Recuerdo a Rafael Alberti

por Antonio Requeni

Rafael Alberti en 1978

Hace tres años, frente a la luminosa bahía de Cádiz, cerró sus claros ojos Rafael Alberti. Como la célebre paloma de sus versos ¿también se equivocó la muerte? ¿Se equivocaba? ¿Creyó que el mar era el cielo?, ¿que su corazón, su casa? Muchos años había vivido el poeta; años de vida inquieta, llevada y traída por el mundo como consecuencia de los avatares históricos de su patria. Pero él quiso morir en Cádiz, donde había nacido, y que sus cenizas se esparcieran junto a la bandeja azul de la Andalucía atlántica.

Si mi voz muriera en tierra,

llevadla al nivel del mar

y dejadla en la ribera.

Rafael Alberti nació en el Puerto de Santa María, provincia de Cádiz, el 16 de diciembre de 1902. Su padre, viajante de vinos de Jerez, se estableció en 1917, en Madrid. Rafael, que había estudiado el bachillerato con los jesuitas, quedó deslumbrado por el Museo del Prado. Porque entonces su vocación dominante era la pintura. Pasó horas copiando a Goya, a Zurbarán, y llegó a exponer en el Salón Nacional de Otoño y en el Ateneo de Madrid. En la famosa Residencia de Estudiantes, conoció a Federico García Lorca, a Salvador Dalí, a Luis Buñuel y a otros jóvenes poetas, pintores y músicos. Su vocación por las artes plásticas empezó a repartirse con la incipiente vocación literaria.

Entre 1923 y 1924, por motivos de salud, permaneció una larga temporada en la sierra de Guadarrama. Su nostalgia por la luz y el mar de la infancia se desahogó entonces en los versos de un libro que iba a titularse Mar y tierra, y cambió luego su título por Marinero en tierra. En los años previos, Rafael había frecuentado con fruición las cadencias populares de la poesía tradicional -el Romancero, Juan de Encina, Gil Vicente-, que fascinaban también a algunos de sus amigos de la Residencia de Estudiantes. El fruto fue ese libro primigenio en el que reverberan imágenes llenas de color y de música, palabras envueltas en la luminosa diafanidad de la gracia.

Marinero en tierra obtuvo, apenas publicado, el Premio Nacional de Literatura. El jurado, presidido por don Ramón Menéndez Pidal, lo integraban, además, Antonio Machado, Gabriel Miró, José Moreno Villa y Carlos Amiches. Sus versos suscitaron el entusiasta elogio de Juan Ramón Jiménez, y el nombre de Rafael Alberti entró así a formar parte de la Generación del 27, ese segundo Siglo de Oro de la poesía española que proyectó al mundo los nombres de Federico García Lorca, Luis Cernuda, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Dámaso Alonso y Miguel Hernández.

Conocida es la historia posterior del poeta: su participación en el movimiento para reivindicar a Luis de Góngora, así como en otras batallas menos poéticas y más tumultuosas contra la dictadura de Primo de Rivera; sus viajes y libros: Cal y canto, El alba de alelí y Sobre los ángeles; su incursión en el superrealismo con Yo era un tonto, y lo que he visto me ha hecho dos tontos, y el escandaloso estreno en Madrid de su pieza teatral El hombre deshabitado.

Su poesía fue afirmándose en el panorama de la literatura peninsular por su originalidad y su donaire.

En Alberti -ha dicho nuestro Eduardo González Lanuza-, la originalidad cesa de buscarse en la originalidad misma y se orienta hacia lo tradicional por su vertiente más popular, y así la poesía se refresca en las aguas de las fonte fridas del Romancero y en los hasta entonces apenas perceptibles soplos que vuelan desde los cancioneros medievales. Lo insólito se encuentra, inesperadamente, en las raíces del canto.

A comienzos de la década del 30, Alberti inicia el camino de la militancia política. Conoce a Pablo Neruda, a la sazón cónsul de Chile en Madrid; a Ilya Erhemburg; a César Vallejo; a Raúl González Tuñón y empieza e escribir su poesía política y revolucionaria. Casado ya con María Teresa León, funda con ella la revista Octubre. En 1935 viaja por países de América y, en 1936, interviene en el Frente Popular. Durante los años de la guerra civil, participa activamente en el bando de la República y publica Capital de la gloria, exaltando la defensa de Madrid. Terminada la contienda fratricida, viaja con María Teresa a París, donde se gana la vida como locutor de radio en programas para la colectividad hispana. En 1940 inicia su exilio porteño. Vivirá veinticuatro años en la Argentina, un lapso fecundo en el que aparecen Entre el clavel y la espada, Pleamar, A la pintura, Retornos de lo vivo lejano, Coplas de Juan Panadero, Buenos Aires en tinta china, Ora Marítima, Baladas y canciones del Paraná, y un volumen de memorias: La arboleda perdida.

A poco de su llegada, nace su hija Aitana, y se relaciona con escritores argentinos de su generación, como Oliverio Girondo y Norah Lange, Pablo Rojas Paz, Ricardo Molinari, María Rosa Oliver, Amado Villar, Eduardo González Lanuza y González Carbalho. Por intermedio de este último, lo conocí. En 1951 había aparecido mi primer libro, prologado por González Carbalho, y realicé mi primera visita al autor de Marinero en tierra para llevarle un ejemplar. Me recibió en su casa de la Avenida Las Heras y Ugarteche junto a su esposa. Leyó algunos poemas de mi libro y con palabras caritativas me alentó a seguir escribiendo. Lo visité después reiteradamente en esa casa y cuando se mudó al noveno piso de Pueyrredón 2471. Siempre fue cordial conmigo, aunque sin abandonar cierto aire patriarcal al que, en realidad, tenía derecho. María Teresa era, en cambio, de una sencillez y simpatía encantadoras. En cuanto a Aitana, una chiquilina bonita y muy despierta, empezaba entonces a garabatear versos y, curiosamente, prefería leérmelos a mí antes que al padre. Cuando cumplió quince años, Rafael le regaló unos cuadernillos con los versos de la niña copiados con aquella hermosa caligrafía paterna e ilustrados con dibujos coloreados por Raúl Soldi. Aitana me regaló uno de esos pocos ejemplares que, desdichadamente, un día desapareció de mi biblioteca. Lo que sí conservo es un cuadro original de Rafael, una de sus típicas “liricografías”.

De las conversaciones con el poeta, recuerdo especialmente una que mantuvimos ya no en Buenos Aires, sino en la confitería Jockey Club de Mar del Plata. Yo acerté a pasar una mañana de verano frente al local y vi a Rafael, a través de la ventana, tomando su desayuno. Él también me vio e hizo un gesto invitándome a compartir la mesa. Fue una charla un tanto triste porque, poco tiempo antes, había llegado la noticia de la muerte de Pedro Salinas. Rafael me habló con gran cariño y nostalgia del poeta, al que llamaba respetuosamente “don Pedro”. Recuerdo que. en esa ocasión se refirió despectivamente a Luis Cernuda. El respeto que Rafael me imponía y mi congénita timidez impidieron que lo contradijera. Hoy me arrepiento de no haberlo hecho.

Cuando los Alberti decidieron ir a vivir a Roma, en 1962, los amigos les ofrecimos un banquete en el restaurante del Automóvil Club Argentino. Fue la noche del 7 de diciembre, y la fiesta tuvo además carácter de agasajo porque, pocos días después, el poeta cumplió sesenta años. Se pronunciaron los inevitables discursos, y yo lo despedí en nombre de los poetas jóvenes argentinos. No leí un discurso sino un poema, imitando la forma y el tono de Retornos de lo vivo lejano, uno de sus libros preferidos y el que con acentos más conmovedores habla de su melancolía de desterrado. Recuerdo que otro amigo evocó una breve composición de Baladas y canciones del Paraná, en la que también estaba presente su nostalgia por la patria a la que entonces no podía regresar. El poeta iba un día a caballo por nuestra llanura y, al ver reflejada en el suelo la sombra de una nube con la forma de España, escribió:

Hoy las nubes me trajeron

volando el mapa de España,

iQué pequeña sobre el río,

y qué grande sobre el pasto

la sombra que proyectaba!

Se le llenó de caballos

la sombra que proyectaba.

Yo, a caballo, por su sombra

busqué mi pueblo y mi casa.

Entré en el patio que un día

fuera una fuente con agua.

Aunque no estaba la fuente,

la fuente siempre sonaba.

Y el agua que no corría

volvió para darme agua.

Su exilio italiano, época en la que escribió los hermosos versos de Roma, peligro para caminantes y Canciones del Valle de Aniene, duró hasta la muerte de Francisco Franco. El regreso a España fue apoteótico. Se lo nombró diputado y, luego, senador vitalicio y se lo hizo objeto de múltiples agasajos. Publicó nuevas composiciones y las recitó junto a Nuria Espert, recorriendo ciudades y pueblos de España. Recibió el Premio Cervantes y otras distinciones, así como la gratitud y admiración de sus devotos lectores. Los antiguos compañeros, mártires de la guerra unos, como García Lorca y Miguel Hernández; dispersados por el exilio los demás, habían ido muriendo. Sólo él sobrevivía cuando la paloma equivocada de la muerte aleteó sobre su blanca y ondulada cabellera de patriarca, de poeta empecinadamente enamorado que aún seguía gozando de la luz, del canto y del deleite sensual de las palabras. Esas palabras, transfiguradas en pasión y delicia son, a través de sus libros, la más valiosa herencia que Rafael Alberti nos dejó.

Alguna vez se dijo que si García Lorca representaba la Andalucía trágica, Alberti era la Andalucía de la luz y del garbo. Si el granadino todo lo volvía drama, el gaditano todo lo transformaba en ballet. Basta comparar el Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejía, de Federico, con el poema “Corrida de toros”, del libro Cal y canto, de Rafael. Pero esta apreciación que pudo aplicarse a las obras creadas por el feliz remozador de una poesía añeja y popular, y al ingenioso surrealista de 1929, pierde sentido cuando leemos sus estremecedores poemas de la guerra, el virtuosismo de A la pintura o la clásica serenidad de Ora Marítima. No es sólo ballet la poesía de Rafael Alberti, sino también, cantata de acordes henchidos y profundos, serena música de cámara y, entremezclándose siempre con esos registros, un aire dichoso o nostálgico de ligera cancioncilla.

Cuando el poeta vivía en Roma, pasé una tarde por delante de su casa, en Via Garibaldi, a los pies del Gianicolo, pero no me decidí a golpear la puerta. Sabía que María Teresa (cuyos valores de excelente prosista fueron opacados por la fama del marido) padecía una enfermedad mental y me faltó coraje para verla disminuida. Lo mismo me ocurrió años después, en Madrid, cuando Rafael ya se había trasladado a la capital española. Sin embargo, me animé a llamarlo por teléfono. Me respondió el contestador automático. Era la voz nítida y grave de Rafael que decía: “Soy Rafael Alberti. No escribo prólogos. No leo originales. No recibo visitas de poetas...”. Colgué el auricular, seguro de que ya no volvería a dialogar con el grande y admirado poeta.

Ahora, al cumplirse el centenario de su nacimiento, prefiero recordar aquellos versos suyos que deslumbraron mi juventud. Imaginar al adolescente que recorría las playas, vestido con la blusa azul de los jóvenes marineros del Puerto de Santa María, o a aquel poeta, ya maduro que, recorriendo a caballo la llanura argentina, se internó en la sombra de una nube con la forma de España. Acaso el espíritu de Rafael Alberti habite ahora aquella nube. Quizás ha encontrado en ella su pueblo y su casa, el patio y la fuente de su niñez. Una fuente de la que sigue manando el agua transparente y fresca de su poesía.

 

por Antonio Requeni

 

Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Argentina de Letras. TOMO LXVII, julio-diciembre de 2002, N.o 265-266 Págs. 303/ 308

Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras

Link del texto: https://www.letras.edu.ar/wwwisis/indice/Boletin%202002%20-%20265-266.pdf

* Comunicación leída en la sesión 1165.a, del día 12 de diciembre de 2002.

 

Ver, además:

 

                      Rafael Alberti en Letras Uruguay

 

                                                   Antonio Requeni en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce

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