Cuando
el pasado 11 de abril falleció el maestro y amigo, el escritor
estadounidense Kurt Vonnegut, otro buen amigo, periodista y teatrista, Mauricio Durón, me escribió pidiéndome que dedicara una
columna o ensayo más amplio sobre este novelista.
No lo hice porque sabía que pronto aparecería, en edición bilingüe,
el libro Cómo aprendí inglés (en donde 55 personalidades hispanas en
Estados Unidos cuentan su relación con este idioma), publicado por
National Geographic, y una de las cosas que cuento en este escrito es
precisamente mi encuentro con el maestro Vonnegut.
Me crié en Honduras y desarrollé mi vocación literaria bajo el cobijo
de mi querido padrastro, un poeta de izquierda, José Adán Castelar,
que no comulgaba con la política de Estados Unidos hacia América
Latina, especialmente en los tiempos de la Guerra Fría. Y que
respaldaba la teoría del gran novelista portugués José María Eca de
Queiroz, quien afirmaba que: Todo idioma extranjero debe hablarse
patrióticamente mal.
Debido a ese maniqueísmo de izquierda, viví bastante alejado de todo
lo que oliera a los Estados Unidos, y mi formación inicial fue más
con los clásicos rusos y con el idioma ruso. De hecho, lo otro era lo
bueno y todo lo malo procedía de Estados Unidos. Por supuesto, el
idioma no era la excepción. Ahora que veo hacia atrás, estas
terribles divisiones humanas que causan las ideologías, religiones,
sed de dominación del hombre contra el hombre, confirmo que la
evolución aún está en ciernes. Claro, todo eso hizo que mi encuentro
con el inglés y con la cultura estadounidense fuera mucho más
traumático.
Mi relación con el inglés y los Estados Unidos nace con una muchacha
Ella, Aída Sabonge, una hondureña viviendo desde su niñez en Nueva
Orleans, había retornado al país, Honduras. Nos casamos. Ella
impartía clases de inglés en la Universidad Nacional Autónoma de
Honduras, y en ocasiones, sus colegas la visitaban. A mí me chocaba
que siendo latinos y casi todos hondureños, hablaban generalmente en
inglés y, desde luego, me frustraba no entender y muchas veces me
caía la paranoia de que quizá estaban hablando en mi contra. Y yo en
vez de dedicarme a aprender inglés, como arma de resistencia sentía
un falso repudio por el idioma shakesperiano.
Tiempo después visité con la entonces mi esposa la ciudad de Nueva
Orleans. Allí con ella aprendí a ver ese rostro para mí desconocido
de los Estados Unidos. Me relacioné directamente con el jazz, ya no
sólo como antes del viaje lo había hecho, a través de los libros de
Julio Cortázar. Escuché nombres como Walker Percy, John Kennedy Toole
y otros traducidos al español. Desde luego, había leído a Faulkner,
Whitman, Poe, Hemingway, pero considerándolos universales, no
estadounidenses.
Aprovechando el editor Dan Simon, que ya yo estaba en los Estados
Unidos, me invitó a la presentación de una antología del cuento
centroamericano, que tuvo lugar en Cooper Union, Nueva York. El
editor tuvo que sufragar los costos para yo llevar a mi esposa, ya
que ella me serviría de intérprete en ese viaje. La lectura sería
bilingüe.
Allí detrás del escenario, nos concentramos los escritores, la
mayoría latinos. Vi a un hombre de bigote espeso, alto, con camisa de
azulón y jeans, retirado del grupo, solitario. Me dio pena por él, y
quise acompañarlo para que no estuviese tan solo. Me le acerqué y
entendí que no hablaba ni una palabra de español, tanto como yo de
inglés. Parece que mi intención le cayó bien y a mí también él me
pareció simpático, hubo buena química.
Era un 19 de febrero de 1989 y hacía un frío tremendo. A señas le
hice saber que clandestinamente yo portaba una botella de Jack
Daniels en la cintura y buscamos dos vasos plásticos. Al calor del
whiskey nos adentramos en tremenda conversación de mudos.
Así estábamos, riéndonos a saber de qué, quizá uno del otro, o de
nosotros mismos. De pronto apareció Aída. Quedó sorprendida, y lo
saludó a él con mucha deferencia. Y a mí me preguntó: ¿Vos sabés
quién es él?. A lo que contesté: Un pobre gringo a quien tienen
marginado porque no habla español. Ella dio una risa lastimera que
denunciaba mi ignorancia y me dijo: El es el gran escritor Kurt
Vonnegut, es decir el Gabriel García Márquez de los estadounidenses.
Ella comenzó. Para el caso, entendí que él se llamaba Karl no Kurt,
como Karl Marx. Yo le había mostrado la versión en español de mi
novela Los barcos y quise decirle que pronto sería traducida al
inglés. El entendió que yo le había dicho cuando le mostré la novela,
que con ese libro yo era el bestseller centroamericano. Y los tres
nos moríamos de la risa, en verdad nadie había dicho ni entendido
nada.
Llegó el turno de nuestra lectura. A Vonnegut le gustó el fragmento
de mi novela y aproveché para, a través de Aída, pedirle su dirección
para enviarle mi novela cuando estuviese traducida. Dos meses después
regresé ya con la intención de quedarme a vivir en Nueva York, pues
encontré el empleo que no conseguía en Nueva Orleans, dirigir un
periódico de la comunidad centroamericana en Nueva York. Noté una
diferencia abismal entre el acento de Nueva Orleans y Nueva York:
sentí como que de pronto había ingresado, al estilo de La Rosa
púrpura de El Cairo, de Woody Allen, a ser parte del escenario de una
película. Miraba aquel número telefónico y dirección de Vonnegut de
su puño y letra y ensayaba en voz alta en mi apartamento cómo iba a
saludarlo: Hello Mr. Vonnegut...Im Roberto, Honduran writer...You
remember me...?. Y finalmente tuve valor de llamarlo. Lo saludé y
aún hoy no sé qué cosas me decía pero yo a todo dije Yes.
Corto tiempo después de mi llegada a Nueva York, Dan Shapiromás
tarde Director del Departamento de Literatura de la Americas
Societyme presentó una joven rubia y se encargó de servirnos de
Cupido al traducirnos la conversación inicial.
Días después ella me invitó a su apartamento. La rubia no hablaba
español ni yo inglés. Cenamos. Hicimos el amor. Nos sentamos en la
sala y ella trataba de decirme algo. Roberto, talk to me. Traté de
entender lo que me decía y volvimos a hacer el amor. Después volvió a
decirme: Roberto, talk to me. Bueno, lo hice una vez más. Al cabo
de un tiempo repitió: Roberto, talk to me. Entonces yo pensé que
estaba frente a una ninfómana o loca y comencé a sentir bastante
temor al recordar esas extrañas historias que se cuentan de las
grandes ciudades. En realidad yo no hablaba nada de inglés pero
intenté descifrarlo por lógica. Cuando compraba cigarrillos me daban
un paquetito de cerillas que tenían fotos de mujeres desnudas y se
leía Talk to me. Yo creí que talk, quería decir talco, que en español
significa también polvo. Y to me, pues lo traduje correctamente como
a mí. Y polvo a su vez significa en el vulgo, tener relaciones
sexuales. Al final mi traducción quedaba: Talk to me equivale a
cógeme. No volví a ver aquella rubia después de aquella noche.
Yo había visto la película The Wall, de Pink Floyd, y me enamoré de
ella. Me dediqué a verla una y otra vez para con ella practicar mi
inglés. Un día compré una copia y la llevé a Honduras para
compartirla con unos amigos. Fue cuando ya íbamos a verla que me
enteré que no estaba subtitulada, y fue para mí una gran satisfacción
estarla traduciendo para los espectadores. Me salvó que me la sabía
de memoria.
Luego conocí a los poetas Nuyorrican, cuando visitaba frecuentemente
el Nuyorican Poets Café en el Coger East Side de Nueva York. El
poeta Miguel Algarín, fundador del Café, siempre estaba corrigiéndome
en voz tan alta que me avergonzaba, pero algo aprendí a fuerza de
reprenderme. En cambio Pedro Pietri, poeta y teatrista, me hablaba
suavemente en Spanglish con el propósito de que le entendiera y a la
vez fuera aprendiendo inglés. Y así ha sido mi escuela: los amigos,
los bares, la visita a centros culturales.
Fui llamado muy pronto para traducir una biografía de Gloria Estefan.
Para entonces yo ya sabía que traducir no era cosa de bromas por mi
amistad con dos maestros de la traducción; Hardie St. Martin, quien
tradujera mi novela Los barcos (The Ships) al inglés y de Gregory
Rabassa, traductor de Cien años de soledad, de García Márquez y
Rayuela, de Cortázar. Las conversaciones con ellos me convencieron de
que traducir es un arte.
En principio dije que me sentía incapaz a mi agente, pero yo
necesitaba el dinero y me arriesgué pasara lo que pasara. Pasé más de
un mes encerrado e insomne, pero finalmente lo logré. Por supuesto,
existe una gran diferencia entre traducir una biografía escrita en
inglés a traducir poesía o prosa.
Comencé a aprender inglés cuando llegué a Nueva York simplemente por
preguntar lo que no sabía. Algunas necesidades ejercen presión sobre
uno para poder comunicarse. Recuerdo que tuve una novia que hablaba
poco español y me obligaba a que yo hablara inglés. Ella me hizo ver
la película West Side Story, quizá por el acento latino y la historia
que narraba, más la música, me hizo verla una y otra vez me hacía
acercarme cada vez más al inglés.
No he recibido clases formales de inglés. Lo he hecho de forma
autodidacta auxiliado de diccionarios inglés-español, de diccionarios
de modismos en inglés y todo tipo de libros. Novelas que ya había
leído en español y por tanto conocía bien, las releí en inglés, ha
sido y es la vida en la ciudad de Nueva York.
© National Geographic Society. Tom Miller 2007. El artículo Pink
Floyd me enseñó inglés forma parte del libro Cómo aprendí inglés. |