirmación que el general Brooke hizo de todos los miembros del Gabinete Autonómico, pasando éstos de ser los representantes electos del pueblo de Puerto Rico a ser servidores del nuevo régimen militar (Delgado Pasapera, 594).

Hostos, tras agotar sus esfuerzos, incomprendido por el liderato del país y por las masas del pueblo que acudió al principio a oírle masivamente, pero que, desacostumbrados por la nueva oratoria pedagógica, tan dispar de la retórica política al uso, abandonó poco a poco las conferencias del mayagüezano, había concebido una alegoría según la cual una hormiga, o un grupo pequeño de hormigas, eran incapaces de mover el cuerpo de una cucaracha muerta: sin embargo, la misión era sencilla para el millar de hormigas. Hostos no logró reunir ese necesario millar de puertorriqueños. En enero de 1900 se trasladó Hostos, nuevamente, a la República Dominicana. Desde allá enjuició la nueva ley Foraker.   

“No hay nada bueno actualmente en Puerto Rico”, dice Hostos. Los norteamericanos que han ido a Puerto Rico    “son fuerzas ciegas, que movidas en una dirección se mueven implacablemente, arrollando lo que arrollen, caiga quien caiga. Algunos admiran eso en la historia escrita y en la historia hecha: yo no creo digna de admiración a la fuerza bruta, ya la vea en la historia de cada día, ya me la presenten adornada, adulada y admirada en la historia escrita, pero creo digno de la mayor atención o del mayor cuidado el hecho manifiesto de que los norteamericanos enviados a Puerto Rico y los norteamericanos del Gobierno que les envía, están procediendo en Puerto Rico como fuerza bruta. ¿En dirección a qué va encaminada esa fuerza bruta? En dirección al exterminio. Eso no es ni puede ser un propósito confeso, pero es una convicción inconfesa de los bárbaros que intentan desde el Ejecutivo de la Federación popularizar la conquista y el imperialismo, que para absorber a Puerto Rico es necesario exterminarlo: y naturalmente, ven, como hecho que concurre a su designio, que el hambre y la envidia exterminan a los puertorriqueños, y dejan impasibles que el hecho se consume” (V.III, 2001:263-264).

Para Hostos, la ley Foraker es “un arma de dos filos”. Por un lado, dice, sólo se propone legalizar la situación anómala creada con la posesión del país. La ley declara la constitución de un “pueblo de Puerto Rico” que es abstracción, un fantasma, puesto que incluye a todos los residentes, hayan nacido o no    en la isla, y a los que adopten la ciudadanía norteamericana. Pero gracias a la ley, asegura Hostos, Puerto Rico se ha salvado temporeramente de una sujección perpetua al no ser el país declarado territorio, aunque sí dependencia de los Estados Unidos. Sin embargo, Hostos, considera nula la ley, en tanto no ha habido aquiescencia alguna del pueblo de Puerto Rico. Por ello piensa que algún día la ley le permitiría al país cortar el nudo que la une a la Federación (V.III, 2001: 191-192).

Por eso puede Hostos hacer la siguiente exhortación a la Asamblea Legislativa, que le permitiría justificar un día su indolencia.  Hostos la exhorta a “insistir todos los días que Puerto Rico ha sido robada de lo suyo, de su libertad nacional; de su dignidad nacional; de su independencia nacional”. Por ese camino se puede ir a la anexión, como se puede ir a la independencia. Pero para Hostos, “los puertorriqueños que vean más a fondo el porvenir, seguirán queriendo que Puerto Rico sea un Estado confederado de las Antillas Unidas en un todo político y nacional, y esos puertorriqueños saben ya que ni hoy ni mañana ni nunca, mientras quede un vislumbre de derecho en la vida norteamericana, está perdido para nosotros el derecho de reclamar la independencia, porque ni hoy ni mañana ni nunca dejará nuestra patria de ser nuestra” (V.III, 2001: 267). Como, a juicio de Hostos, no hay en el derecho natural ni en el derecho escrito de la Unión americana una sola presunción de derecho para situación tan insostenible como la de Puerto Rico ante la common law y la Constitutional Law de los Estados Unidos, “esa situación se vendrá al suelo en cuanto la Asamblea Legislativa de Puerto Rico pregunte en virtud de qué derecho del pueblo americano puede el pueblo puertorriqueño ser súbdito suyo; y en cuanto pida que le enseñen la ley escrita que reconoce a la Federación americana, el derecho, el poder, la capacidad siquiera de tener posesiones” (Ibid).

Para Hostos, los Estados Unidos habían puesto al revés en Puerto Rico el principio de  libertad que proclama su dama inmigrante, la estatua de piedra.

 

 

III. La larga raíz: conclusión

A nuestro juicio sería acertado ver innumerables coincidencias, y analogías, tanto en la visión de Nueva York como en la función que la ciudad desempeñó en la acción concreta de Hostos y de Martí.  Para ambos Nueva York fue ese laboratorio social que le permitió enjuiciar, como si fuera una muestra privilegiada, lo que eran los procesos y la ruta de Estados Unidos. Ambos anotan la importancia de las inmigraciones, y no podía ser de otra manera, pues ambos autores formaban parte de esa vida sectorial que se vivía en la ciudad. En ese sentido, Nueva York fue la sede, el nido, que permitió y dio amparo a muchas de sus ambiciones más encumbradas.

Ambos ven a los Estados Unidos como un todo pujante, industrioso, de brío y tensión. Martí ve la pobreza: Hostos la vive. Martí rastrea los orígenes del desvío en los principios democráticos del país para ubicarlo en la Guerra Civil. Hostos hace otro tanto. Martí ve el germen de la adulteración de la democracia norteamericana en

la oligarquía que se fortalece, la aparición de los monopolios, la sociedad que se polariza en clases que pugnan por el control social y político. Hostos también identifica estos factores, aunque la penetración y las implicaciones que la lucha de clases tiene en Martí no se refleje con la misma intensidad en el caso de Hostos. De hecho, puede decirse que Hostos no ve con la claridad de Martí la intríngulis fatal de las fuerzas económicas en la formación del imperialismo –“fase final del capitalismo”. Ello, en cierta medida, lo hace reducir su rechazo al fenómeno al carácter inmoral. Hostos sí ve la trabazón entre imperialismo e industria, pero para él nada tiene más peso que el deber de la conciencia de ejercer siempre el bien. Por eso el juicio más completo, profundo y trascendente  que puede hacer lo hace necesariamente en el plano moral.     

Hay otra diferencia entre las visiones de ambos próceres, que aunque se cita y alude de continuo, no se ha analizado a mi juicio, y me parece que es de vital importancia. A Martí se le identifica sin más y con toda certidumbre con la latinoamericanidad, esa visión que acuñó con su célebre expresión “Nuestra América”. Pues ocurre que Hostos, en cambio, a pesar de su aversión profunda a la anexión, y a pesar de su solidaridad latinoamericana tan evidente, reiteradamente subrayó que el destino de las Antillas era otro. Es decir, ni norte ni suramericanos: antillanos. Esta persistente idea de Hostos debe ser objeto de la más profunda exégesis. Téngase en cuenta, que sin disputarle ni restarle nada, absolutamente nada, a Betances, esta visión de Hostos lo encumbra como un profeta de la antillanidad en un plano quizás insuperable.

Tanto para Hostos como para Martí, los eventos de los que fueron testigos oculares en la ciudad de Nueva York, tuvieron repercusiones decisivas en su militancia política y en su estrategia  revolucionaria. Las ideas de ambos tenían, en efecto, una larga raíz, sembrada en corazones afines.

Observamos, además, una marcada diferencia de carácter y temperamento entre ambos. Hostos vio la ciudad y su entorno más desde la introspección del sondeador que desde lo que tantas veces parece simbolismo trascendente en Martí. Otra diferencia crucial está vinculada con los últimos acontecimientos de la vida de ambos. Martí funda el Partido Revolucionario Cubano e inicia una guerra de liberación en la que muere. Hostos asiste a la ocupación de su patria por un poder imbatible en el plano de armas lo que lo obliga, nuevamente, a inventar e intentar lo imposible: esa estrategia de las fuerzas de paz del derecho y de los principios como método de lucha contra el más poderoso poder militar de la tierra. Con ese invento imposible, intentó poner la estatua abatida por los acontecimientos sobre sus pies, e intentó insuflarle el aliento de vida a la dama de piedra. La visión de una comunidad libre y de unos principios que llevaba vivos y con los ojos abiertos en su sangre se convirtieron en la larga raíz, la raíz indesprendible, de unos pasos que nunca perdieron su senda.

Bibliografía

Germán Delgado Pasapera. Puerto Rico: las luchas emancipadoras.
Hostos, Eugenio María de. Obras completas. 20 tomos. (1939 y 1969).
______. España y América. 1954.
______. “Crónica extranjera”. Serie de artículos de 1874 publicados en La República de Chile. No incluidos en las Obras de 1939.
José Martí. Obras completas. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1975.
Pedro Pablo Rodríguez. De las dos Américas. La Habana: Centro de Estudios Martianos / Paradigmas y Utopías, 2002.
José Bernardo Vega. Memorias. San Juan: Ediciones Huracán.

 

Marcos Reyes Dávila
marcosreyesdavila@gmail.com

Tomado del blog "Las letras del fuego": http://www.lasletrasdelfuego.com/

Link: http://www.lasletrasdelfuego.com/p/hostos-la-atillania-armada.html

 

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