La poesía de María Elena Walsh por Antonio Requeni
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En la mañana del 3 de agosto de 1948 -hace sesenta años-, el barco de la flota argentina Río Juramento atracaba en el puerto de Buenos Aires. Venían en él Juan Ramón Jiménez y su esposa Zenobia Camprubí. Admiradores del poeta andaluz esperaban en el muelle el arribo de la embarcación y prorrumpieron en aplausos al advertir en la cubierta la figura enjuta y barbada de Juan Ramón junto a su esposa. Mezclado con el público, había un grupo de jóvenes y entusiastas escritores, entre quienes estaba una poeta de dieciocho años que el año anterior había publicado Otoño imperdonable, libro de poemas saludado auspiciosamente por importantes intelectuales de nuestro medio, así como por el chileno Pablo Neruda. La joven se llamaba María Elena Walsh, y Juan Ramón, ya desembarcado y hospedado en el hotel Alvear, la distinguió durante sus días de Buenos Aires con paternal afecto. El poeta de Sonetos espirituales incluyó a María Elena en la antología oral que denominó La poesía escondida y que dio a conocer el 25 de octubre en la Sociedad Argentina de Escritores de la calle México, donde leyó poemas de María Elena, Olga Orozco, Emma de Cartosio, Libertad Demitrópulos, Daniel Devoto, Horacio Armani y María Granata, entre otros. Al Analizar el acto, Juan Ramón invitó a subir al estrado a María Elena -la más joven de la antología-, quien expresó su agradecimiento y saludó a Macedonio Fernández, sentado en la primera fila. Al regresar a los Estados Unidos, donde vivían exiliados desde el comienzo de la Guerra Civil Española, Juan Ramón y Zenobia invitaron a María Elena a pasar una temporada en su casa de Maryland. También extendieron la invitación al poeta Horacio Armani, pero este no pudo viajar, por estar su madre gravemente enferma. Durante la permanencia de la poeta argentina en el país del Norte, Juan Ramón la llevó a la clínica psiquiátrica donde se encontraba preso Ezra Pound y a visitar al español Pedro Salinas. María Elena publicó un artículo sobre sus recuerdos del autor de Platero en el número 244 de la revista Sur y le dedica un capítulo de su reciente libro Fantasmas en el parque. Poeta precoz y autora, posteriormente, de varios hermosos libros de poemas, María Elena transitaría con el correr de los años nuevas sendas de creación artística. Dueña de una inusitada capacidad de invención, gracia y fantasía, incursionó en el género literario infantil, al punto de que, en los libros de versos y cuentos para la infancia, hay en la Argentina un antes y un después de María Elena Walsh. Creadora, además, de felices canciones para niños y adultos, no solo de las letras, sino también de sus músicas pegadizas; censora de autoritarismos y prepotencias, fue siempre, a lo largo de su trayectoria, una artista comprometida hasta la médula de sus huesos lacerados con su arte y con su país. Fundamentalmente poeta, la poesía fue para ella, a la vez que ejercicio de inteligencia, revelación de belleza y de verdades esenciales. No una vanidad, sino una responsabilidad. Por eso desdeñó toda concesión a lo mediocre y lo mezquino. Jamás estiró el brazo para alcanzar la sortija en la calesita de los premios. Intentaré centrarme en su actividad poética, sin hacer hincapié en el análisis de recursos estilísticos u otros aspectos que podrían contribuir a un mejor entendimiento, pero nunca para explicar la esencia milagrosa y la secreta fascinación de sus versos. Milagro y fascinación, dos atributos que acompañaron desde su nacimiento la poesía de María Elena Walsh, aquella de Otoño imperdonable, singular acontecimiento de nuestras letras, libro publicado a los diecisiete años, en el que la frescura y la gracia de sus imágenes se fundían con una insólita lucidez. La efusión lírica estaba ya en esa voz adolescente, a ratos meditativa y melancólica, cuyo seguro instinto poético fructificaba en composiciones de impecable factura. El libro tuvo un año después una segunda edición, prologada por Horacio Armani, y en ese mismo año de 1948, apareció un delicioso cuadernillo, Apenas viaje. La poesía de María Elena participaba del tono general de la lírica de aquellos años, la de la Generación del 40, pero aportaba, además, junto con la excepcionalidad de su inteligencia, la entonación personal de una naturaleza auténticamente juvenil y romántica: Gustavo Adolfo, yo te hubiera amado con ese amor qué ignoro todavía. Tengo la edad de la melancolía, y el corazón apenas derrotado. Resulta inevitable, llegados a este punto, la evocación de algunos datos biográficos. Al consagratorio reconocimiento de Pablo Neruda y Juan Ramón Jiménez, y tras el regreso de María Elena a Buenos Aires, siguió la publicación por la editorial Losada, en 1952, del libro compartido Baladas con Ángel y Argumento del enamorado, dos poemarios unidos en un mismo volumen donde la poeta y Ángel Bonomini coincidían en expresar la experiencia de un mutuo sentimiento amoroso, sentimiento que la joven María Elena, para entonces, ya había dejado de ignorar. Ambos poetas, con amplio dominio de las formas clásicas y parejo esplendor verbal, se mantenían fieles a la estética “cuarentista”. En 1953, un año después de la publicación de aquel libro, la escritora decidió abandonar el país donde la libertad se hallaba cercenada. Siguió entonces el camino del autoexilio emprendido ya por Julio Cortázar, Juan Rodolfo Wilcock, Héctor Bianciotti y Daniel Devoto, entre otros. Fijó su residencia en París y allí, junto con la folkloróloga Leda Valladares, se ganó la vida cantando folklore argentino en locales nocturnos. Yo guardo de aquella época una postal que María Elena me mandó desde un muelle del Sena para agradecerme el envío de uno de mis libros. María Elena y Leda regresaron en 1956, y meses después nos encontramos en unas jornadas literarias en Piriápolis (Uruguay), donde además de tomar sol en la playa, nadar y disfrutar o soportar cataratas de versos, nos reuníamos en el hotel, en noches animadas por la guitarra, el bombo y las voces de María Elena y Leda. De Piriápolis volví con Casi milagro, una plaqueta editada por Cuadernos Julio Herrera y Reissig; breve conjunto de composiciones donde por primera vez, aparecieron los tres sonetos de “Asunción de la poesía”, una de las cimas más elevadas del talento y de la sensibilidad de María Elena Walsh. Leeré el primero y el último soneto de ese tríptico donde, con plenitud de belleza, profundidad y lo que podríamos denominar “una ironía metafísica , la poeta asumía su poder demiúrgico, su condición de “pequeño dios , como identificaba Vicente Huidobro al poeta en su función creadora: Yo me nazco, yo misma me levanto, organizo mi forma y determino mi cantidad, mi número divino, mi régimen de paz, mi azar de llanto. Establezco mi origen y termino porque sí, para nunca, por lo tanto. Soy lo que se me ocurre cuando canto. No tengo ganas de tener destino. Mi corazón estoy elaborando: ordeno sufrimiento a su medida, educo al odio y al amor lo mando. Me autorizo a morir sólo de vida. Me olvidarán sin duda, pero cuando mi enterrado capricho lo decida. Y el soneto final: -Pájaros, necesito con urgencia disimular mi nada. Necesito ser la continuación de mi presencia, sobrevivir en desatado grito. Me da mucha vergüenza el infinito, me humilla la sagrada permanencia. Queriendo desafiarlas me repito en obras de amorosa trascendencia. Canto, desesperadamente canto con voz de tinta y letra de agonía, rota por dentro, loca por afuera. Me duele ya la eternidad de tanto predecir con furiosa rebeldía: -“Mañana cantará mi calavera”. Los sonetos de “Asunción de la poesía” volvieron a publicarse en el libro Hecho a mano, de 1965, volumen que marcó una nueva etapa creativa, la más original a mi juicio, aunque con ella, lamentablemente, María Elena pareció clausurar una obra poética que, como he dicho ya, se ramificaría posteriormente en otras expresiones, también de insoslayable calidad, como los versos, cuentos y teatro para niños, así como las canciones para niños y adultos, y dos novelas autobiográficas: Novios de antaño y Fantasmas en el parque, obras valiosas todas ellas, pero con las que interrumpió una poesía que permanecerá, no obstante, entre las manifestaciones más relevantes del género en el panorama literario de nuestro país. En Hecho a mano, María Elena incorporó a su verso el cuestionamiento social y el sarcasmo, elementos que enmascaraban pudorosamente el dolor al que su aguda sensibilidad la condenaba. Por momentos arrebatada, burlona otras veces, revestida siempre de un lirismo conmovedor y solidario, aquella voz casi mágica de su hermosura en Otoño imperdonable había evolucionado, madurada por la experiencia. Al mismo tiempo, su verso se allanaba, se despojaba de toda retórica, y la poeta encontraba sus temas en la inmediata cotidianeidad. La autora de Hecho a mano manejaba el prosaísmo y el lugar común con inédito sentido creador e impregnaba su lenguaje de un suave aroma argentino. Todo ello enriquecido por revelaciones que hacían recordar lo que le dijo el Zorro al Principito de Saint-Exupéry: “No se ve sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”. En dicho poemario, María Elena nos descubría esa esencialidad que se oculta a la mirada, una nueva y trascendente dimensión de la realidad. Nos recordaba, asimismo, aquella opinión de Enrique Banchs acerca de la poesía: “Para la poesía es tan tétrica la caída de la tarde coma la caída de un imperio”. Leeré uno de los poemas de Hecho a mano, el titulado “Vidalita”: Me da una tristeza este olor a nadie, tan antiguamente, pobre Buenos Aires. Modestos silencios suben de la calle y son parecidos a los hospitales. Ante una ventana .. se vuelven cobardes bastantes humanos y hasta algunos ángeles. En un cenicero cabe una catástrofe. Por ejemplo, un peine representa cárcel.
Parece mentira, pero qué desastre es ver que las hojas se van de los árboles. Estas cosas pasan, cualquiera lo sabe. Los otoños son unos criminales. Aquí no hubo guerras, sólo un homenaje a frecuentes víctimas del tango y el aire. Hasta las paredes se sienten culpables. Nadie se imagina lo que es Buenos Aires. Y otro poema al que, como el anterior, la autora puso música y cantó en uno de sus discos: Canción de cuna para un gobernante Duerme tranquilamente que viene un sable a vigilar tu sueño de gobernante. América te acuna como una madre con un brazo de rabia y otro de sangre. Duerme con aspavientos, duerme y no mandes que ya te están velando los estudiantes. Duerme mientras arriba lloran las aves y el lucero trabaja para la cárcel. Hombres, mujeres, niños, es decir: nadie, parece que no quieren que tú descanses. Rozan con penas chicas tu sueño grande. Cuando no piden casas, pretenden panes. Gritan junto a tu cuna. No te levantes aunque su grito diga: “Oíd, mortales”. Duérmete oficialmente, sin preocuparte, que sólo algunas piedras son responsables. Que ya te están velando los estudiantes y los lirios del campo no tienen hambre. Y el lucero trabaja para la cárcel. Pero junto a la rabia, la ternura, la obstinación de la esperanza: Porque me duele si me quedo, porque me muero si me voy, por todo y a pesar de todo, mi amor, yo quiero vivir en vos. Composiciones como “Fábulas urbanas”, “Carta de recomendación”, “Oración a la propaganda”.y “Oda a la burocracia”, entre otras, mostraban que no era necesario rasgarse las vestiduras ni internarse en herméticos laberintos para alcanzar la poesía. María Elena, como Santa Teresa, supo siempre que Dios también anda entre los pucheros y que la magia poética puede surgir de “una canción sencilla / como el agua de la canilla”. No resisto la tentación de leer un poema representativo de este modo tan personal de encarar un tema en apariencia poco poético y ejercitar, a la vez, un humor en el que subyace la crítica: Oda a la burocracia Monstruo de las legales delincuencias, yo te venero con papel sellado. Solicito tu lágrima de lacre, llorar de otro si digo en antesalas, enloquecerme el 8 del corriente, pensar en tu rocío de estampillas.
Pisas un alba de cafés con puchos, de primavera decretada. Tienes sobrinos calvos, guardapolvos grises, peluca consular, risa de fieltro, un gusto a secretaría amortiguada y la encuadernación de la agonía.
Amo tus Direcciones Nacionales, tu tímida inspección, tus Ministerios, la palidez de tus escribanías, la flora de subjefes, el otoño de tinta muerta que traspiras, todo lo que sucede al pie del expediente.
Acoges a los pobres en la seria sombra de tus primeras providencias. Con alta estima y consideración los petrificas en tus corredores con el objeto de acordarles una interminable cara de escarmiento.
Siempre nos faltará un certificado para morir, para cobrar el cielo. Nunca podremos ver gratuitamente la cédula de identidad de Dios ni hallar sin tu magnánimo permiso nuestros legajos en el Purgatorio.
Monstruo oficial, la que suscribe anhela descender a un infierno taquigráfico, desmelenarse sobre tus rodillas, legalizar un verde aburrimiento, impetrar tus puntuales almanaques y la fatalidad de tus teléfonos.
Y que un día le otorgues el delirio, la fichada emoción de tus archivos, que la autorices a obtener un alma, a comprobar su número de cuerpo, a pudrirse a tus pies debidamente desinfectada por la policía. Uno de los rasgos constantes y más originales en la obra de María Elena, con excepción de sus primeros libros de poemas, es el humor, un humor irónico que ella amalgama con un lenguaje ajeno al prestigio poético y que, sin embargo, logra el propósito de trascender su significación inmediata. Cuando hace diez años ingresé en esta Academia, María Elena me envió el dibujo de un elefante y una tarjeta que decía: “Querido Antonio: Un buen académico necesita: 1) Colmillos para masticar los discursos ajenos, 2) ser lenteja pero fuerte para soportar aluviones de metonimias, 3) tener grandes orejas para apantallarse en caso de soponcio, 4) llevar en el interior un elefantito de repuesto (para situaciones diversas), 5) gozar de buena memoria, por ejemplo, para no olvidar a los amigos que te quieren desde antes de tu consagración”. Una forma humorística, irónica, y también cariñosa, de tomarme el pelo. Más allá de la multifacética actividad de María Elena como autora de versos para niños, cuentista, novelista, autora teatral, compositora y cantante; más allá también de penosas vicisitudes personales, como la grave enfermedad que afrontó con enorme valentía; más allá de sus mudanzas políticas, de sus fobias y depresiones, María Elena es y continuará siendo una poeta incomparable, una de las voces más originales de la poesía argentina contemporánea. La literatura infantil y los versos cantados se han arraigado en la memoria de muchos compatriotas, en desmedro de los poemas de Otoño imperdonable, Apenas viaje, Casi un milagro, Baladas con Ángel y Hecho a mano; pero para los amantes de la poesía en el libro, estos títulos representan una obra ineludible, el testimonio de una singular y plural personalidad creadora. Alguien dijo que “honrar honra”. La Academia Argentina de Letras se honra al dedicar este reconocimiento a María Elena Walsh. Creo que todos estaremos de acuerdo en considerarla patrimonio vivo de nuestra cultura, un verdadero lujo de los argentinos. |
por Antonio Requeni
Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Argentina de Letras. Tomo LXXIII, septiembre-diciembre de 2008, Nº 299-300
Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras
Link del texto: http://www.letras.edu.ar/wwwisis/indice/Boletin%202008%20-%20299-300.html
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Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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