Religión, metafísica y
metapsíquica en Goethe
Monumento a Goethe en Leipzig |
Sí hay santidad en Goethe, busquémosla en su silencio y en su renunciamiento. "Renuncia, es fuerza que renuncies" (Fausto). "Todo proclama la necesidad de renunciar” (Poesía y realidad, XVIII). Aquí no hay milagrería ni quincallería a lo divino. Tampoco es rigurosamente exacto que Goethe nunca haya despegado los labios en punto a metafísica y religión. Desde luego, sabemos que cortejó el spinozismo y el monadismo; aun el kantismo. Conocemos su mística de la Naturaleza; y no es temeraria la paradoja que lo califica de metafísico sin metafísica. Los filósofos de Jena se le acercaban con respeto, como para someterse a la prueba de su lucidez. Por instantes, parece que Goethe va a dar una gran batalla filosófica. Pero ella se deshace en una marcha colonizadora, un avance en línea desplegada. Ya de niño, le sorprende que la filosofía sea objeto de estudio aparte, pues le parece que la contienen íntegra la posía y la religión (Poesía y realidad, VI). Con Goethe nos fallan las palabras. Goethe traspasa los límites conceptuales, y desata en las cosas, como la música de Pan, aquella circulación interior que todo lo regocija y confunde. "Con flauta y canto voy a deleitarte”, dice el 'Sátiro' de su drama trunco. Pero a nosotros, habituados a medir los espacios a trechos cortos, este vértigo de totalidad nos amedrenta, la visión pánica nos llena de pánico, y pedimos a los sistemas que aquieten un poco el vórtice eterno de la Creación. ¿Y por qué habíamos de esperar que Goethe nos proponga en tratados y ensayos lo que en mil formas nos dice su poesía? ¡Qué irrisión! Se le niega la facultad filosófica porque no le dio la goethiana gana de hablar como maestro de escuela. En Poesía y realidad —historia de su infancia y su prolongada adolescencia— asistimos al arranque de un ímpetu religioso que sólo parece desvanecerse a medio camino en razón de su mismo ensanche, como si rebasara nuestro limitado ángulo visual. Goethe, niño, se forja un Dios al que ofrece culto y rendimiento, encendiendo el fuego de su ara con un rayo de sol filtrado a través de una lente. Ese Dios —imagina— está inclinado profesionalmente sobre los anhelos humanos. Goethe, adulto, prefiere cumplir por sí sus empresas de hombre, y se detiene respetuosamente ante las fronteras de lo sobrehumano; aquello que, según los teólogos, sólo se conoce por la negativa, y para lo cual, en principio, el Creador no quiso otorgar un fácil franqueo. Pero la certidumbre divina no se seca ni apaga. Como tal la reconoce Goethe, y no se empeña en investigarla. Su contemplación admira y calla. Presiente una lejanía insondable; siente una íntima dependencia: "Allá—afirma 'Fausto’—, allá habitan las Madres, principio creador y conservador del que nace cuanto existe y alienta, y al cual retorna cuanto ha dejado de ser, concentrándose para una nueva existencia”. Y Goethe dice a Eckermann al oído: "No nos conviene meter mano en los secretos de Dios”. Como su severa religión le prohíbe toda veleidad de antropocentrismo, reflexiona así: "Yo veo venir el día en que Dios pierda su simpatía para la humanidad y decide destruirlo todo, concibiendo una creación renovada. Estoy seguro de que está ya prevista y marcada la hora en el porvenir para este rejuvenecimiento del mundo. Pero todavía ha de tardar (casi lo vemos sonreír); todavía pasarán algunas cosas agradables durante miles y miles de años en nuestra amada y vieja Tierra”[1]. Es hilozoísta al modo de los jonios, por cuanto entiende la Creación como un ser vivo. Cree en un Dios inmanente. "¿Qué sería un Dios limitado a empujar el mundo desde afuera?”, dice recordando a Giordano Bruno. Su spinozismo se hunde en la confianza de un gran Ser que todo lo sustenta en sí. De aquí, también, su conciencia del deber vital, que asume intensidad religiosa. Ni siquiera necesita adorar a Dios el que está en él: su adoración deber ser el acto, el cumplimiento de la misión terrestre: "el acto es la fiesta del hombre”. No hay aquí un mezquino cambio de servicios, sino una permanente lealtad al hecho de la vida. Más todavía, una calurosa acogida a los destinos: Amor fati. Nada más perfectamente religioso que esta seguridad en Dios. Todo se le da, toda nuestra aptitud de vivir, y nada se le pide en trueque. ¿Los destinos están por encima de nosotros ? Que hagan de nosotros lo que quieran. "Goethe—dice Nietzsche—ya nada niega, y entre todas las formas posibles, ésta es la más alta forma de la fe". Müller tiembla a veces ante la precisión de las palabras de Goethe: "Los eclesiásticos —le ha dicho éste— o son racionalistas sinceros, o se engañan y engañan[2]. Pero las más veces se impacienta, porque Goethe parece esconder el fondo de su pensamiento. Sus palabras, entonces, tienen sabor de oráculos y están temblando de sentidos. No ha querido cazar y matar con ellas las nociones; las deja en movimiento, en camino. Como todo lo que vive, son y no son, y van transformándose a nuestros ojos. Sin embargo, de cuando en cuando aquella tensión se relaja. Goethe da huelga a sus Musas y se deja hablar en el lenguaje de todos. Una noche, bajo la emoción de la muerte de Wieland, declara sin embozo su creencia en la indestructibilidad del alma, eterna mónada, y en las sucesivas incorporaciones de cada mónada en nuevas figuras de existencia. Que nada o muy poco podamos averiguar de Dios —dice a Falk— no es argumento contra la intuición de lo divino: el Hombre es un diálogo entre la Naturaleza y Dios, diálogo que bien puede ser más extenso y profundo en otros planetas. "No debemos turbar la simplicidad divina con inútiles especulaciones, sino abandonarnos en la pureza de la fe y la razón”[3]. Un día de primavera, en Dornburg, a la mesa y entre pocos amigos, abiertas al campo las ventanas, se pondrá locuaz y confesará con calor la misión suprasensible del Hombre, situado entre la materia y el espíritu[4]. Sólo le irrita, hasta tornarlo amargo y sarcástico, el empeño de reducir la supervivencia a imágenes ridículas y terrestres. "Es del todo imposible para el ser pensante representarse el no ser, o la interrupción del pensamiento o de la vida. Así, cada uno, quiéralo o no, lleva consigo la prueba de la inmortalidad. Pero, en cuanto pretendemos salimos de nosotros mismos, en cuanto queremos demostrar y fijar dogmáticamente la imagen de la supervivencia personal, en cuanto nos da por revestir este sentimiento profundo en formas vulgares, caemos en contradicciones". Y aquí, en términos que afligen a Müller, se burla de la señora Recke y sus esperanzas de volver a encontrarse con la hermana que se le ha muerto[5]. Hubo un día en que la Urania de Tiedge puso de moda el tema de la supervivencia del alma y lo trajo a las conversaciones de salón. Goethe llegó a hartarse. Le irritaba que las cosas profundas se convirtieran en frivolidades. La Musa epigramática hubiera querido dictarle algunos versos. Pero se contuvo. No habría sido la primera vez que una palabra inconsiderada, una salida de ingenio, lo malquistara con gentes de buena voluntad. "No es que yo quisiera privarme de la dicha de creer en una vida futura. Hasta hubiese podido suscribir aquel decir de Lorenzo de Médicis, según el cual quienes no esperan otra vida están ya muertos desde ahora. Pero tan graves cuestiones no han de ventilarse en charlas cotidianas que tan sólo crean confusiones estériles. La creencia en la otra vida ha de gozarse en silencio, sin que la imaginación pretenda representársela... A cuantas mujeres estúpidas me importunaban con sus interrogatorios, yo las sacaba de quicio contestándoles: —Sí, me encantaría, tras esta corta existencia, encontrarme con que me espera otra; pero a condición de no tropezar en el otro mundo con los que me lo predicaban aquí. Sería un tormento inaguantable. Todo el día me estarían diciendo: y qué ¿no teníamos razón? ¿No se lo habíamos dicho? ¿No resultó cierto? Y también en la eternidad seguirían hastiándome con sus importunidades. Que hablen de la inmortalidad los ociosos mundanos y las señoras bonitas. El hombre superior, consciente de que está en el mundo para hacer algo serio, que trabaje, que obre, que luche, que procure ser útil, y que deje para su ocasión la vida futura... Si el buen Tiedge hubiese tenido mejor fortuna, no hubiera perdido el tiempo en esas insensateces”[6]. La perennidad del alma le resulta obvia, porque no podría desaparecer lo que alcanza su valor máximo: "La naturaleza no derrocha así sus capitales”. La perspectiva del aniquilamiento absoluto, aunque la encuentra en Lucrecio, no le perturba: "Ya en aquel tiempo se cernía sobre los hombres un inmenso terror respecto a lo que nos espera allende la muerte, terror que recuerda el de los católicos enfermizos ante el fuego del Purgatorio. Lucrecio, por aversión a estas necedades, cae en el extremo contrario, y quiere aplacar brutalmente esta angustia con su doctrina del aniquilamiento. A través de todo su poema didáctico flota un espíritu sombrío. Parece hostigado de secreta rabia, como si pujara por elevarse sobre los lamentables pavores de sus contemporáneos. Siempre ha acontecido lo mismo. Véase la actitud de Spinoza y otros heréticos. Si los hombres en masse no fueran tan miserables, los filósofos no tendrían necesidad, por reacción, de ser tan "absurdos". Cuando Lucrecio se aferra a la tesis del aniquilamiento, muestra un ánimo parecido al de Federico el Grande que, en la batalla de Collin, gritaba a sus granaderos: "¡Ea, perros, adelante! Pues qué ¿pretendéis vivir eternamente?"[7]. No le falta razón a Müller: Goethe es esotérico. Lo es para mejor seducirnos, desde luego, así como también hay apóstoles que persuaden huyendo. Además, observa Curtius, el esoterismo es el medio más propio de guardar y asegurar la transmisión de un tesoro. Goethe sabe que la magnitud de su idea religiosa, como la de su idea moral, ni es accesible ni acaso conveniente a todos. Alcáncela el que pueda; que a los demás, en vez de aprovecharles, los aplastaría bajo su peso. Este evangelio diferencial, que se merece con esfuerzo—aunque no excluya los posibles relámpagos de la gracia— es más católico de lo que a primera vista parece. La Iglesia es un sistema de mediaciones; es, ante todo, una mediación. Sólo en muy contados casos admite —y a veces, a regañadientes o después de pensarlo siglos— las comunicaciones directas de la inteligencia divina. Y mediación significa ocultación, esoterismo, grados de acceso en los misterios: tradición o puente entre el mundo clásico y el medieval. Lichtemberger en Francia, Curtius en Alemania, han logrado —desentrañando a Goethe— asir por el ala cierta idea volátil de la mediación, cierto pluralismo angélico que Goethe interpone entre la divinidad y la criatura. Su idea de lo demoníaco, que tanto se parece al destino, entra como una ráfaga de gentilidad en pleno ambiente moderno. Lo demoníaco nos lleva y nos trae y, siéndonos extraño, ya se nos opone a todo trance o ya más bien nos corrobora. Goethe nunca se explicó claramente sobre esta concepción más mitológica que religiosa, y tan poética como mística, o se explicó en cada ocasión de distinto modo. Digamos, con las Elegías romanas, y respetando el sovoz del poeta que no siempre quiso ser diáfano: En aprender a medias hallo un placer doblado. II Cuando Goethe recomienda a Müller familiarizarse con lo inexplicable sabe muy bien lo que se dice. "Hasta lo que choca como antinatural forma parte de la naturaleza. Quien no sabe verla en todos sus aspectos no la ve en ninguno”. Además, muchas especies de la superstición esconden misterios naturales, hoy explotados por embaucadores, pero que algún día serán colonizados por la razón, y territorios transitables. Entre las patrañas que rondan los tanteos de la metapsíquica, y sin aceptar las ramplonerías que tanto incomodaban a Goethe, William James asegura que todavía queda un residuo digno de la atención del sabio. Es posible, yo no lo sé; pero la ciencia ha tenido una prehistoria absurda y monstruosa, y la antropología y la psicología profunda nos enseñan hoy a entender y a utilizar mil cosas que antes se tenían por meros dislates. En la familia de Goethe había cierta curiosidad para los llamados fenómenos psíquicos. El Burgomaestre Juan Wolfgang Textor, el abuelo materno, pretendía poseer el don de la videncia, lo que, según él, le había permitido prever su acceso a la primera magistratura en Francfort-del-Meno. La madre de Goethe, Frau Aja, se decía heredera de esta virtud. La Poesía y realidad, aunque sea por lujo retórico, se abre con una referencia al horóscopo que presidió el nacimiento de Goethe; y él pasó toda su niñez esperando que Júpiter y Venus cumplieran sus promesas, y jugando a las constelaciones en la tabla de contar de su padre. Un día que éste le mostró la luna llena, la criatura se le desmayó en los brazos, nada menos. Otra vez, el chico tuvo en sueños la premonición de cómo había de atrapar un jilguero al día siguiente[8]. En los días de Leipzig —siquiera por cortesía, según asegura— aceptó asistir a una sesión de cartomancia en compañía de Lucinda, la hija menor de su maestro de baile. En 1770, a su regreso, lo salvó de la enfermedad cierto médico medio alquimista; y Goethe volvió a la salud dispuesto —con ayuda de la señorita Klettenberg, que también flotaba entre la religión y el psiquismo—a penetrar los misterios de la semiciencia, y practicó a Paracelso y a Jacobo Boehme. Cuando, en Alsacia, se despide de Federica, le sucede un caso singular: "A poco de trotar por el sendero de Drusenheim, se apoderó de mí una extraña visión. Me veía venir a mí mismo a caballo, no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos del espíritu, recorriendo en sentido inverso igual camino, con un traje que yo no había usado hasta entonces: un traje de gris salmón con ribetes de oro. De pronto, se disipó el ensueño y la imagen desapareció. Pero lo más sorprendente es que, a los ocho años, en efecto, regresaba yo por aquella ruta para ver una vez más a Federica, vistiendo exactamente aquel traje que había soñado, traje que no me puse de propósito, sino por verdadera casualidad. Sea cual fuere el valor de estas adivinaciones, ello es que la rara visión me prestó algún sosiego entre las amarguras de la reciente despedida" (Poesía y realidad, XI). Regresa nuevamente a Francfort. Sobrevienen los titubeos sentimentales de Wetzlar. Dice adiós a sus amigos Kestner y Lotta, cómplices involuntarios en la elaboración del futuro Werther. Los tres convienen en que, quien primero desaparezca, procurará dar a los supervivientes alguna noticia del otro mundo. No aconteció de otro modo entre William James y Richard Hodgson. Pero es de creer que el viejo Goethe se reía ya de estas quimeras, como lo hemos visto desairar las candorosas esperanzas de la pobre Isabel de Recke. Todavía entre Wetzlar y Francfort, camino de Coblenza, al pasar por el Lahn, arroja su cuchillo al agua para interrogar el porvenir, preguntándose si habrá de seguir o no la profesión de las artes, según que el cuchillo se deje o no se deje ver en la transparencia de la corriente. ¿No acostumbraba también Rousseau tirar piedras a los árboles, para averiguar si se salvaría o sería condenado? Pero la experiencia resultó indecisa, y Goethe, una vez más, "probó la ambigüedad engañosa de los oráculos”. Más tarde, en Weimar, tiene, de algún modo vago e informulable, la sensación de un cataclismo, como si lo percibiera en el cielo y lo registrara en su propio cuerpo. Y luego se vino a saber que ese día y a esa hora había acontecido efectivamente un terremoto en Mesina[9]. "Caminamos entre misterios —dice a Eckermann—. Nos rodea una atmósfera desconocida cuya relación con nuestro ser ignoramos en absoluto. Pero es indudable que, en determinadas circunstancias, los hilos sensorios de nuestra alma se alargan más allá de sus límites corporales, y presienten y hasta ven lo que hay en el porvenir". Eckermann le habla entonces de esos atisbos que todos hemos tenido alguna vez: una persona a quien no había visto en mucho tiempo y que le fué anunciada de cierta manera interior antes de volverse a encontrar con ella... ¿Casualidad, mensaje inefable? "Un alma puede influir directamente en otra alma”, continúa reflexionando Goethe. "Me ha ocurrido a menudo que algún amigo se ponga a hablar, sin aviso previo, de lo mismo en que yo estaba pensando. Y he conocido a un hombre que, sin pronunciar una palabra, sólo con la fuerza mental, hacía callar de repente a una sociedad locuaz y bullanguera, infundiendo en todo cierto sentimiento que a todos los entristecía... Si una muchacha se encontrase en una habitación oscura, sin saberlo, con un hombre que deseara asesinarla, es muy probable que sintiera confusamente la vecindad del enemigo, y presa de inexplicable terror, escapara pidiendo amparo... Entre los amantes, esta fuerza magnética adquiere mayor intensidad y aun obra a distancia”. Y aquí relata que, durante su primera época de Weimar, andaba tras una mujer a quien era imprudente visitar de modo ostensible. Se ausentó por algún tiempo de la ciudad. Volvió sin prevenir a nadie. Llegó hasta la puerta de la dama, oyó rumor de conversaciones, no se atrevió a entrar, y al fin se alejó por la calle. Al cabo de un rato, la dama le salió al paso en una esquina: también ella, movida de un extraño impulso, había despedido intempestivamente a sus visitas y se había echado en busca suya[10]. Aunque el 10 de febrero de 1830, conversando con Müller a propósito del libro de Justino Kerner sobre la vidente Federica Hauffe, asegura terminantemente que desde su juventud se ha alejado con disgusto de estas quimeras, y que jamás quiso consultar a una sonámbula, no es enteramente sincero. Y sólo lo es cuando añade: "No dudo de que la naturaleza humana posea virtudes misteriosas, pero se las provoca de una manera tan falsa como impía”. Lo cierto es que Goethe ha sentido muchas veces la fascinación de estos enigmas y nebulosidades. El Fausto es una expresivo testimonio de su espíritu aventurero. Entra con erudición en la demonología y en la cabala, y en el Sabat y la Walpurgis todos los rasgos acusan una documentación cuidadosa y, por consecuencia, una viva curiosidad por los "fenómenos del contrabando”, los que aún no pagan su derecho a la ciencia. La dama inspirada del Wilhelm Meister, desde la silla donde la tenía clavada su salud insegura, y entre una y otra jaqueca, vivía una existencia sonambúlica, recibiendo influjos de los astros y repartiendo consejos a sus amigos. La estelar Macaría se encuentra en relación con el mundo planetario, se siente arrastrada por sus órbitas, gravita desde su infancia en torno al sol, en forma espiral y con doble impulso, porque "los seres, en tanto son corporales, tienden hacia el centro, y en tanto son espirituales, hacia la periferia”. Paracelso—cuya huella en Goethe es conocida— descubre en cada existencia un universo y un sistema solar. Hacia el final del Meister ("Años de viaje”, III, XXV), Montano habla de una persona que lo acompaña en sus exploraciones, y que tenía comunicación directa con el reino mineral y con cuanto se llamaba entonces "elemento". De algún modo inexplicable, adivinaba las aguas subterráneas, los yacimientos de carbón, las vetas de metal, y sus sensaciones se modificaban con la estructura del suelo. Sabía decir, a primera vista, el peso relativo de un cuerpo con respecto a otro. Montano se niega a revelar el sexo de tal persona. Acaso era un andrógino, ser complementado en sus dos potencias, antes de que el cuchillo platónico (o aristofánico) lo divida en sus dos porciones: de donde proviene su aptitud. Un día, el eclipse de Aldebarán pone al viejo Goethe de buen humor, a la vez solemne y sereno, como si lo tomara por un éxito propio, como un mensaje dirigido a él personalmente, como un feliz augurio[11]. Goethe, ser pegado a la tierra—Anteo, dice Mann— confiesa su naturaleza de barómetro y declara poseer una viva conciencia de sus relaciones telúricas. Era, como dice el vulgo, algo estrellero. Pero guardémonos de creer que, por aceptar estas vislumbres de orden precientifico, incurre en groseras aberraciones. Harto se burló de los charlatanes a lo Cagliostro (El Gran Copio). Y a su propio amigo Lavater, con quien se entretenía en colaborar de joven sobre curiosidades fisonómicas, tuvo que ponerlo en su sitio, y lo alejó de sí para siempre cuando lo vio hundirse en la mística al revés y en la extravagancia. Notas: [1] Eck., 15-X-1825 y 23-X-1828.
[2] Müller, 8-VI-1821.
[3] Falk, 23-I-1813.
[4] Müller, 29-IV-1818.
[5] Müller, 19-X-1823.
[6] Eck., 25-II-1824.
[7] Müller, 20-II-1821.
[8] Eck., 3ª pte., 7-X-1827.
[9] Eck., 13-X1-1823.
[10] Eck., 7-X-1827.
[11] Müller, 16-XII-1812. |
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ensayo de Alfonso Reyes
Publicado, originalmente, en: Cuadernos Americanos Vol. XLVIII Nº 6 Noviembre-Diciembre 1949
Cuadernos Americanos es editado por la
Universidad Nacional Autónoma de México /
Centro de
Investigaciones sobre América Latina y el Caribe
Link del texto:
http://www.cialc.unam.mx/ca/CuadernosAmericanos.1949.6/CuadernosAmericanos.1949.6.pdf
Ver, del mismo autor: Rumbo a Goethe
Editado por el editor de Letras Uruguay
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