Camilo José Cela: El levitador pertinaz por Rogelio Ramos Signes
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No lo conocí personalmente, pero estuvo en cada momento de mi vida. Escribió tanto, y todo tan bien, que si hiciéramos ahora un balance resultaría que escribió poco: 14 novelas, 6 nouvelles, 21 libros de cuentos, 5 de poesía, 11 de viajes, 2 de memorias, 3 obras de teatro, 3 diccionarios, 4 adaptaciones, 3 libros inclasificables y una veintena de artículos, además de prólogos, postfacios, traducciones y algo más que ahora se me escapa. ¡En fin! Una bagatela. Camilo José Manuel Juan Ramón Francisco de Jerónimo Cela Trulock era un gallego tozudo, basta con ver sus fotos y apostar a la teoría da-rwiniana que sostiene que el carácter y los avatares de la vida modelan la fisonomía humana. Para todos, o para casi todos, Camilo José Cela fue un novelista, básicamente un narrador: “el autor de La familia de Pascual Duarte (libro que triunfa inclusive en España, a pesar del franquismo), el autor de La colmena, sobre la que se hizo una película muy buena, donde sale el propio Cela haciendo del inventor de palabras Matías Martí” palabra más, palabra menos, es lo que se dice. También fue un ganador de premios “el Nobel, el Cervantes, el Príncipe de Asturias, el Nacional, la medalla de la UNESCO”. Todo es verdad, pero sería bueno mencionar sus novelas Mrs. Caldwell habla con su hijo, con la que da una nueva vuelta de tuerca a la narrativa española de los ’50 desde un personaje melancólicamente lírico, y Cristo versus Arizona, una de las últimas que publicó. Sería bueno mencionar también los sugestivos relatos de Gavilla de fábulas sin amor, ilustrados por Picasso. Pero sería un triunfo (lo malo es que lo tomaré como un triunfo personal) que se le recuerde también como poeta y como pornógrafo. No es poco. 5 libros de poesía no es poco (si tenemos en cuenta que Pisando la dudosa luz del día fue el primer libro que escribió); un Diccionario secreto de dos tomos (llevando el erotismo más feroz a la categoría de alta literatura) no es poco; como no es poco prologar en tono académico algunos libros de chistes recopilados por sus amigos. Para decirlo de una manera banal, don Camilo fue el tío que todos hubiésemos querido tener. Fue, en carne propia, quien convirtió en sinónimos escribir y vivir. Malhumorado, torrencial, incontinente, apalabró todos los pensamientos, y a todos (todos todos) los convirtió en Literatura; pero nunca siguiendo el camino más fácil, sino el que a cada paso es amenazado por un ladrón, por un violador, por un cataclismo, por una bestia salvaje. Inventando y ensayando nuevas formas continuamente es que Cela configuró su obra y se convirtió a sí mismo en Camilo José Cela, el escritor ultraculto al que nada le era ajeno, el extraño caballero que elevaba a la categoría de Arte algunas situaciones vergonzantes de la vida, el mago por excelencia, el levitador pertinaz. Francisco Umbral, otro literato para tener en cuenta, dice: “El peligro del genio es que malogra a toda una generación. Cela ha malogrado a varias. Por imitarle o por no imitarle, muchos escritores han desvariado y se han ido a la cuneta”. Primero fue el poeta, ya lo dijimos; luego (éxito editorial mediante) vino el narrador. El ensayista José Ángel Valente habla del “poeta de la anunciación” que, en Cela, anticipa al novelista. Pero lo cierto es que el poeta ya ha contaminado al narrador; y en esa promiscuidad creativa el hijo engendra al padre tanto como su viceversa. Así, en el poema Inventario de la oscuridad, de los años ’40, ya se entremezclan los múltiples secretos de ambos géneros: “Hay jovencitas que mean con estupor de rana, y hay húmedos cadáveres que se pudren a solas por las noches sin luna...” “Hay almohadas traidoras como un cristal purísimo, y amigos venenosos como un lagarto en calma por las noches sin luna.” “Hay una densa atmósfera de camisas usadas que nos roza los muslos como un niño con miedo por las noches sin luna.” Estoy casi seguro que a nuestro Oliverio Girondo no le hubiese disgustado escribir estos versos. ¿O no hay un tono decididamente ultraista en esta imagen multisensorial: “La distancia en ladridos se asemeja a un entierro”? Es difícil para alguien que ha escrito una novela como La familia de Pascual Duarte, que la ha publicado en un momento terrible de la historia española (1942) y que ha podido comprobar que sus lectores crecen desmesuradamente, volver sobre los códigos siempre secretos de la poesía. Pero como igual vuelve sobre ellos, constantemente aunque sin ataduras estilísticas, es que don Camilo puede juguetear con las formas. La poesía es quien le abre la puerta a ese espacio de total libertad; y él, sin cargos de conciencia, se transforma en una suerte de escritor del Siglo de Oro que coquetea con Góngora, con Quevedo, con Fray Luis. Si Camilo José Cela hubiera escrito sólo poesía es muy posible que no hubiese trascendido. No hay que engañarse en ese punto; lo casual no sabe de injusticias. Pero, consagrado ya como narrador, es recomendable leer su poesía también. Allí está su solar de juegos, insisto; el espacio donde no debe cumplir con sus obligaciones; el patio donde “el Mío Cid de rodillas / sonríe a los turistas”. Los que miran bajo el agua (que son muchos, que se protegen del sol del mediodía con una escafandra de buzo, y que llaman a las cosas por su apellido, no por su nombre de pila) dicen que Cela, en poesía, es una suerte de tardío Neruda cruzado con Alberti. Esto, además de ser esquemáticamente erróneo e injusto (su primer libro de poemas fue escrito en 1936) es de una ligereza casi analfabeta en el tema. Cela, que escribió todo tipo de textos (porque eso fue lo suyo: resolver textos), no tenía ningún compromiso asumido con el género poético, por eso se permitió trampear las reglas cuantas veces le fue placentero. En cambio Neruda, decididamente poeta, no pudo darse ese lujo; debió jugar siempre en la primera división de los metaforizadores. Y en cuanto a Alberti, supongo que hemos tenido problemas para despegar al poeta del querido personaje que fue. Creo que son otros los escritores que pueden rastrearse en los comienzos poéticos de Cela; Juan Ramón Jiménez indudablemente, tal vez Vicente Aleixandre, quizá Federico García Lorca. Si hay algo de Neruda en Cela es en el libro tempranero Pisando la dudosa luz del día, que toma su maravilloso título de un verso del Polifemo de Góngora. Es el Neruda de Residencia en la tierra el que deja alguna huella y sólo en esa etapa; como también deja su huella el Aleixandre de Espadas como labios. Lo demás es todo Cela, el guardián poético que protege al narrador que se viene. Y, una vez instalado definitivamente el narrador dentro de don Camilo, su poesía (casi siempre inédita por entonces) deja la densidad de otrora y coquetea con la parodia. Es por el lado de la ironía que nuestro bufón escribe lo que quiere, sin bozal, sin compromisos estilísticos. Su obra poética no es demasiado extensa, pero sí es rica en cuanto a variedad. Por ello es que resulta difícil clasificar algunos textos, como los que él llama Soliloquios por ejemplo, porque ocupan un costado verdaderamente atípico de la poesía planeada como tal. Allí está el oratorio María Sabina (de 1965), dividido en un pregón que se repite y en cinco melopeas; sin embargo no recuerdo que alguien haya hablado de la conexión de Cela con el teatro. Allí está también Reloj de arena reloj de sol reloj de sangre (de 1988), una prosa poética desbordada de erotismo trágico, muy cercana a Lautréamont. O sea que la poesía de Camilo José Cela no ocupa una etapa de su vida creativa en particular, sino que se desarrolla paralela a su actividad de narrador, a lo largo del tiempo. Amante de la tortilla de papas con muchos huevos (lo que es verdad, no palabra atacada de exteriorismo), Cela ingresó en la Literatura tempranamente y para siempre, allá por los difíciles años españoles del 40 cuando con el seudónimo Matilde Verdú publicó una biografía popular de San Juan de la Cruz. No paró desde entonces. Certero, prodigioso, varonil, fue a la colisión de cada cosa con su peligro acechante, y si también le cantó a la rosa no fue sólo por la tersura de sus pétalos, sino por la herida que siempre provocan las espinas de su tallo. Poema en forma de mujer dedicado a la letra A
Iban y retornaban por los caminos vagabundos angélicos, hormigas, caballos cimarrones, niños sin ojos con que mirar la aurora.
Bebían y volvían a beber en las fuentes, tímidos pederastas, gaviotas, árboles de frondosas consecuencias y aquel sabio tucán que maldecía los invernales ojos de los niños.
Hubo una vez -por aquellos tiempos, aún próximos, en que los más lúcidos insectos anidaban en la peluda hojarasca de los corazones- una mujer (nadie jamás lo supo) que tenía las piernas sonorosas y pintadas de blanco.
Y los brazos igual que sonorosas cañas pintadas de blanco. Y los ojos igual que sonorosas, recónditas piedras pintadas con sumo cuidado. Y la boca exactamente igual al sonido que, cauteloso, nace en el mudo planeta que los fabrica.
Yo sabría contaros -inútiles, escépticos oyentes- cómo se puede dibujar una inicial sobre las raras aguas del Caribe: esas aguas claras. Y también podría desabrocharme la camisa para que os asomaseis, incluso sin respeto, a los dulces bordes, a los amargos bordes de mi pecho.
Y no es el pudor lo que me contiene. Ni la caridad -ese prestigioso vicio que ignoro-. Ni el miedo -esa adorable virtud que devoré-. Ni el deseo (tampoco el deseo) de querer vengarme de nada.
Pero sucede que, por los caminos, paseaban, con su rumbo firme, las pletóricas hembras de los vagabundos, y los grillos en forma de amor, y los tigres del monte, y los discretos niños que jamás miraron el torpe deambular de las estaciones.
E incluso también pudiera suceder que, en los manantiales, bebieron su propia e inaudita faz los onanistas (pintados de rojo, de azul y de color crema), y las eternamente festejadas golondrinas, y las inútiles florecillas acuáticas, y aquel alcaraván. (1966) Libros de poesía publicados por Cela: “Pisando la dudosa luz del día” (1936), “El monasterio y las palabras” (1945), “Cancionero de Alcarria” (1948), “Tres poemas gallegos” (1957) y “Reloj de arena, reloj de sol, reloj de sangre” (1989). |
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por Rogelio Ramos Signes
Publicado, originalmente, en: La Pecera. Revista de literatura, arte, cine, teatro y música Nº 6. Primavera/Verano 2003
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/la-pecera-no-6/
Editado por el editor de Letras Uruguay
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