Vargas Llosa, Mario. La llamada de la tribu. 1a ed. Lima: Alfaguara, 2018
ensayo de Félix Reátegui Carrillo |
Hacía falta en la bibliografía de Vargas Llosa un libro en el que expusiera integralmente su visión liberal de nuestro tiempo con la pasión y la integridad con que documentó hace décadas su abandono del universo mental socialista. El que acaba de aparecer -La llamada de la tribu—es ese libro, y al mismo tiempo no lo es. Anunciado como una suerte de memoria intelectual, el libro es una galería de retratos de siete pensadores -Smith, Ortega y Gasset, Hayek, Popper, Aron, Berlin y Revel—a los que Vargas Llosa considera sus maestros de liberalismo. Pero, en realidad, esos retratos no se entrecruzan con los procesos creativos del autor; más bien, devienen piezas admirativas y abocadas a la difusión antes que a la confrontación del ideario liberal con los problemas de nuestro tiempo. Se trata, pues, de una instancia más de la misión de promover el liberalismo asumida por Vargas Llosa desde hace tres décadas: una tarea emprendida de manera intrépida y frontal, con fervor polémico y monotemático, con valentía y con tozudez, y, también, con resultados benéficos para la cultura política del Perú y de América Latina. Pero, por eso mismo, no es el libro del inconforme que Vargas Llosa ha querido ser durante toda su carrera literaria, sino el de un doctrinario instalado cómodamente en un salón ideológico que alguna vez fue un centro revulsivo, pero que hoy luce detenido en otro tiempo -el de la Guerra Fría, el de la impugnación del totalitarismo comunista muerto hace décadas, el de un mundo binario que no existe ya. Ninguna valoración de La llamada de la tribu debería ignorar el decisivo papel que Vargas Llosa ha jugado en el debate ideológico latinoamericano del último medio siglo. Si situáramos conceptualmente su viraje ideológico en el año 1975 -el año de su espléndido ensayo sobre “Camus y la moral de los límites”[1] —podríamos hablar de cuatro décadas de polémica razonada contra sí mismo, en un primer momento, y, en adelante, contra las diversas formas del pensamiento de izquierda en la región. En un mundo intelectual donde las mudanzas ideológicas se suelen hacer de manera furtiva o inopinada, el empeño de Vargas Llosa en registrar paso a paso su mutación de socialista en liberal ha sido una lección provechosa tanto para quienes abominan de ese cambio como para los que lo aprecian. La discusión áspera con Vargas Llosa o la asimilación de los autores e ideas que traía al debate le ha dado forma -una de sus formas—al debate público latinoamericano y, ¿cómo ignorarlo?, también ha contribuido a transformar nuestra realidad política. Sin embargo, por esa misma razón, la presentación del pensamiento de Berlin, Popper o Aron no podía tener mucho de novedosa en sí misma. Eso no es necesariamente un defecto siempre y cuando estemos ante un esfuerzo de divulgación. Pero, ¿es eso lo que se propone ser La llamada de la tribu? |
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Se trata de una recensión ordenada de los escritos más significativos de cada autor. Y si se toma los distintos capítulos como una unidad, pasando por alto las inevitables diferencias entre los autores, es también una propuesta de una narrativa liberal. Esa narrativa incluye un relato ejemplar de su combate épico contra totalitarismos y colectivismos, y una nómina de ideas que conforman, por así decirlo, el grado cero del liberalismo al uso: la primacía del individuo como unidad social, moral y económica de la vida humana; el necesario triunfo de la razón sobre atavismos, prejuicios y tradiciones; el rechazo de toda forma de tutela, y en especial de aquellas que, como la del Estado, se presentan como heraldos del bien común; la noción de que, antes que benevolente, el ser humano debe ser libre para perseguir sus intereses, pues, como enseñó Adam Smith, los egoísmos privados engendran la virtud pública; la deducción inapelable de que toda búsqueda planificada del bienestar colectivo profundizará los problemas que se quiere remediar, erosionará las libertades y abrirá paso al totalitarismo; la comprensión de que la historia humana no sigue ningún guion providencial ni racional y que quien se proclame conocedor de tal guion será un agente de la irracionalidad y del sufrimiento; y la afirmación de que, pese a su fe monolítica y militante en todo lo anterior, el liberalismo no constituye una ideología, sino, apenas, una cristalina dimanación del sentido común, y que es lo más ajeno al dogmatismo que ha producido la mente humana. Hay que decir que se trata de un conjunto de axiomas que han mostrado su validez en muchos momentos de la historia contemporánea y que, asumidos con prudencia, han permitido multiplicar la riqueza y el bienestar en una porción apreciable del globo y han rescatado a millones de vidas de las inhumanas burocracias comunistas del Viejo Mundo y de los chapuceros populismos latinoamericanos. Cualquiera sea la reserva que nos merezcan el materialismo economicista de un Hayek o el reduccionismo lógico de un Popper, no cabe ignorar que el liberalismo ha sido, y debe seguir siendo, una fuerza bienhechora en el mundo actual. Pero también hay que reconocer que esa vulgata liberal tiene agujeros e inconsistencias y, sobre todo, que, si el liberalismo del siglo XXI es lo que Vargas Llosa expone en La llamada de la tribu, entonces el liberalismo necesita un urgente aggiornamento para seguir siendo la voz imprescindible que ha sido desde el siglo XVIII. Se podría decir que el liberalismo de nuestro tiempo nace como un anticomunismo y como un antifascismo. Desde esa óptica, Hayek, Aron, Popper y Berlin, tal como son presentados por Vargas Llosa, son los legítimos fundadores. Ellos, y también las decenas de disidentes que terminarían integrando la intelectualidad socialdemócrata, pueden simbolizar la fuerza intelectual que a fines del siglo XX terminó por deslegitimar al comunismo soviético después de haber vencido, décadas atrás, al imaginario fascista. Pero, en ese caso, toda presentación del liberalismo como el cuerpo de ideas producido por esos autores tendría que tomar la medida de sus insuficiencias e inconsistencias, así como la de sus aciertos. Una de aquellas, muy recurrente en los escritos liberales de Vargas Llosa, es la identificación de individualismo y liberalismo. Ya Ortega y Gasset debería servir de antídoto contra esa confusión. Después de todo, un libro como La rebelión de las masas no hace otra cosa que señalar en ese individuo solo y gregario al mismo tiempo, producido por el industrialismo y por la democracia de masas, al germen de una cultura antiliberal y ajena a los ideales de la Ilustración[2]. Fue entre esas masas de átomos que el fascismo cosechó su clientela, lo cual debería llevar a preguntarse en qué situaciones históricas las masas de individuos dan lugar a una ciudadanía y a considerar todas esas circunstancias en las que eso no ha ocurrido. Otra cuestión es el papel ambivalente que la racionalidad ocupa en el imaginario liberal. Hay que recordar que en los inicios de la imaginación liberal se encuentra el criticismo, es decir, la indagación sobre los alcances y límites de la razón. Esto es cierto para la tradición anglosajona al igual que para la tradición europea continental. John Locke y David Hume, sin los cuales Adam Smith es inconcebible, inician su camino filosófico explorando las potencias de la razón o del e ntendimiento humano. En Europa continental es inverosímil pensar en el liberalismo sin Kant y es imposible evocar a Kant sin su llamado a “una estimación racional del propio valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo”[3]. Y ambas tradiciones, como lo sabemos por Isaiah Berlin, confluyen en una misma convicción: que, siempre que ejerzan su razón, los seres humanos son dueños de su destino, es decir, son sujetos libres para imaginar el futuro y son sujetos capaces de convertir su imaginación en realidad. Ahora bien, el racionalismo es una potencia ambivalente, pues puede adquirir la forma de un escepticismo corrosivo o la de una mentalidad ingenieril. Cuando, según Vargas Llosa, Popper afirma la primacía de la razón como la mejor barrera contra la barbarie y cuando Hayek denuncia la aplicación de la razón a la organización de la vida social como una “arrogancia fatídica” que solo puede llevar a una hecatombe, ¿están hablando de lo mismo? ¿El liberalismo aplicado a la existencia humana en sociedad es un racionalismo o es un irracionalismo? ¿Cuál de los dos, Hayek o Popper, está situado en la historia y cuál trata a la razón como una potencia metafísica o como una figuración lógica? Si el gran hallazgo de Hayek es que todo intento de planificación racional conduce al totalitarismo, ¿dónde están los totalitarismos británico, escandinavo o francés teóricamente propiciados por el dirigismo económico keynesiano? ¿O es que su hallazgo no pasa de ser una deducción formal, un deliquio racionalista equiparable a las catedrales lógicas construidas por un Louis Althusser o un Nikos Poulantzas desde el campo marxista? Conviene repetirlo: el liberalismo ha sido una fuerza bienhechora a lo largo de toda la Modernidad, pero lo ha sido porque siempre estuvo históricamente situado. Amaneció combatiendo el absolutismo monárquico en el siglo XVI, maduró y casi se suicidó tratando de humanizar las revoluciones del siglo XIX, y resucitó en el siglo XX para enterrar al fascismo y para barrer los escombros del comunismo. Pero han pasado casi tres décadas desde entonces, y, salvo excentricidades como el “socialismo del siglo XXI” de cuño chavista, el comunismo no existe como un reto verdadero para el pensamiento liberal. Y es por eso que, más allá de su claridad y su economía expositiva, La llamada de la tribu tiene un aire extemporáneo: porque en lugar de mostrarnos los nuevos retos y las nuevas posibilidades del liberalismo como fuerza civilizadora, insiste en aporrear a un enemigo vencido y enterrado hace décadas. Son otras las preguntas y otras las amenazas de las que el liberalismo debería ocuparse hoy. ¿Qué nos puede decir el liberalismo de Berlin, Hayek, Popper o Aron sobre el mundo pluricultural que hemos terminado por aceptar? ¿Qué tienen que decir sobre las nuevas comprensiones de la ciudadanía germinadas por la propagación de la democracia a otros mundos culturales? ¿Qué cabe pensar sobre la benevolencia que las más potentes democracias liberales obsequian a la rígida dictadura de mercado instaurada en China? ¿Cómo conciliar el pensamiento de los proverbiales hombres heterosexuales blancos europeos y muertos del canon vargasllosiano con las nuevas identidades étnicas y de género? ¿Qué tiene el liberalismo que decir ante el proteccionismo ambientalista, tan racionalista, por su parte, como lo es la fe en los equilibrios del mercado? Esas son preguntas relevantes para un liberalismo del siglo XXI, y no es descartable que en el pensamiento de Berlin o de Revel o de Aron se encuentre respuestas a eso, del mismo modo en que, después de todo, el marxismo de Marx ayudó a pensar el capitalismo postindustrial del siglo XX. Pero para ello es necesario sacarlos del contexto de la Guerra Fría en que crearon sus obras. Y ello incluye, por cierto, reconocer a los nuevos enemigos reales del pensamiento liberal. El pensamiento socialista ha dejado de ser ese enemigo principal en el siglo XXI, en parte porque se halla exhausto, pero principalmente porque, después de todo, el socialismo es también un hijo de la Ilustración. Y, por ello, en diversas sociedades el liberalismo y el pensamiento de izquierda son, o deberían ser, aliados antes que enemigos en la oposición a un mismo rival: las tendencias reaccionarias que se propagan desde hace una década. El liberalismo tiene hoy la obligación de dar respuestas contundentes, persuasivas a las diversas fuerzas contrailustradas emergentes en este siglo: el fundamentalismo religioso cristiano y no cristiano que se ha asentado en el centro de las democracias liberales, el populismo antintelectual del cual es emblema Donald Trump, el fascismo oportunista de Vladimir Putin y su pequeña clientela europea rampante en Francia, en Austria y en la Europa central. Todas esas son fuerzas convergentes en un mismo centro antiliberal, sobre el cual La llamada de la tribu dice muy poco. El enemigo más potente del liberalismo, hoy, no está a la izquierda sino a la derecha[4]. Pero quizá la miopía del liberalismo actual a la hora de mirar a sus nuevos rivales sea expresión de una falta de tensión intelectual, de pérdida de capacidad crítica. Y, si se juzga por esta colección de ensayos de Vargas Llosa, se podría decir que en ningún lugar se observa esa pérdida tan claramente como en la relación del liberalismo consigo mismo, con lo que el liberalismo cree que es, además de un discurso político y económico. En un pasaje famoso de Esperando a Godot, la conocida pieza de teatro del absurdo de Samuel Beckett, Vladimir y Estragón declaran mutuamente su felicidad y terminan preguntándose: “Y ahora que estamos felices, ¿qué hacemos?”. La profunda tristeza de esa felicidad tendría que sugerir, también, al menos como sospecha, al menos como un atisbo de mala conciencia, las hipotéticas servidumbres de la libertad. “Y ahora que somos libres, ¿qué hacemos?” es la pregunta que se han hecho diversos pensadores de la órbita liberal cuando se han permitido ir más allá del catecismo. Fue la pregunta que se hizo, por ejemplo, Max Weber -de quien Vargas Llosa tomó una frase como epígrafe de El pez en el agua, en 1993— después de describir la épica de la modernidad. Cuando la racionalidad sin frenos y el pensamiento secular abatieron toda forma de tutela tradicional, decía Weber, el ser humano devino libre, pero solo para encontrarse con este nuevo problema: ¿qué hacer con esa libertad? ¿Es la libertad un medio o un fin? ¿Existe algún contenido sustancial de la vida humana que deba ser realizado por medio de la libertad o es que la libertad puede resolverse en capricho egotista, en narcisismo infantil y seguir siendo libertad? ¿Cuáles son los nexos entre el concepto formal de libertad y, por ejemplo, el ejercicio de la maldad o de la autodegradación o de la simple frivolidad? ¿Por qué no es admisible, o por qué sí lo es, renunciar libremente a la libertad? ¿Qué relación hay entre el ejercicio sin frenos de la libertad y la civilización del espectáculo que tanto irrita a Vargas Llosa? ¿Es la frivolidad en las artes y las letras (y en la política y en las pequeñas vidas cotidianas) un resultado accidental y eludible de la civilización liberal o es su inevitable excrecencia del mismo modo en que, para un liberal a lo Hayek, el gulag soviético es el subproducto fatídico de cualquier iniciativa colectivista? Fuera de las distinciones de Isaiah Berlin entre libertad positiva y negativa o de los reflejos elitistas de un Ortega y Gasset inquieto por la insurgencia del vulgo emancipado, no hay nada entre los autores reseñados que indique una reflexión matizada sobre el sentido de la libertad: ausencia de restricciones, atajo al Estado, rechazo de la cultura comunitaria, comercio sin barreras, garantías a la soberanía del individuo, parecen ser todo lo que necesitamos. Y en esa versión del liberalismo se omiten cuestiones filosóficas e históricas básicas. Una de ellas es el simple hecho de que, como ya se ha dicho, no es lo mismo individuo que ciudadano, como lo supieron con provecho los fascismos a inicios del siglo XX. Otra es que, en rigor, ninguna noción de libertad puede cobrar realidad práctica sin procurar un equilibrio positivo con la necesaria existencia de una comunidad, pues solo se es libre en relación con un mundo de restricciones. Estas cuestiones -la sospecha de las dificultades de la libertad, la visión de la libertad como complemento obligado y necesario de una conciencia imperfecta— exceden los límites de la política y de la economía. Preguntarse sobre ellas es quehacer de la filosofía, del arte, de las actividades especulativas. Y ellas no pueden ser traducidas en un programa de acción, pero sí nos pueden rescatar de la mentalidad esquemática y, a la larga, oportunista y amoral de tantos liberales latinoamericanos. Eso lo sabe bien Vargas Llosa, pues lo ha experimentado en carne propia: fue él quien abrió las puertas al liberalismo en el Perú con una notable audacia de pensamiento solo para ver después a sus colaboradores y seguidores más entusiastas -políticos viejos y nuevos, técnicos, empresarios—correr a abrazar en nombre del mercado a una dictadura que se afirmaba liquidando el lenguaje cívico. Pero, aun si no hubiera tenido esa experiencia, Vargas Llosa tendría las armas para cultivar una visión más densa e interrogativa de la libertad por sus mismos orígenes ideológicos, es decir, por ese fervoroso culto juvenil a Jean Paul Sartre que repudió razonadamente para adoptar las ideas de Camus, primero, y de Berlin, Hayek y Popper, después. ¿No es el pensamiento del mejor Sartre, acaso, una interrogación problemática sobre la libertad y su inevitable correlato, la responsabilidad, una reflexión que se sitúa en el campo de la conciencia humana y que se pregunta qué libertad es posible dada esa conciencia limitada, porosa, intimidada y, sin embargo, voluntariosa y deseante? ¿No es, acaso, ese sustrato de dudas y suspicacias filosóficas, esa relación inquisitiva con la libertad, lo que comunica su mayor potencia artística a novelas como La ciudady los perros y Conversación en la Catedral, lo que les permite trascender el virtuosismo formal para convertirse en auténticas exploraciones estéticas, es decir, en vehículos de pensamiento e interrogación? Cuando se lee a Vargas Llosa sobre Hayek o Popper se echa de menos al lector de Georges Bataille y su anunciación del fondo bestial del ser humano, de Flaubert y su escepticismo sobre los poderes de la urbanidad, de Faulkner y su glorificación de un pasado turbulento que relativiza nuestras ideas más felices y conformistas de la modernidad. Al leer a Vargas Llosa mientras expone su canon liberal de manera tan rectilínea y confiada uno quisiera ver infiltrarse en el libro al antiguo sartreano, del mismo modo en que al leer a otro formidable converso, Octavio Paz, uno se tropieza con la voz sedicente del joven poeta surrealista que alguna vez fue socavando su fe en el mercado, en la buena conciencia burguesa y en la autosuficiencia de la razón. Y en esa falta de un careo entre Vargas Llosa y Vargas Llosa residen el mayor misterio y la mayor desazón generados por este libro. La llamada de la tribu es presentada como una autobiografía intelectual, pero no lo es. O lo es solo en el sentido obvio en que, para todo lector, la historia de su vida es la historia de sus lecturas. Pero en este caso el lector es sobre todo un escritor. Y, por ello, un recuento autobiográfico de sus lecturas liberales tendría que decirnos, también, cómo es que ellas se entrecruzan con su escritura, cómo la alimentan y, sobre todo, cómo entran en fricción con ella. Y ese tema -el de las lecturas ideológicas y la ficción—es de particular interés en la producción de Vargas Llosa. Quien se haya aburrido con el anodino narcisista que es Rigoberto habrá advertido ahí, al menos, una involuntaria reducción al absurdo del individuo soberano de la vulgata liberal. Quien se haya topado con las dudas secretas del narrador de El Hablador o las dudas agónicas de Roger Casement, en El sueño del celta, sobre el poder bienhechor de la colonización europea, habrá notado algunas grietas furtivas en la monolítica creencia de Vargas Llosa en el papel redentor del Occidente moderno. El ensayista y el creador de ficciones que conviven en Vargas Llosa han existido siempre en una aguda tensión. Habría sido un gran servicio al pensamiento liberal que esa tensión se hubiera trasladado a estos ensayos. Porque o el liberalismo es un pensamiento crítico, una duda metódica y constante, o es una concesión involuntaria al sentido común. Notas: [1] Plural, V, 3, núm. 51, México DF, diciembre de 1975.
[2] Ortega y Gasset se refiere al individuo “no cualificado” como el sustrato de lo que sería el fenómeno de masas. Ortega y Gasset, José. La rebelión de las masas (1929). Madrid: Espasa Calpe, 1980.
[3] La asociación íntima entre libertad y “uso del entendimiento” es afirmada categóricamente por Kant en su conocido ensayo “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?” (1784). Kant, Immanuel. En defensa de la Ilustración. (trad. de Javier Alcoriza y Antonio Lastra). Barcelona, Alba, 1999.
[4] Sobre la corriente neofascista europea y el patronazgo de Putin véase Sneider, Timothy. “The Battle in Ukraine Means Everything. Fascism returns to the continent it once destroyed”. The New Republic, May 11th, 2014. https://newrepublic.com/article/117692/fascism-returns-ukraine |
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Ensayo de Félix Reátegui Carrillo
Instituto de
Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú
Publicado, originalmente, en Dissidences - Hispanic Journal of Theory and Criticism Volume 8
Bajo el auspicio del Departamento de Lenguas Romances y el Programa de Estudios Latinoamericanos de Bowdoin College, Dissidences se dedica al estudio de problemas de teoría literaria y cultural en relación con todos los periodos históricos de América Latina y España.
Link del texto: https://digitalcommons.bowdoin.edu/dissidences/vol8/iss13/10
Editado por el editor de Letras Uruguay
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