Espectador |
Los
ojos saltones del hombre que en la actualidad es de Monte Castro como
antes lo fuera de General Rodríguez, antes de Villa Riachuelo, antes de
Lincoln –hombre que conserva gratos recuerdos de sus primeros años, en
una chacra, dándole de comer a las aves de corral o potreando a sus
anchas con los amigos-, esos ojos saltones se posan desde una cuarta fila
sobre la superficie impecable de una morochita de aire abúlico, que al
son de un corrido mexicano cabalga desnuda sobre el palo de una escoba,
remedando a una precaria y sumamente contemplable especie de bruja. Los
ojos ávidos del hombre de chomba amarilla, pantalón beige y mocasines
–hombre que ayer permaneciera enfundado en un traje a medida, debiendo
comparecer en un juzgado como testigo de un hecho de sangre, y que hoy
formalizara compras en firmas mayoristas, para así abastecer sus tres
locales de librería escolar y comercial-, esos ojos ávidos se posan ya
desde la tercera fila sobre las nalgas sobrecogedoras de una falsa
mucamita que mientras baila cha-cha-chá sólo cubierta con un delantal,
plumerea falsamente el sofá arratonado a foro. Los
ojos súbitamente opacos del hombre que hace un buen rato abonara en la
boletería del burlesque 15 australes con tres billetes nuevos, después de tomarse
un capuchino con edulcorante artificial en el barcito contiguo al cual
chicas muy maquilladas entraban y salían por una pequeña puerta lateral,
y que en el barcito, alternándose, bebían té o café y comían un
tostado o una media luna con jamón y queso, esos ojos súbitamente opacos
se posan, desde la segunda fila, en las tetas siliconadas de una artista
del destape total que se complace en bambolearlas marcialmente –oyéndose
un toque de clarín- sin dejar de sonreír mientras, mecanizada, provoca a
su platea de machos. Los
ojos avezados del hombre que a principios del próximo mes lucirá su
ligera pancita en playas patagónicas a las que arribará en su automóvil
de marca japonesa y que hoy cargó nafta, cambió filtro y aceite y agregó
un mejorador de combustión, y que pagó con Carta Franca en una YPF, esos
ojos avezados se posan, ya a un metro escaso del proscenio, sobre la vulva
magnética de la arrodillada pelirroja que se fricciona en esperpéntico
frenesí –a poco más de un
metro del hombre- con una
convincente hortaliza, mientras el gran maestro Toscanini acompaña desde
el disco con su inconfundible pericia musical. El hombre saltón, ávido, súbitamente opaco y avezado, posándose todo él en el escenario, a puro tango canyengue, horas después, durmiendo, interpreta a un inevitablemente fálico y regocijado puente corporal que vibra, ante un público fantasmático, con sus dos pies dentro de los genitales de su madre, y la cabeza embutida en los de su hermana menor, seres amadísimos, hasta que una polución monumental de estofa atávica, lo despabila horrorizado en su cama de bronce. |
Rolando Revagliatti
http://www.youtube.com/rolandorevagliatti
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