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¡A escena, actores! |
Helia
Pérez Murillo, mi compañerita en las clases de
interpretación
,
así como en las de
expresión
corporal
, enseñaba literatura inglesa en un colegio religioso.
Religiosa ella, rara avis, buen humor y mal aliento, no respondía a los cánones
usuales de quien se prepara para ejercer de actor. Se anexaba a los grupúsculos
más laburadores sin desestimar a los que apuntaban hacia un destino de
reviente. No todos la querían (nunca ocurre) y menos aún, la comprendían.
Detalles simpáticos la adornaban: en substancioso revoltijo portabas
tijerita, carreteles de hilo blanco e hilo negro, dedal, aguja, alfileres
de gancho. Costurera ambulante, un botón me cosiste apenas nos conocimos.
Por años trazamos un mismo derrotero estudiantil. Realizamos, a propuesta
mía, los seminarios de
maquillaje
y de
foniatría
.
Hicimos “de pueblo” (categoría “figurante”), bajo contrato, en la
tragedia campestre “Donde la muerte clava sus banderas” de Omar del
Carlo, en el Cervantes. Vos, como “mujer ribereña”; yo, detrás de
una decena de ursos también disfrazados de montoneros, en un cuadro
secundábamos a Venancio Soria (Alfredo Duarte) peleando a facón con su
padre, el general Dalmiro Soria (Fernando Labat), en el segundo acto. Se
te veía en el escenario. A mí, en cambio, como dije, cubriendo las
espaldas del pelotón, con barba y gorro, el más bajo, sólo se me
hubiera distinguido con la perspicacia de la que mi padre y su primo Boche
carecieron cuando recibíamos los aplausos. De ese saludo en la función
del estreno, conservo una foto: allí estamos: vos, sobre la derecha,
empollerada y con pañuelo en la cabeza; yo, en el otro lateral,
inclinado, con poncho y lanza, respetuosamente.
Nunca
olvidaré aquella friega entusiasta que me propinaras con linimento Sloan,
antes de irnos a comer Traviatas al barcito de la galería de la Sala
Planeta. Ese calambre fue de lo más genuino, y por mí la pantorrilla
hubiera podido quedarse agarrotada. Me dulcificaste. De qué buen grado te
habría ofrecido todo mi territorio recontracontracturado. Te deseé con
continuidad. Me enfebrecitabas al cerrarte el sacón de vizcacha o cuando
te instilabas el colirio. Virginidad agazapada, Helia, vos, transida y
amagante con tus treinta y cuatro años en ristra, mientras yo, con ocho
menos, te alcanzaba mis versos esotéricos, mis silvas a la metalurgia y a
la agricultura, mi única lectora, siempre una palabra amable, como una
novia. También siempre tuviste hermanos mayores, todos machitos, y
siempre confundía yo la voz de tu mamá con la tuya, por teléfono. Tu
padre,
siempre
, además, fue un
anciano delicado de salud. Vivías en una mansión de ésas que emputecen
a un pequeño burgués que como yo la otearía desde afuera y de noche, a
bordo de su Ami a dos tonos de colorado, bien de chapa, con vos sin
terminar de despedirse ni de nada, en una callejuela de Adrogué, mucho árbol
y parejo empedrado, mucho, muchísimo parque alrededor de la casona. Yo te
dejaba, Helia, precisamente en el portón que se abría a toda esa manzana
lóbrega y rodeada por ligustro.
Estuve
casado durante los dos primeros años de tratarnos. La conociste a Viviana.
Te amedrentaba su independientismo enérgico, y su desconcertante
labilidad. Por entonces, con Antonieta y Alejandro concurríamos a los café-concert,
previa presentación de nuestros modestos carnés de la Asociación de
Estudiantes de Teatro. Sucesos que acontecían cuando te mandaste con
Samuel Gomara esa atrevida improvisación en clase, incorporando los diálogos
de Ionesco en “Delirio a dúo”. No te notamos más que ligeramente
turbada cuando tu ducho
partenaire
te lamía a través de la malla amarronada y te besuqueaba en la nuca y se
entretenía en tus nalgas y hasta en el perineo con los avispados dedos de
su pie derecho, el mocoso. Nos quedamos boquiabiertos, y encima el texto
no molestaba, abstrusas líneas que habían logrado justificar, ustedes,
el adolescente aventurado y la ex-catequista. El recuerdo de tus
desmandadas acrobacias me impulsó a la paja, admito, las nítidas imágenes
de aquel recíproco adobe juguetón. Durante un tiempillo disfrutaste de
popularidad, pero tus remilgos, opiniones y falta de swing te remitieron a
tu primitiva ubicación.
María
Palacini me informó de tu presencia en una velada de gala en el Teatro
Colón con un joven británico, alto y rubio, con el que platicabas en su
idioma. Al salir, con levedad, él te había tomado del brazo, según la
chismosa que los siguiera hasta una parada de taxis.
Nos
extasiabas recitando en inglés los sonetos de Shakespeare. Y no te hacías
rogar. Ya más nacionales (Dragún, Gambaro, Monti), nos divertíamos
memorizando escenas, tirándonos almohadones, para automatizar la
incorporación de la letra.
No
me gustaba ni medio que te trataras con un psiquiatra, que fueras a
recibir consejos y medicación de ese vetusto chanta catolicón, amigo de
tu padre. Te costaba dormirte, tenías sacudidas en la cama, súbita
sudoración, lipotimia y taquicardia de origen emocional. Circulabas también
con la farmacia a cuestas, y el kiosco:
pastillas
de menta y mandarina, Genioles
por
las dudas
, Efortil, antiespasmódico, Curitas, terrones de azúcar,
saquitos de té. ¿Qué no he visto salir de tus carterones? ¡Ah, y el
asma! El asma que habías superado tratándote con ese doctor, lo que hacía
que sintieras por él una gratitud incondicional. Eras, en cierto modo, su
cautiva. ¿Nunca de una pasión descontrolada?... En tus jornadas de
retiro espiritual te imaginaba incandescente, aunque fuera por el divino
Jesús, y después retornando a mí, aún sin el alivio procurado.
Retornando, digo, vos, la no siempre macilenta. Cada tanto algo ocurría y
tu cabellera lucía limpia y alborotada, vestías una ropa fantástica,
calzabas zapatos acordes y todo así.
Remanida
en
expresión corporal
, tus
progresos fueron magros al principio. Allí se expuso ejemplarmente tu
confusión. El profesor soslayó la calentura larvada que resumabas. No
por tus pies planos y jirones de pintoresquismo, menos eras un volcán.
Gocé cuando me embadurnabas y desembadurnabas mientras realizabas las prácticas
cosmetológicas y de caracterización: Ratón Mickey, villano, mariquita;
cíclope, linyera, marciano, bucanero. Jamás desprovista de ahínco
deslizabas tus algodones por mi cara.
Cuando
en pleno auge grotowskiano, Guido y Jorge se desnudaron recreando las
circunstancias de un cuento originariamente infantil, vos eras observada
al menos por mí: impávida, simulando, negándote al impacto visual.
Retaceaste, luego, el imprescindible comentario.
Vivía
solo cuando me insinué y me disuadiste: nada cambiaría entre nosotros.
Yo, en broma atropellaba: “Soy el hombre de tus...” Y apelabas a mi
compostura. Me descubriste besando a un minón por el obelisco; y ciñendo
de la cintura a una espigada pendejita del Bellas Artes, en la esquina de
Quintana y Libertad. Y de esos encontrones, ni una palabra.
Astuto,
te sugerí preparar para el fin del cuarto año lectivo una pieza corta de
Tennessee Williams: “Háblame como la lluvia y déjame escuchar...”
Aceptaste de inmediato, conmovida.
“La
mujer alarga el brazo, un brazo delgado que sale de la deshilachada manga
de su kimono de seda rosa y coge el vaso de agua, cuyo peso parece
inclinarla un poco hacia adelante. Desde la cama el Hombre la observa con
ternura mientras ella bebe agua.”
Ensayaríamos en mi departamento
una vez por semana. Con el texto nos meteríamos cuando la etapa de
improvisaciones estuviera avanzada. En los dos primeros sábados estuvimos
trabados. En el tercero ubiqué mi cabeza en tu regazo y me amparaste.
“En
la ciudad le hacen a uno cosas terribles cuando está inconsciente. Me
duele todo el cuerpo, como si me hubieran tirado a puntapiés por una
escalera. No como si me hubiera caído, sino como si me hubieran dado
puntapiés.”
En el siguiente sábado me acariciaste, no sin algún
grado de entrega, breve, claro está. En el quinto, te retrajiste:
previsible.
“Me metieron en un
cubo de basura que había en un callejón, y salí de allí con cortes y
quemaduras en todo el cuerpo. La gente depravada abusa de uno cuando se
está inconsciente. Cuando desperté estaba desnudo en una bañera llena
de cubitos de hielo medio derretidos.”
En
el sexto sábado, como había mucho ruido en el palier, nos mudamos al
dormitorio. Incluimos el borde de la cama (matrimonial). En el séptimo, y
habiendo adoptado ya ese ambiente, apagué la luz y susurré, mi voz
entrecortada, la tuya opaca, neutra.
“Recorreré
mi cuerpo con las manos y percibiré lo asombrosamente delgada e ingrávida
que me he quedado. ¡Oh, Dios mío, qué delgada estaré! Casi
transparente. Apenas real, ya.”
En
el otro fin de semana nos reunimos, además, el domingo. Vos arderías
subrepticiamente, y yo, agitado sufría y cerraba la puerta, te invitaba a
trastornarte con el auténtico temporal que zarandeaba la persiana,
apagaba la luz y en completa oscuridad intercalaba frases de Williams,
mientras con impericia me libraba del gastado pantalón de corderoy (de
bastones anchos) y de la polera. Algo se me anunciaba desde la médula, al
tantearte; sofrenado me encimé y desgarré de indeseado semen, todo mi
ser ridículo y perentorio, me ofrendé al slip de nailon. Destemplado
justifiqué el recule, atiné a desdecirme y vos te adaptabas, Helia
querida, módica, en lo tuyo. Me fui vistiendo con ocultado desdoro,
encendí la luz, alegué desconcentración y desánimo, tomamos mate con
bizcochitos de anís en la cocina.
Durante
los días subsiguientes recobré ímpetus. Un tropezón no es caída. Mis
antecedentes de eyaculación precoz habían sido aislados y en
circunstancias atípicas o calamitosas. El ensayo de la obra, no obstante
lo viciado del procedimiento, nos conformaba. Y fuimos consubstanciándonos
con el texto.
“Tendré una habitación grande, con postigos en las ventanas. Habrá
una temporada de lluvia, lluvia, lluvia. Y me sentiré tan agotada después
de mi vida en la ciudad, que no me importará estar sin hacer nada,
simplemente oyendo caer la lluvia. Estaré tan tranquila. Las arrugas
desaparecerán de mi cara. No se me inflamarán nunca los ojos. No tendré
amigos. No tendré ni siquiera conocidos”
: tu largo monólogo final,
el poético y enrarecido clima de la pieza. El punto era cómo enajenarte,
cómo enajenarte y mandar, mandar la escena al carajo.
“Sus
dedos recorren la frente y los ojos de ella. Ella cierra los ojos y
levanta una mano como para tocarle. El le coge la mano y la mira volviéndola,
y después oprime los dedos contra sus labios. Cuando se la suelta ella le
roza con los dedos. Acaricia su pecho delgado y liso, como el de un niño,
y luego sus labios. El levanta la mano y desliza sus dedos por el cuello y
el escote de su kimono a medida que se afirma el sonido de la mandolina.”
Creadas las condiciones de río revuelto, pescar, arrebatar los numerosos
peces, los peces de tu soterrada lujuria. Y así, otra vez a oscuras la
escena, impregnado, mórbido, con suavidad te bordeo, nictálope, busco tu
boca con mis dedos, rozo tu nariz, beso tus párpados con alevosía, me
desenvaso de las incordiosas prendas, doy contra tus dientes interceptando
mi lengua, sin arredrarme aplasto tu mano con mi sexo, te aplasto, tenaz y
corroído, te encepo los pies, girás la cabeza como que te dispararías,
pero yo te sigo en el giro sin separarme, y resistís también con las
piernas, aunque tu mano no pugna por zafarse de mi aplastamiento. Es más:
me siento aferrado; advertirlo me nutre de renovadas ínfulas, no cejo, y
tu boca y tus piernas algo se distienden; yo confío, me arrellano, tu
lengua soliviantada no atina a organizarse; ¿qué es esto?: esto es mi
nobilísimo tironeo de tu ropa, la cual desparramo, te quito las medias,
te dejo en aros y en crucecita. ¿Y quién piensa en el inmenso dramaturgo
norteamericano, si hiendo tus pezones y debajo te tenemos, transpirada y
silenciosa?;
“...el viento limpísimo
que sopla desde el confín del mundo, desde más lejos aun, desde los fríos
límites del espacio ultraterrestre, desde más allá de lo que haya más
allá de los confines del espacio”
; y tus brazos a los lados, como
desmembrada, y a no distraerme, que esto en cualquier momento se quema, ya
adviene lo superlativo, y se quemó cuando subiste las rodillas. Costó un
poquito pero percibí que me alentabas. Respirabas mejor, acordáte, después
de los espasmos.
Aún
hoy, años después,
ensayamos
de vez en cuando la escena. Nunca presentamos en el curso nuestra versión
libérrima. Nunca toleraste que encendiera la luz ni que subiera la
persiana. Nunca me permitiste pasar a los papeles sin el ritual de
“el
suelo de aquel departamento junto al río...cosas, ropas... esparcidas...
Sostenes... pantalones... camisas, corbatas, calcetines... y muchas cosas
más...”
Nunca te permitiste fuera de contexto un ademán extra-compañeril.
Nunca aludimos al diafragma que aportaras a nuestros encuentros. Nunca me
dejaste ni un mísero recado en la mensajería, en fin, ni un mísero
recado de tinte
qué ganas que tengo
,
y siempre arreglaste con prontitud para reunirte conmigo a
ensayar
cuando, como hasta ahora, te lo propongo.
Helia: siento urgencia por descristalizar esta trama. No te amo. Todo es perfecto. Quiero más con vos. Ansío secuestrarte. Variados argumentos. El epitalamio, el epitalamio. Pronto me mudo. Ensayemos otra obra. Proponé vos: Beckett, Jean Genet, Arrabal, Harold Pinter, Sartre, Schiller, García Lorca, Osborne, Ibsen, Armando Discépolo, Strinberg, Pirandello, Eurípides, Valle-Inclán, Racine, Benavente, Adellach, Camus, Albee, Leroi Jones, Aristófanes... |
Rolando Revagliatti
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