Familia Rolando Revagliatti |
El
hermano, vistiendo sólo un pantalón vaquero, dispara balas de fogueo a
la hermana, quien, cubierta con sólo una camisa vaquera, dispara al
hermano balas de fogueo. Ambos con escopetitas, hermosos, tostados.
Eternamente veinte años. Se esconden detrás de árboles y matas. Apenas
agitados, cesan de disparar. No hay viento. El
efluvio solar envuelve al hermano y lo constriñe: —A
mí se me mezcla, ¿no?... Se me mezcla. ¿No? Es como que no es de una
sola manera. Se me mezclan... así... digamos... emociones...
impresiones... y una especie de objetividad que se me aparece desde mi
edad actual, desde las cosas que fui descubriendo. Era... muy caliente.
Muy caliente. Quiero decir, muy de tener las manos calientes... siempre.
Muy como implacable. Cariñoso. De estar siempre detrás de... del... del
demostrar su cariño. Por ahí pienso que en realidad estaba tan... tan...
tan desoladoramente necesitado de que... le dieran y estuvieran mucho con
él demostrándole... que...; tal vez, todo lo que él hacía era para que
le devolvieran... para... como si dijéramos para... provocar una suerte
de inducción... a ver si yo me volcaba hacia él, a ver si era más
expresivo con él, más comunicativo, más... más de ir a buscarlo, más
de jugar con él, más de demostrarle que lo quería, o que era bueno que
estuviera o que existiera, que fuera mi papá... Eh... Pienso ahora que...
es más esto último, ¿no? Esto de... de... necesitar recibir... Y esto
es cada vez más claro si advierto qué cosas empezó a decretar alguna
vez, no sé cuándo. Empezó a decretar cosas tales como... besos... El
debía ser besado por mí, al despertar... al saludarlo, al... decirle
buen día. Y a la noche tenía que besarlo y decirle hasta mañana, que
descanses, y era así... era por decreto. Yo... tal vez nunca lo he
pensado antes que ahora mismo, y tal vez hay algún contenido secreto en
esto que acabo de pensar, pero quizá, después, o antes, o igual que su
madre, que a su madre, quizá, a quien más quiso o quiere, en toda su
vida, es a mí. Lejanos,
con lentitud, paseando, avanzan los padres. La madre, tomada del brazo del
padre. Trae una cartera. Son llamados al unísono por los hijos, que se
acercan. La
hermana: —¡Mami!... El
hermano: —¡Papá!... Al
ser requeridos y tras un instante de vacilación, intentan acudir hacia el
hijo por el que han sido llamados. Se topan de frente, chocan entre sí,
seca y absurdamente. Caen. Muertos. Los hijos se aproximan a los cuerpos.
Ella toca al padre con el caño de la escopeta. El se agacha. Mira en
detalle a los padres, sin tocarlos. Deja su escopeta en el suelo. También
la hermana deja la suya en el suelo, y agachada, mira en detalle a los
padres, sin tocarlos. Se arrodilla y mira al hermano, quien levanta un pie
de la madre. Lo apoya con suavidad en el suelo. Levanta un pie del padre.
Lo apoya con suavidad en el suelo. Ella coloca los cuerpos boca arriba. El
levanta la cabeza del padre. La apoya con suavidad en el suelo. Ella
empuja con la punta de sus dedos la cabeza de la madre hacia uno de sus
lados. Toca la nariz, los párpados, las orejas de la madre. El pone sus
manos sobre las rodillas de la madre. Ella toma una mano del padre y la
coloca sobre el abdomen de éste. Se acerca. Lo huele. El hermano mira a
la hermana. Toma una mano del padre. La levanta y la deja caer. Levanta un
pie de la madre y lo deja caer. Huele al padre. Huele a la madre. La
hermana pone su cara sobre el hombro de la madre. El hermano hunde sus
dedos en el busto de la madre. La hermana coloca el dorso de su mano
debajo de las fosas nasales del padre. Palpa el antebrazo del padre. Besa
la frente del padre. El hermano abre la cartera de la madre. Extrae una
tijerita. Corta la corbata del padre, dejándole el nudo en el cuello.
Mira la parte cortada, la alza, la tira. La hermana abre la blusa de la
madre. Toma de la mano del hermano la tijerita. Corta un redondel de género
de la enagua de la madre, que deja descubierto el ombligo de ésta. El
pone su boca en el ombligo. Sopla. Se aparta. Mira a la hermana que, a su
vez, lo mira. Vuelve a poner su boca en el ombligo de la madre. Sopla. Se
aparta. La hermana se incorpora. Se para sobre los muslos del padre.
Luego, lo descalza. Le saca una media. Le pone la media entre los dedos
del pie. El hermano extrae de la cartera un osito a cuerda. Le da cuerda.
Lo acerca a un oído de la madre. Le descarga la cuerda. Vuelve a darle
cuerda. Lo coloca sobre el pecho del padre. La hermana le saca a la madre
el pañuelo de seda del cuello. Le envuelve la cabeza. Los hermanos
desabotonan las prendas de los padres. Las rompen con las manos y con la
tijerita. Huelen los cadáveres. Se miran. —Pero...
pero... —dice la hermana— ¡pero no... suenan!... Atardece rápidamente. |
Rolando Revagliatti
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