Homenaje a Miguel Hernández

Vida y pasión de Miguel Hernández

por Antonio Requeni

El 13 de octubre próximo se cumplirán cien años del nacimiento de Miguel Hernández, uno de los poetas más nobles y puros que dio España en el siglo XX. Fue el menor de los ilustres representantes de ese segundo Siglo de Oro que dio en llamarse Generación del 27: Federico García Lorca, Luis Cernuda, Pedro Salinas, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén y Dámaso Alonso, todos ellos nacidos en el seno de familias económicamente acomodadas. De Miguel Hernández, pastor de cabras y repartidor de leche en Orihuela, su pueblo alicantino, podría decirse que fue el único poeta “no señorito” de esa generación.

La circunstancia de haber nacido en 1910 y de empezar a publicar sus libros en la década de los años 30, determinó que muchos estudiosos y antólogos lo excluyeran de aquel extraordinario conjunto de poetas aglutinados no solo alrededor de un célebre acto de homenaje y reivindicación de Luis de Góngora, en 1927, sino por la terrible experiencia de la Guerra Civil, que dispersó a algunos en el exilio y silenció las voces de otros (la de García Lorca primero y la de Miguel Hernández después).

Si el 28 de marzo de 1942 el rayo de la muerte no hubiera tronchado la vida de Miguel Hernández en plena y radiante juventud -tenía entonces 31 años- el poeta habría enriquecido aún más, seguramente, las letras de nuestro idioma con su genio poético. Porque Hernández fue, dentro de la mencionada generación española, un poeta distinto, original, y a la vez uno de los más nítidos recreadores del espíritu lírico encarnado en los clásicos nombres del siglo XVII. Si García Lorca y Alberti vivificaron con sus versos los aires antiguos de Lope, Gil Vicente y Juan del Encina, Miguel Hernández fecundó su poesía con el enjoyado barroquismo de Góngora, el conceptismo existencial de Quevedo y el refinamiento y la ternura de Garcilaso. Su coprovinciano Azorín pudo haberlo incluido, con toda justicia, en la galería de su libro Los clásicos redivivos. Los clásicos futuros.

Por otra parte, el autor de ese magnífico libro que es El rayo que no cesa incorporó a la poesía española un soplo de vida, un “viento de pueblo” (para decirlo con el título de otra de sus obras) saludable y agreste. Fue, entre sus compañeros de generación, el poeta de aliento más decididamente vigoroso, el que con más fuerza expresó su amor y su dolor terrestres.

Miguel Hernández nació, como queda dicho en Orihuela, antiguo pueblo del sur de Alicante, en la región valenciana donde Gabriel Miró ambientó su novela El obispo leproso y algún otro relato. Miró bautizó Orihuela con el nombre de Oleza y la caracterizó como “ciudad levítica” por sus muchas iglesias y conventos. Allí cursó Miguel las primeras y únicas letras. Su padre, un pequeño traficante de ganado, desoyendo las recomendaciones de los maestros del joven, que demostraba gran inteligencia y aplicación, decidió que el hijo tuviera su misma actividad y le impidió seguir estudiando, obligándolo a pasarse las horas en el monte, cuidando un hato de cabras, y repartiendo leche a domicilio. Miguel leía toda clase de libros, casi siempre prestados, con preferencia libros de versos, mientras vivía en íntimo contacto con el latido de la tierra, las plantas y los animales. Ello dio a su poesía un tono eglógico que se distingue, por su naturalidad, de los artificiosos poetas pastoriles de varios siglos atrás. Esa identificación con el ambiente natural hizo que, en más de una ocasión, se considerara un hijo más de la tierra, tierra él mismo, amasado con el barro original.

Barro me llamo aunque Miguel me llame.

Barro es mi profesión y mi destino

que mancha con su lengua cuanto lame...

Ya adolescente, Miguel encontró en Orihuela espíritus afines que estimularon su vocación literaria, especialmente José Ramón Marín, que escribía poesía con el seudónimo de Ramón Sijé, nombre que, a su muerte, Miguel Hernández inmortalizaría en los tercetos de una elegía estremecedora.

Yo quiero ser llorando el hortelano

de la tierra que ocupas y estercolas,

compañero del alma, tan temprano.

 

Alimentando lluvias, caracoles

Y órganos mi dolor sin instrumento,

a las desalentadas amapolas

 

daré tu corazón por alimento.

Tanto dolor se agrupa en mi costado,

que por doler me duele hasta el aliento.

 

Un manotazo duro, un golpe helado,

un hachazo invisible y homicida,

un empujón brutal te ha derribado.

 

No hay extensión más grande que mi herida,

lloro mi desventura y sus conjuntos

y siento más tu muerte que mi vida.

 

Ando sobre rastrojos de difuntos,

y sin calor de nadie y sin consuelo

voy de mi corazón a mis asuntos.

 

Temprano levantó la muerte el vuelo,

temprano madrugó la madrugada,

temprano estás rodando por el suelo.

 

No perdono a la muerte enamorada,

no perdono a la vida desatenta,

no perdono a la tierra ni a la nada.

 

En mis manos levanto una tormenta

de piedras, rayos y hachas estridentes

sedienta de catástrofe y hambrienta

 

Quiero escarbar la tierra con los dientes,

quiero apartar la tierra parte

a parte a dentelladas secas y calientes.

 

Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble calavera

y desamordazarte y regresarte

 

Volverás a mi huerto y a mi higuera:

por los altos andamios de mis flores

pajareará tu alma colmenera

 

de angelicales ceras y labores.

Volverás al arrullo de las rejas

de los enamorados labradores.

 

Alegrarás la sombra de mis cejas,

y tu sangre se irá a cada lado

disputando tu novia y las abejas.

 

Tu corazón, ya terciopelo ajado,

llama a un campo de almendras espumosas

mi avariciosa voz de enamorado.

 

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.

Como la de Ramón Sijé, también fue corta la vida del poeta, una vida que tuvo como jalones decisivos el amor de Josefina Manresa, que sería su esposa, las escapadas a Madrid y su amistad con Vicente Aleixandre y Pablo Neruda (quien decía que Miguel tenía “cara de patata recién arrancada de la tierra”), así como las alternativas crudelísimas de la guerra incivil, tragedia que conmovió profundamente sus ideas y sentimientos. De militante católico, autor de autosacramentales y poemas a la Virgen Santísima, pasó a enrolarse en la izquierda republicana, compromiso político que le dictó algunos de sus versos más apasionados. Y finalmente, después de haber luchado en los frentes de Guadalajara, Extremadura y Teruel, los años de cárcel en varias ciudades de la península y su muerte como consecuencia de los malos tratos, el hambre y la tuberculosis en la prisión de Alicante. Muerte patética, según el testimonio de quienes la presenciaron, que quebró “esa voz, ese aliento joven de España”, como lo había saludado Ramón Jiménez con frase consagratoria.

Desde el punto de vista literario, Miguel Hernández fue, entre otros aspectos, un renovador del soneto, esa forma convencional que algunos creen fosilizada y anacrónica. El oriolense impuso al rígido molde de catorce versos endecasílabos una vitalidad y una fuerza totalmente originales, imágenes audaces y novedosas metáforas. Voy a leer, para ejemplificar, dos de sus sonetos:

Como el toro he nacido para el luto

y el dolor, como el toro estoy marcado

por un hierro infernal en el costado

y por varón en la ingle con un fruto.

 

Como el toro lo encuentra diminuto

todo mi corazón desmesurado,

y del rostro del beso enamorado,

como el toro a tu amor se lo disputo.

 

Como el toro me crezco en el castigo,

la lengua en corazón tengo bañada

y llevo al cuello un vendaval sonoro.

 

Como el toro te sigo y te persigo,

y dejas mi deseo en una espada,

como el toro burlado, como el toro.

 

Tengo estos huesos hechos a las penas

y a las cavilaciones estas sienes:

pena que vas, cavilación que vienes

como el mar de la playa a las arenas.

 

Como el mar de la playa a las arenas,

voy en este naufragio de vaivenes,

por una noche oscura de sartenes

redondas, pobres, tristes y morenas.

 

Nadie me salvará de este naufragio

si no es tu amor, la tabla que procuro,

si no es tu voz, el norte que pretendo.

 

Eludiendo por eso el mal presagio

de que ni en ti siquiera habré seguro,

voy entre pena y pena sonriendo.

Y ahora permítanme un testimonio personal. En 1959, hace 51 años, yo trabajaba como periodista y durante un viaje a España me trasladé a Orihuela con el propósito de entrevistar a Josefina Manresa, la viuda del poeta. No bien llegué pregunté por ella, pero las personas consultadas se mostraron esquivas, reticentes. Poco o nada sabían, aparentemente. Era plena época franquista y el nombre de Miguel Hernández estaba prohibido. Muy pocos españoles conocían sus versos. No obstante, algunos me informaron que Josefina vivía en el pueblo cercano de Cox, donde había nacido y tenía parientes. No tuve suerte, nadie me dijo que entonces vivía en Orihuela Vicente, hermano mayor de Miguel, a quien varios años después entrevistó el francés Claude Couffon, autor de una excelente biografía del poeta.

En la suposición de que ningún dato de interés podía obtener en mi pesquisa, resolví trasladarme a Cox, aldea a la que llegué después de media hora de viaje en un desvencijado autobús. Al descender me encontré a las puertas de un bar con resabios de venta cervantina, y pregunté al primer grupo de parroquianos si conocían a Josefina Manresa y a su hijo. Desde una mesa próxima un anciano alzó los ojos de sus naipes, con aire sorprendido, abandonó el juego y vino hacia mí. Se presentó como el doctor Luis Olavarrieta, médico de la familia Manresa, y pocos segundos más tarde estábamos frente a frente, en otras mesa, charlando.

Me informó que Josefina ya no vivía en Cox sino en Elche, donde trabajaba como modista. Miguelito, el hijo, estuvo un tiempo en Madrid, protegido por Vicente Aleixandre, y luego en Valencia, donde lo llevó una familia amiga para que estudiase en esa ciudad. No sabía si había vuelto a Elche con su madre.

-¿Usted conoció a Miguel Hernández? -le pregunté.

-Solo de vista -respondió- Fue durante la guerra. Josefina vivía entonces en Cox y Miguel vino del frente para visitarla por unos días. Aquí murió, a los 10 meses de edad, el primer hijo de la pareja. ¿Sabe usted? Murió de hambre... Después del 42 Josefina padeció mucho. No hablaba de su marido por temor, pero guardaba su memoria como en un relicario.

Mientras el viejo médico hablaba, yo pensaba con amargura que sería imposible trasladarme a Elche pues a la mañana siguiente debía proseguir viaje para Alicante. Hoy me arrepiento de no haber postergado aquel viaje. El doctor Olavarrieta, que había sido alumno de Ramón y Cajal, me contó aún algunas vicisitudes vividas por Miguel en las diversas cárceles donde lo alojaron, entre ellas la de Madrid, donde fue compañero de encierro del dramaturgo Antonio Buero Vallejo y del humorista Gila. Después se puso a divagar con voz triste. Según él, en ese momento España se dividía en Quijotes y Lazarillos, es decir, en idealistas y picaros. “Miguel Hernández pertenecía al grupo de los Quijotes”, concluyó.

Esa tarde, mortificado por el fracaso de la proyectada entrevista, tomé el tren rumbo a Alicante. Lo primero que hice, al día siguiente, fue ir al cementerio de Nuestra Señora de los Remedios. Durante la hora de viaje en tranvía, pues el cementerio queda en las afueras de la ciudad, me consolaba pensando que, si no había podido dialogar con la viuda del poeta, había caminado por los mismos sitios que Miguel Hernández, en su breve vida, amó y llevó a sus versos.

Después de deambular entre las tumbas, encontré la de Miguel, casi a ras del suelo, en la calle Pascual, grupo 68, número 1009. La lápida era sencilla, de mármol blanco, con el nombre del poeta y las fechas de su nacimiento y de su muerte. Deposité allí un clavel rojo y permanecí unos momentos, silencioso, pensando en su muerte injusta y brutal. Actualmente, sus restos han sido trasladados a una bóveda donde están junto a los de su esposa, muerta en 1987, y a los de su hijo, fallecido a los 43 años de edad.

El año pasado, 50 años después de aquel primer viaje a Orihuela, volví y visité, al lado del moderno edificio de la Fundación Cultural Miguel Hernández, en la calle que lleva su nombre, la humilde casa-museo del poeta. Se conservan allí los muebles de época, la rustica cama, la mesita con la antigua jofaina, el perchero, su maleta, las alpargatas que Miguel calzaba para andar por el monte y, en el pequeño huerto, la higuera bajo la que se sentaba a leer y escribir y junto a la cual aparece en una fotografía de 1936. Algunos devotos visitantes se llevan, como recuerdo, una hoja del árbol centenario.

En la ciudad, muy cambiada desde mi primera visita, conocí a dos sobrinos de Hernández, uno, hijo de su hermano Vicente -bastante parecido a Miguel-, profesor de inglés, y otro, hijo de la hermana menor, Encarnación, que está al cuidado de la casa-museo. El presidente y el secretario de la Fundación me llevaron al colegio de Santo Domingo, donde estudió Miguel, y por las calles que el poeta recorría los domingos con su novia Josefina. Luego, por la noche, en el Ateneo de Orihuela, donde Miguel leyó por primera vez sus versos, ofrecí una conferencia sobre “Miguel Hernández y los poetas argentinos”.

Volví en tren a Valencia. Durante el viaje no podía dejar de pensar en las penurias padecidas por Miguel Hernández, así como en su trágica muerte. Recité mentalmente algunos de sus versos:

... Barro me llamo aunque Miguel me llame...

... Como el toro he nacido para el luto...

... No hay una extensión más grande que mi herida...

También el soneto que, en plena guerra, le escribió en la Cervecería de Correos de Madrid a su amigo argentino Raúl Gozález Tuñón:

Raúl, si el cielo azul se constelara

Sobre sus cinco cielos de Raúles...

Así como los versos de sus famosas “Nanas de la cebolla”. Miguel recibió en la cárcel una carta de Josefina donde le decía que solo disponía de cebollas para alimentarse y que, cuando amamantaba al hijo, su leche debía de tener sabor a cebolla. El poeta escribió:

La cebolla es escarcha

cerrada y pobre:

escarcha de tus días

y de mis noches.

Hambre y cebolla:

hielo negro y escarcha

grande y redonda.

 

En la cuna del hambre

mi niño estaba.

Con sangre de cebolla

se amamantaba.

Pero tu sangre,

escarchada de azúcar,

cebolla y hambre.

 

Una mujer morena,

resuelta en luna,

se derrama

hilo a hilo

sobre la cuna.

Ríete, niño,

que te tragas la luna

cuando es preciso.

 

Alondra de mi casa,

ríete mucho.

Es tu risa en los ojos

la luz del mundo.

Ríete tanto

que en el alma al oírte,

bata el espacio.

 

Tu risa me hace libre,

me pone alas.

Soledades me quita,

cárcel me arranca.

Boca que vuela,

corazón que en tus labios

relampaguea.

 

Es tu risa la espada

más victoriosa.

Vencedor de las flores

y las alondras.

Rival del sol.

Porvenir de mis huesos

y de mi amor.

 

La carne aleteante,

súbito el párpado,

el vivir como nunca

coloreado.

¡Cuánto jilguero

se remonta,

aletea, desde tu cuerpo!

 

Desperté de ser niño.

Nunca despiertes.

Triste llevo la boca.

Ríete siempre.

Siempre en la cuna,

defendiendo la risa

pluma por pluma.

 

Ser de vuelo tan alto,

tan extendido,

que tu carne parece

cielo cernido.

¡Si yo pudiera

remontarme al origen

de tu carrera!

 

Al octavo mes ríes

con cinco azahares.

Con cinco diminutas

ferocidades.

Con cinco dientes

como cinco jazmines

adolescentes.

 

Frontera de los besos

serán mañana,

cuando en la dentadura

sientas un arma.

Sientas un fuego

correr dientes abajo

buscando el centro.

 

Vuela niño en la doble

luna del pecho.

Él, triste de cebolla.

Tú, satisfecho.

No te derrumbes.

No sepas lo que pasa

ni lo que ocurre.

Tras rememorar aquellos versos, evoqué mi visita al cementerio de Alicante, cincuenta años atrás, y vino a mi memoria una frase de Mariano José de Larra que bien pudo haberse escrito sobre su tumba: “Aquí yace media España. Murió de la otra mitad”.

 

por Antonio Requeni

 

 

Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Argentina de Letras. TOMO LXXV, mayo-agosto de 2010, Nº 309-310 Buenos Aires
Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras

* El 12 de agosto de 2010, en el Salón “Leopoldo Lugones”, la Academia Argentina de Letras realizó una sesión de homenaje a Miguel Hernández, al cumplirse el centenario de su nacimiento. La crónica del acto puede leerse en “Noticias” del presente volumen.

 

Ver, además:

 

                      Miguel Hernández en Letras Uruguay

 

                                                           Antonio Requeni en Letras Uruguay 

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce

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