-La otra semana viajaremos a la ciudad maya de Copán –anunció la maestra.
-¡Eeeeh! – gritaron los niños mientras saltaban de alegría y se abrazaban.
-Explíquenos maestra, ¿cómo a va ser ese viaje? –preguntó Carmen, una niña de ojos rasgados y cabello peinado con dos hermosas trenzas negras.
-Iremos todos para que puedan ver las maravillas de que fueron capaces nuestros antepasados los mayas. Estoy seguro de que Copán va a gustarles mucho y que también aprenderán mucho más –afirmó la profesora mientras borraba el pizarrón-. Tendrán que pedir el permiso de sus padres lo más pronto posible.
-Yo estoy seguro de que mi papá me dará el permiso –era Rubén Darío con sus ojos azules y sus rizos dorados sobre la frente-. Y a ti Ernesto ¿te darán el permiso?
-No se si mi abuela querrá. Pero pienso que sí.
-En mi casa hay libros sobre los mayas y sobre Copán –dijo Mario Fernando-, hoy mismo me pondré a leerlos. Profesora, quiero hacerle una pregunta: ¿podré llevar a mi ratoncito gris y a mi globo terráqueo?
-¡Quéee!, ¿ratón? –exclamó la maestra con gran asombro-. No, Mario Fernando, tengo terror a los ratones. ¿Pero, cómo te atreves a pedirme que llevemos a un ratón?
-¡Si, profesora! –gritaron los niños al unísono-. Deje que Mario Fernando lleve a sus amiguitos que también son amigos nuestros.
La maestra recién había inaugurado el curso y no tenía noticia del ratoncito gris ni del globo terráqueo, ampliamente conocidos por los niños del grado.
-¡Ah! Parece que se trata de un ratón muy popular, ¿no es cierto?
-¡Si, maestra! –afirmó Javier, al tiempo en que se levantaba de su pupitre y se adelantaba para situarse muy cerca de la maestra-. Mario Fernando lo ha traído muchas veces a la clase. Es encantador. Tiene el hocico gris, las orejas grises, los ojos grises, la colita gris y siempre lleva una chaqueta y un sobrero grises. Además sabe leer.
-Siendo así, no veo ningún problema. Trataré de superar mis fobias. Bueno, y el otro personaje ¿quién es?
-Es un globo terráqueo también encantador. Ya lo conocerá usted profesora –respondió Cintia.
-Ni modo, tendremos dos acompañantes más. Bien, hoy mismo llevarán a sus casas esta hoja que deberán devolver mañana firmada por sus padres autorizándoles a viajar. Traten de no olvidar traerla de nuevo.
-¡Si profesora, si profesora! –gritaron todos los niños en coro, sumamente felices por el maravilloso viaje que les proponían.
Al finalizar las clases de ese día, Mario Fernando salió apresurado para su casa. No necesitaba ir en bus porque vivía a unos pasos del colegio. Y, en cuanto llegó, fue corriendo a su habitación en donde estaba el globo terráqueo en la mesita situada junto a la ventana. Al globo terráqueo le gustaba ese lugar porque desde ahí le era posible ver el cielo y las estrellas durante las noches y porque durante el día podía dormir a sus anchas mientras Mario Fernando estaba en la escuela. En una pequeña caja de cartón acolchonada, el ratoncito gris se había quedado dormido cuando leía un libro de poemas de Jaime Sabines, un poeta mexicano. El ratoncito gris había regresado desde el campo hacía apenas unos cuatro días. Mario Fernando ni siquiera saludó a sus papás, sino que, como he dicho, fue directamente a su habitación y abrió la puerta de tal manera que tanto el globo terráqueo como el ratoncito gris se despertaron.
-¿Qué pasa, Mario Fernando? – preguntaron simultáneamente el globo terráqueo y el ratoncito gris.
-Iremos a Copán, la antigua ciudad de los Mayas –mientras hablaba, se quitó la mochila y la tiró sobre la cama, luego abrió las puertas del librero y tomó dos gruesos volúmenes que ahí había sobre los mayas y Copán-. Ustedes irán conmigo, la profesora me ha dicho que puedo llevarlos. Al principio se asustó, pero mis compañeros la convencieron…
El globo terráqueo y el ratoncito gris no salían de su asombro, no sabían realmente que responder. Miraban a Mario Fernando afanado revisando aquellos gruesos volúmenes llenos de impresionantes y coloridos dibujos y fotografías.
-Repite, Mario Fernando, ¿qué has dicho? – gesticuló por fin el globo terráqueo.
-Si, ¿de qué se trata realmente? –terció el ratoncito gris mostrando su asombro con un ligero ademán de sus manitas.
-De lo que les acabo de decir: iremos a Copán Ruinas y ustedes dos vendrán conmigo.
-Busquemos dónde está Copán en el globo terráqueo –propuso el ratoncito gris.
-¡Qué buena idea! Eso haremos –y diciendo esto Mario Fernando se puso a buscar en el globo terráqueo.
El globo terráqueo giró sobre su eje para quedar con el mapa de Centro América y el de Honduras frente a Mario Fernando y al ratoncito gris. Además, como pudo, el globo terráqueo encendió un punto de luz en el sitio exacto en donde está situada la ciudad maya de Copan, en el Occidente de Honduras, de tal suerte que fue muy fácil localizarla.
-¡Aquí está Copán! –chilló el ratoncito gris-. ¡Aquí está!, ¿la ves Mario Fernando?
-Claro que la veo –dijo Mario Fernando.
-Es una ciudad muy bella y monumental –afirmó el globo terráqueo-. Ustedes deberán saber que la ciudad de Copán, por su belleza arquitectónica y por su antigüedad se ha considerado como parte del patrimonio de la humanidad.
-El globo terráqueo sabe mucho de esto –dijo el ratoncito gris-. Me parece que será un viaje maravilloso. Yo estoy dispuesto a ir, aunque me tarde unos días más para regresarme al campo.
-Yo también iré –dijo con el mismo entusiasmo el globo terráqueo-. Y pienso igual: será un viaje maravilloso.
-Entonces vamos a prepararnos. Vuelvo en un momento porque iré a contarle a mis papas, además deberán darme una autorización para poder viajar.
Mario Fernando salió de la habitación. El globo terráqueo y el ratoncito gris se quedaron hojeando los libros sobre Copán. El ratoncito estaba maravillado de las imágenes y el globo terráqueo le explicaba algunas cosas sobre las que el ratoncito gris preguntaba.
-Ahora entraremos en el túnel para que puedan apreciar cómo los mayas construían sus templos piramidales, uno encima del otro. En este complejo hay varios templos superpuestos, cada uno corresponde a un reinado. Entre los mayas, cuando un gobernante moría, quien le reemplazaba edificaba un monumento nuevo encima del que había sido erigido por su antecesor. En este túnel nos toparemos con varios de esos templos, pero el más hermoso, el más bello en su arquitectura y en su decoración es el tempo Rosa Lila, llamado así por los arqueólogos que lo descubrieron porque está pintado de un bello color rosa lila.
Todos los niños y la profesora seguían con atención las explicaciones del guía que demostraba un amplio conocimiento de la historia de los mayas y de la ciudad maya. Cuando penetraron en el túnel tuvieron miedo porque el lugar era húmedo, la atmósfera tenía un raro olor a hongos y las luces eran tenues. Pronto estuvieron frente a los muros del templo Rosa Lila. El guía advirtió a los niños que no deberían tocar las paredes y todos cumplieron la recomendación. Él, incluso, solamente las señalaba o las tocaba con una vara que terminaba en una pluma de guacamaya. Mario Fernando estaba acompañado del ratoncito gris y del globo terráqueo. El ratoncito gris en una de las bolsas de la chaqueta. Además le había simpatizado a la maestra que terminó por aceptarlo e incluso se permitió tenerlo por unos minutos en sus manos. El globo terráqueo iba en la mochila, acomodado de tal manera que no se perdía ningún detalle de lo que decía el guía y de lo que observaba de los monumentos. Mario Fernando, por su parte, anotaba en una libreta todo lo cuanto oía y miraba.
Los niños y la maestra estaban asombrados con la belleza del templo Rosa Lila e hicieron preguntas muy pertinentes al guía. Éste contestaba con mucha sabiduría y entusiasmo a todas las inquietudes.
Estaban a punto de iniciar el retorno cuando repentinamente se apagaron las bombillas que iluminaban el túnel. Todos los niños gritaron asustados y se tomaron de la mano mientras preguntaban qué pasaba y llamaban a la maestra quien les tranquilizaba, con la ayuda del guía, explicándoles que se trataba simplemente de una falla de la electricidad.
-Además aquí tengo una linterna a pilas en mi maletín. En unos instantes estaremos nuevamente iluminados –dijo el guía con voz tranquilizadora.
Pero el guía no había encendido la linterna todavía cuando Mario Fernando sintió que dos personas lo tomaban por los brazos y lo conducían apresuradamente, junto con el globo terráqueo y el ratoncito gris, hasta el fondo del túnel todo lleno de tinieblas, mientras le hablaban:
-No se preocupen, somos Huanahpú e Ixbalanqué. Durante largo tiempo reinamos como astros en el cielo maya, vigilando que nuestra estirpe no se extinga. Hemos querido arrancarles durante un rato del grupo para llevarles a dar un paseo por el reino de la maldad de los señores de Xibalbá, señores a los que hemos vencido y exterminado, rompiendo el maleficio que en ellos moró durante largo tiempo, en la época en que los abuelos crearon el universo.
Mario Fernando y sus amigos no salían del asombro pero, como los tres eran muy decididos, aceptaron de buena gana la invitación que les hacían aquellos extraños personajes que llevaban unos atuendos muy atractivos y se olvidaron de su maestra, de sus compañeros y del guía. Pronto pudieron observar a sus captores porque entraron de improviso en un pequeño valle iluminado, lleno de inmensos árboles y de la más variada diversidad de animales. Por ahí discurría un angosto e interminable sendero flanqueado de plantas cargadas de flores que despedían un agradable aroma. El sendero conducía a Xibalbá.
Huanahpú e Ixbalanqué eran dos príncipes apuestos y jóvenes. Estaban vestidos con nobleza o como dioses: ambos llevaban en sus cabezas penachos con bellas plumas verde tornasol de quetzal y rojas de guacamaya, como símbolo de su alta jerarquía. Sus pies calzaban mocasines de cuero de venado y vestían con un balandrán de piel de puma exquisitamente decorado con imágenes similares a las de los códices. En el cuello, la cintura, los brazos y los tobillos tenían atados sonajeros de conchas de mar y caracoles pequeños. Cada quien llevaba un hermoso cinturón que a Mario Fernando le hicieron recordar los cinturones de los gobernantes mayas que se podían apreciar en los monumentos que hay en Copán y que son conocidos como estelas. Cada uno cargaba una cerbatana, una flauta de bambú y una pelota de caucho. Ah, también se me olvidaba que lucían sendos y preciosos collares con cuentas de jade y de coral y bellísimos pectorales de jade.
Los cinco siguieron el sendero que se hacía cada vez más amplio. Huanahpú ayudó a cargar al globo terráqueo e Ixbalanqué se hizo cargo del ratoncito gris. Mario Fernando sentía que los pies no le pesaban y que caminaba como si fuera suspendido en el aire. Sobre sus cabezas volaban, en círculos, bandadas de pájaros y de guacamayas parlanchinas. No tardaron en llegar a un río que cruzaron sin mojarse y seguidamente traspasaron otros muchos más, hasta que el sendero los llevó a un sitio en donde había una hendidura en una piedra gigantesca y blanquecina custodiada por un puma y por dos guacamayas. Entraron en un túnel a través de la hendidura y continuaron, entre las tinieblas apenas alumbradas por las mortecinas luces de unos cocuyos, por un valle que terminaba en una laguna de aguas oscuras. Atravesaron la laguna navegando en una improvisada balsa de bejucos y remando con las manos. Luego llegaron a una selva y la cruzaron hasta que arribaron a un sitio en donde el camino se dividía en cuatro senderos, uno rojo, otro negro, otro blanco y otro amarillo. Huanahpú e Ixbalanqué, junto con sus invitados, tomaron el camino desde donde provenía una extraña música. Tras una breve caminata por fin estaban frente a las puertas de Xibalbá.
El viaje se hizo en un abrir y cerrar de ojos, pero a Mario Fernando y a sus amigos les pareció que duró horas. Sin embargo, en el camino, Mario Fernando no iba sobre el suelo, sino suspendido en el aire.
Al lado de las puertas de Xibalbá había dos rocas de moderado tamaño que podían usarse como asientos. Ahí se sentaron los jóvenes dioses mayas y sus amigos. Entonces Hunahpú e Ixbalanqué comenzaron a relatar la historia de cómo sus abuelos y sus padres vencieron a los soberbios.
-Como verán, mis queridos amigos –comenzó Ixbalanqué-, en estas tierras de los dominios mayas, hace muchísimos años, vivieron los señores Ahpú, hijos de nuestros abuelos Ixpiyacoc e Ixmucaná. El abuelo Izpiyacoc murió cuando los Ahpú, nuestros padres, eran aún niños.
-Nuestros padres, los Ahpú, eran hombres de gran sabiduría –continuó Huanahpú-. Sabían mucho de magia y de hechizos y practicaban con gran perfección el canto, la oratoria, la joyería, la escritura, el cincelado, la talla y además eran profetas. Leían el futuro en las estrellas y en las líneas de la mano. No había quehacer extraño a sus habilidades. Eran personajes pródigos y desconocían por completo el egoísmo y por eso siempre estaban prestos para auxiliar a quien les pidiera ayuda.
-Además eran alegres y se divertían jugando con perfección a la pelota -intervino Ixbalaqué-. Cada vez que llegaban al campo de pelota iban vestidos con gran galanura y elegancia como corresponde a los hombres de bien y a los descendientes de los abuelos creadores del universo. Estas habilidades y esta prestancia despertaba la envidia de muchos.
-Los Ahpú vivían en una casa ubicada en un barrio en donde sus habitantes tenían fama de bondadosos. Abundaban ahí los peces y los pájaros. El aire era fresco y aromado y en las calles se escuchaba una música agradable. La lluvia era como una canción. Y las canciones como flores tiernas y alegres. Los niños estaban encendidos por el fuego de la alegría, porque eran más alegría que niños, leían poesía de los poetas mayas y corrían tras las mariposas, las nubes y las sirenas, no para molestarlas sino para jugar con ellas. Las aves se posaban en las bardas y entonaban alegres trinos, picoteaban los granos de maíz que les tiraban desde las casas y bebían aguamiel en las acequias sin que nadie les hiciera daño.
-Pero quienes más envidiaban a nuestros padres eran los señores de Xibalbá, todos ellos seres malévolos. Recordaré algunos –dijo Huanahpú-: Xiquiripac y Cuchumaquic, que se ocupaban en enfermar la sangre de las gentes; Ahalpú y Ahalganá, empeñados en hinchar las piernas de las gentes, llagarles los pies y ponerles la piel amarilla; Chimiabac y Chimiaholom afanados en romper los huesos de las personas golpeándolas con garrotes nudosos: Ahalmez y Ahaltoyob picaban los ojos de los ahorcados y se los vaciaban: Xic y Patán, apretaban la garganta de los moribundos.
-Eran realmente tan malignos todos estos Señores de Xibalbá –reafirmó Ixbalanqué-, que el gavilán mensajero del dios Hunrakán, ave celeste que descendió de los cielos, se enteró y pudo hacer comparaciones entre la bondad y la sabiduría de los Aphú y la maldad de los señores de Xibalbá.
Realmente estamos asombrados –habló Mario Fernando asumiendo la representación de sus amigos. Todos ellos seguían casi en éxtasis los relatos de Huanahpú e Ixbalanqué y no dejaron de inquietarse cuando escucharon sobre los señores de Xibalbá, pero Mario Fernando les tranquilizó diciéndoles que se trataba de una historia que él ya había leído en un libro que se llama Popol Vuh.
-Y ¿qué pasó con los abuelos Ahpú? –preguntó muy inquieto el ratoncito gris.
-Pues que los Señores de Xibalbá al ver las habilidades de los Ahpú para el juego –continuó Ixbalanqué-, al enterarse de que eran incansables e invencibles, se llenaron de envidia y se ensoberbecieron. Entonces ocurrió que enviaron a cuatro mensajeros que eran cuatro búhos diferentes -uno gritaba, otro reía, otro rugía y el cuarto silbaba- a buscar a los Ahpú para jugar con ellos, vencerlos y castigarlos.
El globo terráqueo y el ratoncito gris se habían acercado a Mario Fernando para sentir con su contacto mayor seguridad. Los tres seguían atentos los relatos de los jóvenes príncipes. El ratoncito gris no tenía quietos sus ojos y su cola se movía nerviosamente y el globo terráqueo había improvisado un par de ojos asombrados usando las islas de Jamaica y Puerto Rico.
Ixbalanqué continuó con el relato:
-Posados en el muro del campo de juego de pelota, los búhos comunicaron a los Ahpú el recado que traían de parte de los Señores de Xibalbá.
-«¿En verdad lo que nos comunican es cierto?» –contestó uno de los Ahpú interrumpiendo el juego.
-«En verdad es cierto. Lo habéis oído. Nosotros solo cumplimos con un mandato»–dijeron los búhos en coro.
-«Pues si es así, decidles a los Señores de Xibalbá que atenderemos su invitación. Pero antes debemos despedirnos de nuestra madre».
-«Nosotros no tenemos prisa. Tómense el tiempo que quieran que les esperaremos para conducirles hasta donde están nuestros Señores».
Cuando Ixmucané escuchó lo que sus hijos le comunicaban, se puso triste pero sabía que ellos se debían a un destino fijado por el gran dios Hunrakán y les instó a cumplir la orden de los Señores de Xibalbá. Pero les aconsejó se despojaran de sus atuendos de príncipes y de sus pelotas de hule para guardarlas, ella, en un lugar seguro.
Así lo hicieron. Mientras guardaban sus vestiduras y sus pelotas, la madre Ixcumané les aconsejaba que fueran prudentes y siguieran los pasos de sabio de sus padres sin olvidar los oficios que eran tradición de su estirpe.
-«Mantengan el calor en el corazón de su abuela» –dijo Ixmucané-. «El fogón estará encendido siempre en reminiscencia vuestra».
Cuando los Ahpú partieron, la madre Ixcumané comenzó a llorar.
-«No llores madre» – dijeron los Ahpú, para consolarla-. «Aún no morimos. Quedan contigo nuestros hijos que son tus nietos que sabrán honrar tu ancianidad».
-¿Pero cómo fueron tan ingenuos que se dejaron engañar? –interrumpió el ratoncito gris.
-En verdad no entiendo – agregó el globo terráqueo- ¿Por qué tenían que ir si sabían que les engañarían y les vencerían de mala forma, con fraude?
-Estoy realmente conmovido –dijo Mario Fernando.
-Realmente es una historia conmovedora –respondió Ixbalanqué-, pero al final se impone la justicia. Luego verán.
-Si es así, sigan con su historia –pidió el ratoncito gris.
-Los Ahpú recorrieron el mismo camino que acabamos de pasar –explicó Huanahpú y continuó con el relato.
Al llegar a Xibalbá los Ahpú, guiados por los búhos, los Señores les pusieron prisioneros, pues al despojare de sus elementos de esplendor habían perdido sus verdaderos poderes, razón por la cual cayeron fácilmente.
Los Ahpú fueron sometidos a varias pruebas en las que, a pesar de que eran claros triunfadores, se les consideraba perdedores por parte de los jueces y se les declaraba vencidos. En seguida fueron encerrados en una cueva negra y estrecha hasta donde llegaron unos verdugos, por la mañana, con las caras pintadas de rojo y amarillo, y unos mazos con los cuales dieron muerte a los Ahpú, golpeándoles en la cabeza.
-Estoy realmente conmovido –expresó el ratoncito gris.
-Y a mi me pasa lo mismo –dijo el globo terráqueo.
-Bueno –dijo Mario Fernando-, dejemos a nuestros amigos que cuenten su historia. ¿No les parece?
-Si, está bien, que continúen.
Huanahpú contó entonces cómo los verdugos descuartizaron los cuerpos de los Ahpu y los enterraron en un lugar llamado Pacbal Chah. Pero las cabezas de los hermanos fueron colgadas de un árbol que por antiguo era conocido como «El Abuelo». Al llegar la noche, ésta fue tan oscura que las estrellas no podían verse. Sucedió también que se apagaron las fogatas, el viento sopló con ráfagas tan tormentosas, que derribó árboles y rompió ramas. Pero al amanecer el árbol llamado «El Abuelo» estaba florido y luego dio frutos. Se miraba tan hermoso que despertó la curiosidad de todos. Los Señores de Xibalbá asombrados con el suceso se enteraron además de que las cabezas habían desaparecido. Temerosos, dispusieron que nadie se acercara a ese árbol.
Huanahpú continuó el relato con gran emoción.
Fue tanta la impresión que causaron estos hechos que las noticias llegaron a oídos de una doncella de Xibalbá llamada Ixquic. Ella sintió un deseo irrefrenable de ir a ver al árbol y pidió permiso a su padre, pero él se lo negó. Ixquic desobedeció y fue sola a donde estaba el árbol florecido, lleno de hojas y de frutos. Ixquic dudaba si tomar y comer uno de esos aromáticos y apetitosos frutos, cuando una de las jicaras le habló:
-«¿Qué deseas Ixquic?»
La doncella, sin inmutarse, contestó:
-«Les busco y les deseo».
Entonces, uno de los frutos echó saliva en las manos de Ixquic, pero ella no la vio porque desapareció de inmediato. De esta manera los Ahpú habían fecundado a la virgen. Cuando volvió a su casa, iba muy feliz sin poder descifrar cuál era la causa de su alegría. Pero al cabo de dos lunas el padre de Ixquic se enteró de que la niña estaba embarazada. El padre fue de inmediato ante los Señores de Xibalbá para contarles lo que consideraba su deshonra. Los Señores le aconsejaran que hiciera confesar a Ixquic para que dijera el nombre del culpable y que si no hablaba la castigaran conforme a la ley. Ixquic, que no sabía nada, calló. El padre, enfurecido y adolorido, ordenó a los búhos que llevaran a Ixquic al bosque y la mataran y que como prueba de que cumplían sus órdenes le trajeran el corazón de su hija.
Los búhos cargaron a Ixquic y la llevaron por los aires hasta el sitio escogido para el sacrificio. Se disponían a arrancar el corazón de la doncella cuando ella les suplicó que no la mataran porque en verdad era virgen y en su vientre estaban los hijos de los Ahpú quienes la fecundaron cuando les fue a visitar en Pucbal Chah.
Los búhos se conmovieron con las palabras de Ixquic y decidieron llenar la vasija con la sabia de un árbol que simulaba la sangre de la doncella. Luego llevaron esta sangre a los Señores de Xibalbá quienes la pusieron en el fuego. La sangre al quemarse producía un agradable olor a yerbas y raíces tiernas. Los búhos asombrados regresaron a donde estaba Ixquic y se declararon sus esclavos.
Ixquic comenzó a caminar por el bosque hasta que llegó a la casa de los Ahpú. Y delante de la abuela dijo:
-«Soy vuestra nuera. Lo que traigo en mi vientre es la sangre de los Ahpú. Tomadme y protegedme».
La abuela pensó que se trataba de una impostora y puso una prueba a Ixquic para saber si realmente era verdad lo que ella decía. La abuela pidió a Ixquic que le trajera algo de comer, cosa que parecía imposible porque en la milpa solo había una mata de maíz raquítica y sin mazorcas. Ixquic clamó a Chacal, dios que cuida las sementeras, y a Ixtoc, dios que prepara el nixtamal. Aquellos seres escucharon a la doncella y acudieron en su ayuda e hicieron crecer la milpa con abundantes mazorcas, tantas que las matas se doblaban y no era posible que Ixquic las llevara todas en sus brazos. Entones la abuela, asombrada de tanta abundancia fue a la milpa y vio que en verdad solo había una mata de maíz sin mazorca y decidió regresar a la casa y acoger a Ixquic como su verdadera nuera.
-Es una historia maravillosa –interrumpió el globo terráqueo.
-Yo he leído un cuento con una historia muy similar –agregó el ratoncito gris-. Se trata de Blanca Nieves.
-Y bien, ahora deberán saber que en aquel vientre de la bella Ixquic, quienes se desarrollaban vigorosamente éramos nosotros Huanahpú y yo, Ixbalanqué.
-Asombroso, realmente –comentó Mario Fernando.
-Sabíamos que les iba a agradar nuestra historia –dijo Ixbalanqué-. Por eso les trajimos. Pero queremos continuar porque si tardamos mucho les buscarán y pensarán, sus compañeros y su maestra, que se han perdido.
-Cuando llegó el día del parto, nuestra madre Ixquic salió al bosque y en la soledad del monte, entre el arrullo de los arroyos, el cantar de las aves y el perfume de los árboles floridos nos dio a luz –continúo Ixbalanqué-. Ella nos tomó en sus brazos y nos arrulló, luego nos llevó a casa, se acostó a nuestro lado y veló nuestro sueño.
-Pero éramos muy llorones, de tal manera que la abuela decía que parecíamos cachorros de coyote –intervino Huanahpú-, que gritábamos como bestias y que le quitábamos la tranquilidad. Enfadada con nosotros pidió a Ixquic que nos tiraran en la selva. Ella, con gran pesar, salió y nos dejó en lo más profundo de la selva, en medio de un hormiguero. Sin embargo las hormigas no nos picaron sino más bien nos cuidaron y así crecimos con libertad y llenos de coraje, arrancando hierbas y raíces y comiendo frutos o cazando pájaros con nuestras cerbatanas.
-Siendo grandes, regresamos a casa –agregó Ixbalanqué-. Además habíamos adquirido muchas experiencias y habilidades. La abuela y nuestra madre nos recibieron con felicidad.
-Pero los dos debíamos cumplir el destino que traíamos en la médula de nuestros huesos –afirmó Huanahpú.
-Los grandes abuelos, los creadores de todo cuanto existe, nos habían encomendado dar batalla a los malvados y vencer a los Señores de Xibalbá –dijo Ixbalanqué.
-¿Y quiénes eran esos malvados? –interrogó Mario Fernando.
-Pues nada menos que Vucub Caquix y sus hijos Zipacná y Capracán.
-¿Podrían contarnos algo de esos malvados? –interrogó el globo terráqueo.
- Si -insistió el ratoncito gris-. Queremos saber.
-Vucub Caquix proclamaba ser un hombre superior, tenía su corazón aturdido por el orgullo y la insolencia y se creía mucho más que el sol y la luna. Pero estaba engañado.
-Lo mismo pasaba con sus hijos –intervino Ixbalanqué-. Zipacná se creía el creador de las montañas y Capracán sentía que podía agitar las entrañas de la tierra.
-Vucub Caquix acostumbraba a ir bajo un árbol de nance a comer los frutos amarillos y maduros. Huanahpú y yo subimos, sin que se diera cuenta, a lo más alto del árbol y desde arriba, desde la rama más elevada, disparamos nuestras cerbatanas contra el malvado de tal suerte que le quebramos la quijada. Huanahpú quiso prenderlo pero el malvado, herido, se puso enfurecido y tomó a mi hermano por el hombro, lo zarandeó y le cortó el brazo. El malvado salió huyendo hacia su cueva llevando el brazo de Huanahpú.
-Vinieron entonces, en nuestro auxilio los grandes abuelos disfrazados de hechiceros –intervino Huanahpú- y nos acompañaron a la cueva del malvado. Allí estaba Vucub Caquix retorciéndose del dolor. Cuando los abuelos le ofrecieron curarle, el malvado asintió porque se encontraba desesperado. Los abuelos le quitaron los dientes de esmeralda y le pusieron unos de granos de maíz y con una espina de pescado le vaciaron los ojos. De esta suerte el malvado no podía comer ni ver y murió.
-En ese instante Huanahpú aprovechó para tomar de nuevo su brazo y los abuelos se lo colocaron en el hombro y él pudo volver a usarlo como si nunca lo hubiese perdido.
-Realmente son hombres valientes ustedes –afirmó Mario Fernando. El globo terráqueo y el ratoncito gris tenían los ojos desorbitados por el asombro y la admiración que les provocaban aquellos personajes.
-¿Y que pasó con Zipacná? –preguntó Mario Fernando.
-Zipacná era tan malvado que había matado a cuatrocientos muchachos que estaban convertidos en estrellas que parpadeaban en el cielo. Por eso y por otras pruebas de maldad, recibimos la orden, desde arriba, de parte de los grandes abuelos, de acabar con el orgullo y la maldad de quien decía ser el creador de las montañas.
-Déjame contar a mí esa parte de nuestra historia – interrumpió Ixbalanqué.
-Bien, continúa tú –consintió Huanahpú.
-A Zipacná le gustaban los peces, los camarones y las langostas, y pasaba la mayor parte de su tiempo pescando en los arroyos. Entonces se nos ocurrió fabricar un cangrejo enorme de barro. Le pusimos unas flores amarillas como ojos, le dimos apariencia de carne al cuerpo, con unos bejucos le hicimos las patas y con una piedra gris, el carapacho. Y lo pusimos en el fondo de una cueva. Nosotros fuimos a donde pescaba Zipacná y le dijimos: «Estos cangrejos no son dignos de ti, nosotros sabemos del lugar en donde hay un cangrejo gigante. Si nos sigues te llevaremos hasta él». Zipacná aceptó engolosinado y nos siguió. Le condujimos hasta la boca de la cueva y cuando entró para atrapar al cangrejo, hicimos temblar la tierra y la cueva se derrumbó . Ahí quedó sepultado para siempre.
-Ahora tú, Huanahpú, cuéntanos qué pasó con Capracán –interrumpió Mario Fernando.
-Si así ustedes lo quieren. Lo intentaré. El dios Hunrakán vino y nos dijo que era preciso vencer a Capracán porque no es bueno que él pretenda igualarse la grandeza de los cielos. Nosotros le contestamos: «Así lo haremos». Por eso cuando lo encontramos, como el sostenía que creaba las montañas y que podía moverlas a su antojo, le dijimos que sabíamos de la montaña más alta y que si nos permitía podíamos guiarlo hasta ella. Capracán, lleno de vanidad, aceptó nuestra oferta y nos siguió.
Después e recorrer un largo y escarpado camino nos sentamos a descansar y nosotros pusimos en las brazas unos pájaros que habíamos cazado sin que se enterara Capracán. A uno le pusimos cal y se lo ofrecimos a Capracán quien estaba muy hambriento. Esa comida hizo que cesara su hambre y comenzara su muerte. Luego que reanudamos la marcha a Capracán se le aflojaron los brazos, perdió las fuerzas, se le doblaron las piernas y se le acabaron los ánimos. Inerte calló al suelo. Luego lo depositamos en un hoyo que allí había y lo cubrimos con tierra y piedras. Habíamos vencido a Capracán en nombre de Hunrakán.
Pero también los Señores de Xibalbá querían exterminarnos. Por eso nos hicieron un llamado para que fuéramos a su mundo a jugar pelota. Fue un ratón quién nos confesó el secreto de que el tabanco de la casa estaban guardadas las pelotas, las lanzas, los guantes, las pieles y los escudos de nuestros padres y, tomándolos, descubrimos que éramos hombres poderosos y hombres de bien.
El recado de los señores de Xibalbá lo recibió nuestra abuela y ella como pudo nos envió una señal con un piojo de su cabeza como mensajero: «Debes ir a donde Huanahpú e Ixbalanqué y decirles que dentro de siete días deben presentarse para jugar con los señores de Xibalbá».
El piojo salió corriendo para llevarnos el mensaje, pero como por más que corriera, por ser tan pequeño, no avanzaba tanto, Sucedió entonces que un sapo se tragó al piojo para llevarlo, junto con el mensaje, en su barriga. El sapo saltaba lo más rápido que podía, pero no avanzaba lo suficiente. Fatigado y sudoroso el sapo se encontró con la serpiente que le pregunto a dónde iba. Enterada la serpiente de lo del mensaje se tragó al sapo junto con el piojo y el mensaje y comenzó a correr llevando el mensaje, al piojo y al sapo. Pero como la serpiente no avanzaba tan rápido como se requería vino un gavilán y se la tragó emprendiendo el vuelo con el mensaje, el piojo, el sapo y la culebra en su barriga. El gavilán llegó hasta el campo de pelota en donde jugábamos. Y como estaba herido le curamos al mismo tiempo que lo interrogábamos: «Traigo en mi barriga un mensaje para Ustedes de parte de los señores de Xibalbá». Entonces el gavilán arrojó por su pico a la serpiente. La serpiente arrojó al sapo y el sapo arrojó al piojo y el piojo les dijo de inmediato: «La abuela les manda el recado de que deben ir con los señores de Xibalbá en el término de siete días».
Hunrakán nos dijo vayan y nos mostró el camino.
-Y como lo que sigue es nuestra propia historia queremos invitarles a un paseo por Xibalbá, así que le pediremos a este mosquito que entre a explorar que hay dentro para no llegar desprevenidos.
El mosquito les advirtió que no deberían sentarse en las piedras porque estaban calientes. Las puertas de la ciudad se abrieron y los cinco –Huanahpú, Ixbalanqué, Mario Fernando, el globo terráqueo y el ratoncito gris- entraron. Grande fue su asombro al ver aquella ciudad como dormida. Todos sus habitantes estaban en una posición fija, catatónica, como si se tratara de piezas de un museo. Solo hablaron para decir su nombre cuando el mosquito les picaba.
-Miren y no pregunten para no despertar a los malvados –advirtieron los jóvenes príncipes que a la vez eran dioses-. Les haremos un recorrido que les interesará.
Lo primero que vieron fueron las piedras calientes. Luego les llevaron a ver las casas: la oscuridad o del humo, la del frío, la de los pumas, la del fuego, la de los pedernales y lanzas y la de los murciélagos.
Cuando los señores del mal encerraron a los muchachos en la casa del humo les advirtieron que debían fumar durante toda la noche los cigarros pero al día siguiente tenían que entregarlos intactos porque de no ser así estaban condenados a muerte. Los jóvenes dioses se salvaron porque simularon que fumaban al poner en la punta de los cigarros a unos cocuyos. Al amanecer los cigarros estaban intactos.
Después los llevaron a la casa del frío. Ahí soplaban ráfagas heladas. Huanahpú e Ixbalanqué se salvaron porque pasaron la noche junto a una hoguera que encendió el dios del fuego. Pasaron en la noche siguiente a la casa de los pumas. Los gemelos engañaron a las fieras con réplicas de animales hechas de madera. Luego les encerraron en la casa del fuego. Los hermanos se libraron de las llamas de manera inexplicable. Seguidamente les llevaron a la casa de los pedernales y las lanzas. Por último les llevaron a la casa de los murciélagos. Ahí los muchachos se salvaron porque se escondieron, para dormir, en sus cerbatanas. Huanahpú sacó su cabeza de manera imprudente para ver si amanecía y un murciélago se la cortó.
Ixbalanqué, con la ayuda de los animales, hizo una cabeza para Huanahpú. Unos aportaron hojas; otros, huesos; otros, raíces, también tallos y chilacayotes. Ixbalanqué puso una calabaza en los hombros de Huanahpú: le talló los ojos con una navaja de pedernal y colocó en los huecos un par de cocuyos, la boca la coloreó con una granada, por cejas usó plumas de quetzal y para la nariz utilizó plumas de guacamayo. Como la aurora asomaba en el horizonte e Ixbalanqué no había terminado su tarea, envió al zopilote a que extendiera las alas y tapara al sol hasta que la cabeza fuera pegada en el cuerpo de Huanahpú. Terminada la cabeza la sopló y le insufló vida. Solo entonces le fue permitido al día iniciarse.
¿Cómo destruir a los Señores de Xibalbá? Teníamos esa tarea de tal manera que no nos quedó más alternativa que convertirnos en un par de ancianos adivinos capaces de hacer maravillas.
Los Señores de Xibalbá –Hub Camé y Vucub Camé- se enteraron de los prodigios de estos ancianos y les invitaron para que demostraran sus habilidades:
-«Decidle que queremos ver con nuestros propios ojos las artes y las maravillas que practican».
Después de resistirse en reiteradas ocasiones, los jóvenes dioses fueron ante la presencia de los Señores de Xibalbá contra su voluntad.
-«Queremos que hagan vuestras suertes en nuestra presencia. Deseamos divertirnos. Pueden hacer lo que les venga en gana; estamos ansiosos por mirar vuestras habilidades».
-«Si así lo pides, así se hará».
Los jóvenes dioses comenzaron a hacer sus suertes en presencia de aquellos Señores. Imitaban los bailes de los animales y reproducían sus voces, sus gruñidos,… Los Señores estaban muy contentos y las gentes no cabían de gozo. (El ratoncito gris trató de imitar las voces de algunos animales pues había leído un libro del profesor Ibrahim Gamero Idiáquez, titulado precisamente así: «Las voces de los animales»; el globo terráqueo se acomodó de tal suerte que apoyó la barbilla en el mapa de Chile que le sirvió de brazo derecho y Mario Fernando recordaba a los grupos de danzas foklóricas que había visto actuar en el Liceo Francés. Al terminar los bailes los Señores de Xibalbá les dijeron:
-«Quisiéramos ver como despedazan a un animal y los vuelven a la vida».
Los servidores trajeron de inmediato un coyote y los jóvenes dioses lo tomaron y lo despedazaron en el acto. Al cabo de un rato le volvieron a la vida. El coyote movió la cola y husmeó en todas direcciones como si nada hubiese pasado.
El globo terráqueo se tapó los ojos lleno de temor, pero el ratoncito gris le mordisquió el eje para que se dejara de majaderías.
-«Matad a una de estas gentes y resucitadla» – ordenaron los Señores de Xibalbá.
Huanahpú e Ixbalanqué se acercaron a una casita de bahareque con techo de palma. Cerraron las puertas y dejaron a su dueño dentro. Luego la quemaron. Al apagarse las llamas y desvanecerse el humo el señor de la casa estaba sentado y tranquilo, como si nada hubiese pasado.
Entonces los Señores de Xibalbá quisieron probar en carne propia y ser actores.
-«Hagan que desaparezcamos y volved a aparecernos delante de todos sin tardanza».
Huanahpú e Ixbalanqué pidieron a la gente que se acercara a Hun Camé y Vucub Camé y los desaparecieron a todos, poniendo fin al maleficio que fue vencido para siempre.
Después de cumplida nuestra tarea fuimos a las tumbas de nuestros padres y allí recibimos el secreto de sus corazones y sabíamos que éramos los vengadores de la muerte y que nuestra estirpe no se extinguirá jamás mientras haya estrellas en el cielo.
-Es esta nuestra historia. Ahora nosotros somos el sol y la luna de todos los días. Los astros verdaderos.
-Fabuloso –gritó Mario Fernando.
-Brillante, conmovedor. Estoy realmente sorprendido –afirmó el globo terráqueo que rotaba sobre su eje para ver los trescientos sesenta grados del panorama de Xibalbá.
-Y yo no tengo nada que decir porque igual, estoy anonadado –agregó el ratoncito gris al tiempo que se pellizcaba para percatarse de que no estaba soñando.
-Como ven la ciudad de Xibalbá está como detenida en el tiempo, sus habitantes convertidos en estatuas junto con sus Señores, los señores del mal, para que sirva de escarmiento a todas las generaciones.
En ese preciso instante, el guía del templo Rosa Lila encendió la linterna y todos los niños gritaron de contentos. Mario Fernando, el globo terráqueo y el ratoncito gris se encontraban entre el grupo. Ellos no se explicaban que había pasado. Solamente estaban apesarados de no haber podido despedirse de aquellos encantadores jóvenes que les habían permitido un maravilloso viaje al mundo de las tinieblas, un viaje a Xibalbá. Mario Fernando además tenía una libreta llena de apuntes lo que le confirmaba que nada había sido un sueño a pesar de que, aparentemente todo había ocurrido en un abrir y cerrar de ojos. Los tres se miraron entre sí, maravillados y satisfechos. Y en cuanto salieron del túnel vieron al sol poniente y en el oriente una hermosa luna que asomaba en el horizonte. Les saludaron levantando la mano. Desde el cielo, los príncipes les hicieron un guiño.
Tegucigalpa 26 de enero de 2007.
Bibliografía.
El Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiché. Traducción, Introducción y Notas de Adrián Recinos. Editorial Guaymuras, Tegucigalpa, 1989.
Popol Vuh. Antiguas Leyendas del Quiché. Prólogo y traducción de Ermilo Abreu Gómez. Edición desconocida por estar mutilado el libro.
Girard, Rafael: El Popol Vuh, fuente histórica. El Popol Vuh como fundamento de la historia maya-quiché. Tomo I. Editorial del |