De incógnito Rolando Revagliatti |
Es
de tarde. El arrendatario del teatro no está a la vista. En el hall:
nadie. Nadie en los baños. Nadie en la platea ni en los corredores. La
salita es agradable, me siento en la última fila: alguien ensaya. —¿Y?...
¿Qué hacemos?... Fuera de foco, ponéme en foco. Corrección a derecha,
mucho fantasma —indica la
pelirroja, único ser humano en el escenario. —La
música... Queda
como oyendo. Reparo en los grandes armazones rodeando el banquito en el
centro, con la mujer allí sentada. —Necesito
corregirte más, llegar a mi Julita. Concienzuda como yo, vos. Recta y
vibrátil, vos. Una muchacha todalabios. Súbitamente
me caliento. —El
piensa que soy una maravillosa muchacha todalabios. Y una muchacha. Una
sinuosa y dulce e inaceptante. Doce
armazones. Los que dan a proscenio y uno de los de foro, vacíos. —El,
soy yo confundida. Pero... ¿Qué él?... ¿Quién él?... Hablando sola
cuando sé que me oyen, oyendo cuando no creen que los oigo; lastimada,
sin ganas de comer. Comiendo sin saber que lo hago. Arrancándole pollo al
pollo, pitando sin fumar. Y esto es hablar claro, Julita. Julita. Digo
Julita aunque y porque nadie me lo dirá. El me lo diría. Si yo creyera
que él es él, me lo diría. En
uno de los armazones hay un banquito muy alegre. —Necesitás
oír lo que necesitás creer. ¡Sos una mujer, sos impune!... Oí esto, oí...
esto, ¡oí!... ¡O... iiiiii... eeeessssssto, eeesssssssto! ¡Qué
divino!... ¡Y
pone una cara de orgasmazo la pelirroja! —Soy
una “moglie” ahora, Julita —mirando
fijamente al banquito muy alegre—. Con lo cual debo querer decirte
algo. No sé, ni sé qué. Yo
tampoco, la verdad. Y eso que soy un tipo permeable. —Que
soy menos que un misterio, una concha. ¡¿Qué importa?!: mamá no está.
Mamá no está, o está lejos, o es lejos de mamá que somos menos un
misterio. Y
se mata de risa la joven actriz. Me guardé hasta ahora de comentarles que
en un armazón hay un mural con la susodicha sentada, perfectamente
desnuda. Brazos muy gruesos: lástima. —¡Pero
qué!... ¡Nadie me violó a mí, nunca me violó! —aduce
“increpando” al armazón en el que se halla inserta una placa de metal
opaco y estriado; yo diría: manchado; salpicado y oxidado. —Sí,
me gusta tanto como a él tu sonrisa, todos tus dientes, mirarte la piel
de las mejillas y el mentón; dejarme comer una oreja tenue por esa boca
que me quiere. Necesitaría que me quede tranquilo adentro que me quiere.
Que el amor de él es para mí. Que él quiere poder sacarse su amor y dármelo.
El nunca te dirá Julita. El se explayará sobre “la malversación de
María Julia”, sobre “Julita malversada” —le
habla al banquito muy alegre—. El te dirá “todo es inútil”. El
te dirá: “¿Yo soy inútil, entonces?” Oí... —dice;
y canturrea lo que encomillo:— “Cuando eras, llena eras de mí”. En
varios armazones hay espejos; uno, “deformante”. —Escribíle
una carta que él no rompa antes de leerla. Cuento:
me la imagino con adorables arruguillas al borde de las comisuras. —El
se viste y se va. Y él todavía te da un beso. Se escapa así. Así. Vos
aprovechás que él se olvida de vos, que él se duerme, y te vas. Se
toma un tiempo escrutando cada uno de los espejos. Me pregunto: ¿no se
pondrá de pie, no se trasladará? Opino: soy imparcial: es atractiva. —El
no ha de desanudarse esta soga aromática, este lazo de caucho, Julita;
que él no te dice Julita, Julita, porque vos no das lugar más que para
vos diciéndote Julita; a él también le parece delicioso lo que oís y
que lo acaricies por detrás y le busques las piernas y le des a oler tu
corazón crudo, tu narciso. Bueno,
no está nada mal la metáfora. Me estoy acostumbrando a la calentura.
Reacomodo la verga, pobre: aherrojada. —¿El
de tarde o él de noche?... ¡A mí él de tarde y relámpagos, cuando me
evaporiza, cuando me vampirea, cuando me transmigra, cuando no es posible
regresar y le digo que no un segundo después, que no, que no, que no, que
ya la última vez había sido, y que no, le digo y lo siento más, y él
no cumple, no cumple, no cumple y me posee hasta todas las edades!... Se
va a sentar en el banquito muy alegre. —Y
me posee, María Julia. No
dije cómo está vestida: short negro, descalza, una blusa fucsia pudiera
ser, con la luz...; cuatro spots, uno con gelatina. —Las
pecas y el ombligo me posee. Me mastica. Percute y repercute: es una
orquesta, una banda de dixieland. Julita de tarde no te conoce. Infiero
que quien replica ahora es el mismo personaje, adolescente. ¿Correcto?...
¡¿Estoy entendiendo algo, Dios mío?! Y aquí se pone ésta también con
el “oí, oí, qué síncopa” y todo eso. —Mamá
me lleva al sol. No le importa. Le digo: “No quiero ir, mirá la
espalda”. “María Julia tiene una linda espalda, con huesos lindos y
la piel suave.” “Sí, pero éstas no se van.” “Te quedan bien.”
“Vos lo decís, pero los muchachos se fijan.” “Y les gusta. ¿Qué
hay?” “Hay; porque no les gusta y yo no las quiero tener.” “Se te
metió en la cabeza.” “Entonces, dejáme.” “Te dejo, ya sos
grande.” “¿Para qué?” No contesta. Mamá se va. Me lleva al sol.
Tomo aire de mar. Mi mejor amiga, nada. Yo, leo; y estoy más preocupada
por mamá que por los muchachos. Largo
el pelo de la mina. Naricita. Operada. Demasiado. Ansío ficharla desde la
primera fila. —¿Y
usted? —pasándose al banquito del
centro; mirándose en uno de los espejos—. Nunca me tome de la
cintura. No cruce conmigo así. No me siga. Camino ligero. “¿Me
permite, preciosa, que intente ser su tobogán hacia usted?” Hasta ahí,
bien. “¿O su sube y baja?” Chiste. Gracia inconfesable. Estoy
apurada, no me comprometa. Quédese en el coche y a pie. Estoy apurada.
Voy a... Cejijunta,
mira la placa de metal oxidado, etcétera. —¿Y
usted? ¡No se encare conmigo, puedo descontrolarme y huir hacia usted! ¡Que
estoy soportando estar tiznada, y esta corona de cabello y azafrán, y el
dale que dale, y el cansancio y el trajín y el sudor! Baje los ojos.
Mientras tanto, yo... Sigue
el delirio: ahora “enfrenta” al espejo “deformante”. Pero es como
si hubiera olvidado el parlamento. Mira a un espejo, mira a otro. Al
mural: —¿Toda
se me ve desde esos ojos? Echo
un vistazo a la sala: nadie. Pene menguante. Mientras me distraigo… —No
lo van a conseguir, no lo consiguen, una mano me queda por allí, que
intervenga toda; tres o cuatro ligamentos debajo de la cama, que toda
participe; no, no, mis globos verán a otro, a otro más, otro paisaje,
montada en bicicleta y no en vos, no me dejás pensar, ¡hijo de puta!...
¡Si te dije que no, te uso, hacéme lo que quieras! No, así no, al final
te uso, dejáme monocorde, guacho, que yo no quiero ser un manso río, me
duermo como una persiana, quién te pidió, que no me voy a quedar en
manso río; eso es lo que vos quisieras para gloria de tus espolones. ¡Yo
me quiero morir, santificado sea mi nombre, María Julia!... Estoy
otra vez atento. Sí, es alta; calculo: en chinelas, como yo. Se va al
otro banquito. —Quiero... Se
va al otro banquito. —¿A
quién? Se
va al otro banquito. —Yo
paseaba en bicicleta con mi mejor amiga. Por las piernas, porque estiliza,
endurece; andábamos mucho, estiliza, ella estudiaba, ella estudia todavía,
mi amiga íntima, me suena raro... Así
yo, vanamente erecto, mientras ella se sienta en el otro banquito. —Pero
sólo te cuento que andaba en bicicleta. Que hice una vida sana, aunque el
sol, que tuve contacto, aunque no fuera Julita para nadie. Estallando: —¡¿Y
si a veces no me las arreglo?!... Sonríe.
Luego: —¡¿De
qué te reís?! Pene reinicia su fase menguante: ¡este pene! Y aquí viene un jueguito donde la actriz (versión castellana de Meryl Streep y Faye Dunaway) cambia de banquito unas doscientas veces mientras se ríe a rajacincha con lágrimas y toses. Deseo aplaudir. O algo con ella. Me contengo. ¿Qué hago: me escabullo y aparezco después, como si nada? ¿Acabó? Es decir: ¿habrá concluido?... No me contengo. |
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