El chisme de Edipo
ensayo de Luis Carlos Restrepo

Conferencia pronunciada en 1991 en el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional,

durante el ciclo «Mito, juego y fiesta», organizado por el Taller para la investigación de la imagen

Chisme y mito están ligados por una misma estructura de parentesco. Ninguno de los dos esconde, tras de sí, una verdad última, un fondo primero, un significado que se nos transmita como esencial. Ellos no se validan por el método de la compulsión hermenéutica, sino en un proceso de interacción, pues ambas estructuras narrativas encuentran su sentido al enfrentarse a un conjunto de versiones diferentes, derivando de este agonismo su eficacia y certeza. Como ambos nacen y se alimentan del rumor, lo importante a la hora de acceder a su sentido es saber qué tipo de torsión imponen al lenguaje, aquél o aquéllos que los propagan. Chisme y mito se validan en un juego de fuerzas destinado, por completo, a ejercer un cierto poder sobre los cuerpos, agenciado en el campo de las relaciones interhumanas.

El trabajo de Claude Lévi-Strauss[1] es bastante explícito al respecto. Su mirada se dirige, no al estudio de supuestos mitos originales, sino a las múltiples variaciones del relato, pues considera que al dejar entrever de manera privilegiada los juegos de identificación y confrontación que mantienen entre sí los distintos grupos culturales, un análisis de conjunto permite una mejor elucidación del sentido transmitido. Sólo en el mundo de las relaciones interétnicas y sociales es posible encontrar el soporte empírico que permita saber de la pragmática y de la función sociológica y política del relato. Mito y chisme son contados para diferenciarnos del vecino y oponernos a él, pues al distanciarnos nos identificamos, sin que ello implique la ruptura de la estructura lingüística, en cuya ausencia sería imposible comunicar al otro sobre nuestro proceso de diferenciación.

El mito y el chisme recurren a señalamientos éticos, lingüísticos, geográficos y políticos que, por expresarse en un lenguaje concreto, son altamente significativos cuando están inmersos en el contexto de donde proceden, pero que pueden parecer ininteligibles para quien no comparta cotidianamente el mundo de relaciones al que hacen referencia. En uno y otro caso, se trata de instrumentos de poder, listos a ser usados frente a aquellos con quienes a diario entramos en contacto. Es por eso que, en lo referente a las estructuras narrativas, se afirma que el sentido se produce no tanto por la emanación de un significado primero que expresaría una realidad o verdad a toda prueba, sino por el juego de las diferentes versiones que, en un proceso recíproco, los seres humanos tejen sobre sus vidas y antepasados. El mito y el chisme no explican un sentido oculto; más bien, legitiman un cierto estado de fuerzas que, en momentos histórica y culturalmente circunscritos, dan cuenta de procesos que hacen pensar y actuar a los individuos de manera socialmente obligatoria.

Es tan importante para la estructura significativa este juego de relatos que ponen en circulación perspectivas diversas, que en rigor no deberíamos hablar de mito y chisme, sino de mitos y chismes, pues unos y otros se dan siempre en plural. No hay un mito único ni un chisme único —así el narrador, para avalar su versión, pretenda mostrarlo como tal—; todo mito y todo chisme derivan su vitalidad del juego de oposiciones y variaciones en que están inscritos. Tomemos, por ejemplo, el mito de la creación del hombre relatado en la Biblia judeo-cristiana. Como demostró, hace muchos años, sir James Frazer[2], hasta nosotros llegó una de las tantas versiones sobre la creación del hombre a partir de la arcilla, relatos característicos de las culturas del Cercano y el Mediano Oriente, presentes, incluso, en muchas otras partes del mundo. Si lo miramos de una manera dogmática —desconociendo su mecanismo de producción y naturalizándolo como verdad objetiva—, el mito se nos presentará como único, tal como corresponde a los intereses de cierta tradición exegética. Pero si lo miramos en su contexto histórico, nos damos cuenta que estamos frente a la utilización que un pueblo concreto da a un mito compartido con sus vecinos, sesgando la versión en algunos de sus aspectos para de esta manera diferenciarse de sus oponentes.

Si el mito fuese una creación por completo original, de nada serviría hacerla circular como paradigma de identidad cultural, pues sería ininteligible para los vecinos; si fuera una mera repetición de un relato compartido, de nada valdría tampoco el esfuerzo de transmitirlo, pues no sería marcador de diferencia. Su valor reside en esa torsión que se da a un relato compartido —cambio minúsculo a los ojos del no iniciado—, donde se concentra una gran carga valorativa, relacionada en ocasiones con luchas concretas por la posesión de un territorio o la invocación de un derecho a someter al vecino y enemigo. Este forcejeo por dirimir desde una versión mítica los problemas referidos al dominio político o territorial, tuvo un momento cimero en la antigüedad tardía, en la disputa de las ciudades por asignarse la cuna de un héroe o semidiós del cual derivaban todo su poder, realeza y genealogía. Para cada una de ellas era fundamental remitir a la herencia del prohombre sus derechos y linaje, aspecto sobre el cual parecía imposible la negociación. Sin embargo, era sobre este relato a la vez disputado y compartido, y sobre las eternas recriminaciones a que la polémica daba lugar, donde encontraba soporte la actividad comunicativa. Al igual que sucede en los pequeños municipios, vecindarios e instituciones, donde el chisme y sus variaciones se constituyen en auténticos fundadores de cultura, también el mito adquiere el carácter de una moneda que circula para provocar la producción de una relación, donde lo más importante parece ser la tensión generada por el equívoco compartido.

Mito y chisme se asemejan, además por su carácter anónimo. A diferencia de lo que sucede con el autor contemporáneo (escritor, pintor, artista), el generador de chismes o de mitos no tiene ningún afán por rubricarlos con su nombre y autoría. Lo importante, para él, es ponerlos a circular dentro de una tradición colectiva, donde se compensa la falta de paternidad individual por una especie de autoridad conferida por la costumbre. Gracias a este anonimato, el mito será siempre referido a una fuente primera, ya perdida, pero digna de toda confiabilidad, mientras el chisme se mostrará como un testimonio objetivo, cercano a los hechos, cuya fuente debe mantenerse en secreto por razones de seguridad. Al perder la autoría individual y tornarse anónimos, chisme y mito adquieren una fuerza colectiva, pues es en este eclipsamiento del autor donde encuentran su más poderosa dinámica de transmisión y permanencia.

El anonimato de la producción va ligado a una naturalización que asegura, en gran parte, la eficacia del mensaje recibido. En su estructura lingüística, ambas formas expresivas aparecen convocando directamente a la acción y exigiendo un nivel absoluto de certidumbre. Para ser eficaces, mito y chisme deben esconder no sólo el accidente del autor individual, sino también el mecanismo de su producción como hecho social. Es por eso que uno y otro demandan del oyente el estatuto a toda prueba de la naturalidad. Para poder convocar la acción humana y ordenar al cuerpo sin posibilidades de interpolación, dichas estructuras narrativas se ofrecen en un contexto que obscurece la forma como el significado se produce, invalidando por completo el juego de variaciones del que hacen parte. Al presentarse a sí mismas, lo hacen como relato fiel, expresión puntual de una realidad incuestionable. Quien enuncia un mito o un chisme asume la pose ritual de quien enuncia una verdad. Al decirse como mito o como chisme, la cultura aspira a que el oyente le confiera el estatuto de la naturaleza[3], como si se tratara de una verdad última.

Por tratarse de corrientes expresivas que se resisten, como ninguna otra, a la muerte y la contingencia, mito y chisme no acceden a presentarse como un simple juego de superficie, alimentándose para ello del robo permanente de imágenes y sentidos que terminan articulados a la obligación de enunciar una verdad a prueba de toda crítica. Desde su propia estructura, chisme y mito impiden acceder al mecanismo de su producción. Por eso nos demandan aceptarlos en bloque, para no correr el peligro de que pueda invalidarse su certeza al calor de juegos de lenguaje, que llevan la enunciación a un punto donde su eficacia se derrumba, de la misma manera como cae la figura construida con un simple juego de naipes.

Simónides y los sofistas

Eso fue, entre otras cosas, lo que sucedió en esa confrontación histórica que en la Grecia antigua llevó al surgimiento de las figuras políticas y epistemológicas que se convirtieron en los símbolos rectores de Occidente. Al aceptar la relatividad del lenguaje, los sofistas empujaron al mito a una movilidad que lo sacó por completo de su sitial sagrado. El proceso de la llamada crítica o ilustración sofística tuvo su origen en Simónides de Ceos, el poeta a quien se atribuye en Grecia haber desacralizado la palabra[4]. Hasta Simónides, el decir poético era todavía considerado un decir ritual, donde la enunciación de la verdad se validaba por un contexto de gestos ligados de manera estrecha a los códigos de ética de la nobleza y el sacerdocio. La palabra poética era, por eso mismo, la palabra de los dioses. Simónides arremete contra esta estructura y compara la palabra con la moneda, haciéndolas intercambiables, reivindicando de manera abierta la posibilidad de vender su arte a cambio de riquezas, cual si se tratara de cualquier otra mercancía.

Para Simónides el papel del poeta no es tanto decir verdad como crear ficciones, función que años más tarde conferirán los sofistas al lenguaje. El decir del mito queda así relativizado, al igual que el decir de la razón, nuevo mito que pretendía entronizarse en Grecia al flaquear las antiguas creencias homéricas. Se ha puesto al descubierto, en parte, la forma de producción de los mitos en la cultura, señalando los sofistas la no universalidad de las creencias y sentando las bases para su comprensión desde un contexto sociológico. Por eso, se les acusará de inmorales, de corruptores de las costumbres, de atentar contra la grandeza de Atenas. Fue tanto el impacto que causó en el mundo político el poner al descubierto que el mito no era más que otra narrativa, que aún hoy el desborde sofístico es visto con temor, no obstante que a esta relativización de las creencias religiosas ancestrales van unidos, desde hace siglos, los conceptos de democracia, libertad y ciudadano, que siguen siendo tan caros para nuestra cultura.

Esta ambigüedad del pensador occidental frente al mito —que se molesta por su destrucción e intenta reivindicarlo, mientras a la vez lo desvaloriza, haciendo esfuerzos por develar su mecanismo de producción—, será desde entonces característica central de nuestra tradición cultural. Dado que al insertar el mito en una situación histórica —en medio de los juegos de poder y el cúmulo de variaciones a las que se enfrenta—, aparece como un sentido producido, perdiendo de esta forma su condición de verdad, desde Platón hasta el presente los exégetas han procedido siempre a un develamiento parcial, que consiste en reinsertar el relato mítico en un transfondo racional o histórico, no para cotejarlo con las variaciones a las que se enfrenta y las fuerzas políticas que lo subyugan, sino para derivarlo de un núcleo de verdad que, sin saberlo, el mito mantendría oculto. De esta manera, la desmitologización en Occidente, tan anunciada por filósofos y científicos, ha quedado generalmente a medio camino, pues ha sido trastocada por los nuevos mitos de la «razón», la «historia» o la «naturaleza», con los cuales las antiguas verdades encuentran coincidencia.

En nuestra sociedad, a primera vista tan lejana del mito, la función mitopoyética sigue viva, aunque bajo otras formas y denominaciones. En el quehacer científico este fenómeno se observa con claridad, cuando los investigadores pretenden mostrar sus avances en el manejo de los signos como evidencias de la naturaleza. Pues tanto en el mito de las sociedades no occidentales, como en los mitos de la razón y los propagados por los medios de comunicación, el resorte íntimo de su producción y acatamiento parece ser precisamente que el mito se camufla con el ropaje de la naturalidad, lo que desde otra perspectiva puede entenderse como la astucia de una producción cultural que quiere mostrarse con la frescura ingenua de la naturaleza.

El complejo de Freud

Paul Veyne ha descrito con detalle el escenario ambiguo en que se debatieron griegos, cristianos y romanos, cuando opusieron mito y razón en los últimos siglos del mundo antiguo[5]. Uno de los procedimientos más extendidos, a fin de solucionar el conflicto, fue el creer que, tras su cubierta de falsedades, el mito decía verdad, funcionando como espejo alegórico de enunciados eternos que serían también las verdades de la cultura y la razón. Inscrita en el espíritu humano, esta verdad pasaría del mito a la razón como un vino muy viejo que, para conservarse, es llevado a nuevos odres, llegando de esta manera un conocimiento ancestral a las más contemporáneas elaboraciones científicas y filosóficas. Un extenso grupo de pensadores vieron en el mito una orientación originaria del Espíritu, imposible de reducir a cualquier otra categoría gnoseológica. Desde el fondo de los siglos, el mito nos enviaría un enigmático personaje. Descifrarlo sería nuestra tarea. Bajo esta perspectiva, bastante extendida a finales del siglo XIX y comienzos del presente, Sigmund Freud formula su teoría del complejo de Edipo, al que asigna el carácter de nucleador de la psique humana.

La primera formulación del complejo de Edipo, la encontramos en una carta de Freud a su amigo Fliess, fechada el 15 de octubre de 1987. Al comentarle los resultados de su autoanálisis, afirma haber descubierto en él la existencia de un «amor por la madre» y de «celos contra el padre», afecciones que no duda en considerar como un «fenómeno general de la temprana infancia». Poco después, en La interpretación de los sueños, Freud hará pública sus reflexiones sobre la tragedia de Sófocles, insistiendo en que la leyenda del rey tebano «hiere en todo hombre una íntima esencia natural», que no puede ser otra que la antiquísima y dolorosa perturbación que en las relaciones filiales producen los primeros impulsos de la sexualidad. En escritos posteriores, la imagen irá ganando cada vez mayor fuerza hasta la aparición de la expresión «complejo de Edipo» en 1910 —en Contribuciones a la psicología del amor— y su definitiva consolidación en los años siguientes. Ha sido desde entonces frecuente en su escuela ver en la leyenda griega un sentido de validez universal, único axioma que le ha sido dado enunciar al psicoanalista, investido de este modo de un rigor casi geométrico que lo deja al amparo de toda sospecha. Se recogía así la vieja tradición de considerar que el mito transmitía una verdad enunciable a partir de la explicitación racional, a la vez que se lo naturalizaba, mostrándolo como expresión de un inconsciente que actuaba como un substrato oculto donde era posible encontrar las auténticas leyes que regían la conducta humana.

Al igual que ha sucedido con muchas otras explicaciones racionales, en ete caso también se trataba de una reedición del proceso mitopoyético, revestido ahora con el aura de la ciencia y el descubrimiento. En vez de partir de una contextualización histórica y filológica que hiciera hablar al mito por sus condiciones de producción, enfrentándolo a las múltiples variaciones— algunas de las cuales, entre ellas las más antiguas, muestran a Edipo muriendo pacíficamente como rey de Tebas, sin huellas de autopunición—, Freud parte de una interpretación que le parece evidente, independiente del contexto sociocultural, como si se tratara de una transparencia significativa evidenciable para todas las épocas y culturas. Hoy sabemos que aquello que pareció válido a Freud no es otra cosa que la lectura que hizo de sus vivencias íntimas, y, a través de ellas, de su conflictividad. Néstor Braunstein, en un iluminador ensayo titulado «El Edipo vienés», dice al respecto: «El complejo de Edipo que se estudia es el del propio Freud primero y el de sus pacientes varones después. Siempre que Freud cuenta lo que Sófocles escribió, lo hace tergiversando un texto inequívoco. La consecuencia de ello es que nuestra cultura se alimenta de una versión incorrecta del mito que llega a ser otro mito de Edipo, el freudiano, que es deformación del primero por la acción del deseo de Freud. Vivimos, por lo tanto, en medio de relatos distorsionados y es éste, el Edipo vienés, el mito que forma e informa a nuestros pacientes y no pocas veces a nosotros mismos”[6].

Esta afirmación se confirma por la escasa necesidad que siente el psicoanalista de retomar las fuentes históricas y filológicas de la tragedia griega, para avanzar tanto en sus elucubraciones teóricas como en su práctica profesional. Para los miembros de la escuela psicoanalítica basta con la referencia a Freud para entender cabalmente de qué hablan. ¿Quiere decir esto que los veinticinco siglos anteriores son sólo un desierto de ignorancia sobre el que se puede saltar sin impunidad? O, acaso, ¿que la obra de Sófocles nada tiene que decir fuera de lo anotado por el padre del psicoanálisis? Por supuesto, al desconocer toda la reflexión anterior sobre la tragedia griega, el psicoanalista deja entrever que su atención está centrada más en cierto mensaje que le transmite Freud, que en aquello que le podría enseñar Sófocles. El mito de Edipo, tal como se ve al interior de la práctica psicoanalítica, no es otra cosa que una variación interpretativa del legado griego, cuyo fondo de verdad no reside en estructuras inmutables del inconsciente humano, sino en cierta afección expresada por Freud en su lectura de Sófocles, por lo que sería más prudente dejar de llamarlo complejo de Edipo y empezar a hablar, con mayor propiedad, del «Complejo de Freud».

El espíritu trágico

Si en efecto, de leer el mito se tratara, deberíamos ante todo contextualizarlo en su época, recordando que la versión de Sófocles se construye precisamente en ese momento en que el decir ancestral de la verdad ritual y poética ha sido cuestionado. Lo cierto es que al entrar en juego nuevas potencias de afirmación, que mantienen una relación conflictiva con el mito, se configura ese clima tan propio de la Atenas del siglo V que da lugar al pathos que los historiadores han llamado el espíritu trágico, del cual es cabal expresión, entre muchas otras obras, el «Edipo» de Sófocles. En «Edipo Rey» —tal como lo ha mostrado J. P. Vernant en su excelente ensayo «Edipo sin complejo»—[7] encontramos el testimonio de un mundo dividido contra sí mismo, desgarrado por sus contradicciones, donde el intento por parte del héroe de dar a la palabra un sentido único choca con la presión de otro decir, generándose una lucha que lo lleva finalmente a quedar atrapado en una situación donde su intención queda invertida, precio que paga el personaje por haberse resistido a reconocer la presencia de zonas de opacidad y ambigüedad en los juegos de lenguaje. El Edipo de Sófocles, inscrito, como decía Walter Nestle, en ese momento histórico en que se empieza a contemplar el mito con ojo ciudadano, refleja una circunstancia política donde se anudan a la vez el cuestionamiento a las antiguas formas de relación —basadas en alianzas de sangre y presiones heterónomas— y la afirmación de un mundo donde tiene cabida la individualidad y la autonomía. Presa en esta dicotomía, la conciencia trágica no logra eliminar, en ningún momento, los interrogantes que la asaltan.

Lo que insinúa la tragedia, en un momento en que empieza a construirse en Occidente una cultura de la autonomía y la individualidad, es precisamente el carácter ambiguo de la acción y la fatuidad del ser humano, al creerse señor de sus decisiones y su destino. El género trágico es el testimonio que nos ha quedado de ese momento privilegiado en que por primera vez un pueblo pasa de la sociedad heterónoma a la sociedad autónoma. Es pues el momento en que se cruzan las antiguas creencias con los nuevos mitos de la razón y la autodeterminación. Estos nuevos paradigmas asignan al ser humano una facultad psicológica que lo hace desear, por naturaleza, el bien para la ciudad. Pero, lo que nos muestra Sófocles es la ambigüedad de la acción humana que lleva al individuo a convertirse en aquel monstruo que pone en peligro la vida de sus conciudadanos y cuya maldad el héroe ha jurado derrotar.

Esta inversión de la acción en su contrario era, según comentario de Aristóteles, la característica central de la tragedia. La ambición de Edipo es sacar a la luz aquello que se encuentra oculto. Es la inteligencia lúcida que sin la ayuda de un dios, apoyándose tan solo en la claridad de su juicio, adivina el enigma de la esfinge. «Yo sé», es la divisa guerrera del héroe trágico de Sófocles. «Ojalá nunca sepas quién eres», le responde por su parte Yocasta. Ella, el pastor, Tiresias, tratan de detenerlo, pero su voluntad obstinada en desenmascarar al culpable, su deseo apasionado por conocer la verdad, su alta idea de sí mismo y su confianza en los juicios que formula, terminan por perderlo. Al afirmarse a sí mismo, al construirse un discurso autónomo, el héroe se invierte, aprisionado en un juego de lenguaje, donde otras fuerzas terminan hablando a través de él. Edipo, el desarticulador de mitos, entenderá al final que el hombre sólo puede definirse por su enigma.

Resalta, en la leyenda griega, los problemas que se generan al enunciarnos como identidad. La esfinge pregunta a OEdipous —el de los pies hinchados—, cuál es el ser que es a la vez dipous, tripous y tetrapous, es decir, aquel que camina en dos, tres y cuatro pies, a lo que el héroe responde sin vacilar: el hombre. Pero es esta definición del hombre apenas una seudorrespuesta que le abre las puertas de Tebas, donde encontrará su más terrible identidad: la de parricida. La intención del saber, entre más se afirma, más se desdobla en otro saber que expresa las fuerzas heterónomas del linaje, los lazos de sangre y la historia oculta de la ciudad, fuerzas que jamás se pueden del todo dominar. El hombre genérico que define Edipo ante la esfinge no existe, no es más que un hecho de discurso que se disuelve al enfrentar la dinámica interna de la ciudad. Ante el enigma de la esfinge, la tragedia nos entrega un nuevo enigma, lanzándonos de bruces a la ambigüedad.

Si todavía en la actualidad la tragedia griega sigue siendo motivadora de interpretaciones, es porque muestra, en sus orígenes, un suceso político que es paradigmático para Occidente: esa lucha entre la autonomía y la heteronomía que da su fuerza al planteamiento de la libertad. Sin embargo, el peligro de enunciar, de manera ingenua, la fuerza de un discurso autónomo, no puede quedar reducido a su confrontación con un inconsciente que ha perdido su referencia a una realidad institucional, lingüística e histórica. El inconsciente no es otra cosa que la suma de agenciamientos sociales e institucionales que nos obligan a actuar de manera heterónoma, señalando un quiebre en nuestra constitución como sujetos. Por otro lado, la intencionalidad y autonomía que buscamos afianzar en el pliegue de la conciencia, no es más que una hipoteca sobre una verdad que no poseemos, ambición que, al jugarse, termina por lo general convertida en algo muy diferente de lo que fue la intención inicial.

Estética del chisme

Como Edipo, Freud pretendió solucionar el enigma, pero al final no encontró sino el develamiento de su propia conflictividad. Hoy sabemos que es imposible entender la dinámica del psicoanálisis sin tener presente la vida de su creador. Aunque al leer la tragedia de Sófocles, Freud buscaba afianzar un nuevo mito, dándole a su planteamiento el carácter de naturalidad indemandable, lo que hoy nos queda es un conjunto de variaciones sobre la interpretación freudiana, de chismes sobre Edipo que se validan al oponerse mutuamente. Empezamos hablando del complejo de Edipo y terminamos, indefectiblemente, hablando de la neurosis de Freud. El paso del mito al chisme queda consumado. Cada escuela psicoanalítica —M. Klein, J. Lacan, A. Freud, H. Hartmann y muchos otros— tiene su propia versión del Edipo, irreconciliable con las demás, pero presentada como auténtica y verdadera. Cada una de ellas se define en relación con sus opositores, tal como sucede en la dinámica del mito. De hecho, saber del psicoanálisis, es saber de esos caminos tortuosos que enfrentaron a las diferentes escuelas con los planteamientos de su creador y estar por completo atrapado en los vaivenes que sufrió la teoría freudiana al calor de los diversos sucesos que acontecieron en la vida del gran maestro vienés. Incapacitados para retornar de lleno a la estructura mítica, lo que nos llega es el chisme de Edipo, alrededor del cual tejen sus pasiones y cogniciones los seguidores del psicoanálisis, inmersos en un abanico de relatos que, al igual que sucedía con las construcciones mitológicas, permiten producir sentido al jugarse en el espesor de un nutrido campo de oposiciones y equivalencias. En el centro —lugar imaginario como todo centro— se perpetúa el gran secreto, punto ambiguo donde confluyen los chismes sobre la vida de Freud y los relatos sobre lo que acontece en el diván con los pacientes. El psicoanálisis se ofrece como territorio del chisme que suplantó, en el campo de las ciencias sociales, al ejercicio fundante del mito. Sin embargo, arrastra como Occidente, con su propia tragedia: la de querer afirmar, desde la claridad de la luz, un saber que sólo se expresa en la estructura densa y ambigua de los equívocos compartidos.

Lo que se nos transmite en el complejo de Edipo —perdón, en el complejo de Freud—, no es el significado esencial de un mito universal que descubre por enésima vez la «esencia» del hombre, sino una afección históricamente circunscrita que da cuenta, como dijeran Deleuze y Guattari[8], de un cierto «familiarismo», de una cierta forma de manejar la sexualidad, los afectos y las cogniciones, al interior de un dispositivo de producción de sujeto en pleno furor en la Viena de finales del siglo XIX. Esta interpretación empezó desde entonces a circular con las características del chisme, hasta tornarse un saber anónimo. El problema comienza cuando el chisme quiere asignarse la verdad del mito, presentándose como producto de una explicación de alcance universal que da cuenta de una realidad cuya naturalidad no permite ser cuestionada. No. Se trata simplemente de una afección que se tornó símbolo, de un chisme que, como sucede con todo chisme, nos dice mucho más de quien lo cuenta que de aquella verdad externa y objetiva que pretende comunicar.

De hecho, el psicoanalista, tal vez sin saberlo —recurriendo a grandes imágenes de las ciencias naturales para validar su quehacer—, lo que sigue perpetuando es una subcultura del chisme, en cuya dinámica valdría la pena profundizar. Hace parte de la ética del chismoso dejarse emocionar por aquello que se le trasmite, confiriéndole, en su momento, una dimensión de verdad. La transferencia y la contratransferencia —términos usados para calificar las emociones que se transmiten durante el encuentro del paciente y el analista—, no son otra cosa que conceptualiza-ciones sobre ese quehacer que los seguidores de Freud comparten con los caballeros que se reúnen en el café o las damas que por nada del mundo se pierden la cita del costurero. Es, por otro lado, de mal gusto, pretender a toda costa confirmar la objetividad que se esconde tras el chisme. Si así sucede —por ejemplo, como lo hacen algunos periodistas o historiadores—, terminan construyendo a la larga otra versión, otro chisme, que, aunque así lo pretenda, no cierra la polémica. El buen chismoso escucha y compara, siempre ávido de nuevas versiones, accediendo de esta manera a un saber emocional que mucho le dice de la trama interhumana en la que está inserto.

Como acceder al chisme es tanto como acceder a la cultura cotidiana, querer cerrarlo y explicarlo de una vez por todas es un gesto dogmático, comparable a pretender poseer de una vez y para siempre la clave secreta que nos conduce al conocimiento total de la vida humana. Freud, al pretender explicar de manera magistral el conflicto de Edipo, incurre en este error, pues el conflicto —y es eso lo que enseña la tragedia— no puede ser cerrado ni agotado en la explicación, sino más bien escenificado, a fin de ofrecerle un nuevo tablado para que las fuerzas entren en movimiento y construyan otros símbolos para su expresión. Edipo, al querer afirmarse de manera autocrática en su conocimiento, se muestra incapaz de acceder a los juegos de lenguaje donde la verdad se multiplica dependiendo del lugar desde donde se la enuncia. No hay un camino sano para madurar y resolver el Edipo, como lo que ha querido una cierta moralización psicoanalítica. El conflicto que nos revela la tragedia entre un decir autónomo y otro heteróno-mo, entre los muchos decires que constituyen al sujeto, no puede ser resuelto por una sola vía, pues sería tanto como agotar la dinámica interhumana. El psicoanalista debe despojarse de la herencia médica de la cura, para acceder a la dimensión estética del escenificador.

Una estética del chismoso podría definirse siguiendo las características que exhibe una obra de arte. Abierta al conflicto, no pretende nunca acabarlo sino expresarlo, pues de lo contrario perdería su fuerza y belleza. No tiene por demás ninguna pretensión pedagógica, pues linda con el mal gusto que una pintura o una obra literaria intenten de manera explícita adiestrarnos para ser más competentes en nuestras vidas. Como las obras de arte, el chismoso está completamente volcado hacia los otros —nada sería la obra sin espectador—, sin buscar imponer un único sentido a su mensaje, ofreciéndose libremente a la interpretación.

El chismoso es un constructor de cultura que se mueve en los espacios microsociológicos de la vida cotidiana, trabajador de símbolos cuyo interés central es que la comunicación no se agote y que la temática propuesta dé siempre de qué hablar. Avanzar hacia una estética del chisme implica, por supuesto, que psicólogos y psicoanalistas se ubiquen de una vez por todas en el trabajo de la cultura, sin reminiscencias naturalistas, dispuestos a tramar sobre los contenidos ofrecidos por Freud o sus pacientes, sin querer por ello establecer jerarquías de enunciación. Es hora, tal vez, de reconocer con beneplácito que con el psicoanálisis ha sucedido lo mismo que alguna vez dijera Mafalda de la política: que no es otra cosa que un chisme venido a más.

Bibliografía

[1] LÉVI STRAUSS.C. Mitológicas. Siglo XXI Editores, México, 4 tomos.

[2] FRAZER, J. Elfolklor en el Antiguo Testamento. Fondo de Cultura Económica, México, 1981.

[3] BARTHES, R. Mitologías. Siglo XXI Editores, 1980.

[3]  DETIENNE, M. Los maestros de la verdad en Ia Grecia arcaica. Taurus Ediciones, Madrid, 1983.

[5]. VEYNE, P. ¿Creyeron los griegos en sus mitos? Granica Ediciones, Buenos Aires, 1987.

[6] BRAUNSTEIN, N. “Edipo vienés”, en El discurso de! psicoanálisis; varios autores, Siglo XXI, México, 1986.

[7] VERNANT, J. P. Vidal-Naquet, P. Mito y tragedia en la Grecia antigua; Taurus Ediciones, Madrid, 1987, tomo I.

[8] DELEUZE, G. Y GUATTARI, F. El anti-Edipo. Paidós, Barcelona, 1985.

 

ensayo de Luis Carlos Restrepo

 

Revista de la Universidad Nacional (1944 - 1992), Vol. 8 Núm. 26 (1992)

Universidad Nacional de Colombia

Link del texto: https://revistas.unal.edu.co/index.php/revistaun/article/view/12308/12924
 

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