Yo, y estoy muy consciente de que comienzo con
"Yo" el presente artículo, sin idea mínima de copiar Yo, el supremo, del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos ni mucho menos el Yo acuso, del inglés Graham Greene sino para que quede clarísimo de que se trata de una historia personal, me vine a dar cuenta de que los reyes, quiero decir las monarquías, eran cosa de la vida real hasta que vi la televisión tomada por el accidente de una princesa, escuché la canción de Elton John, sepelio y ese quilombo, como diría un argentino, que se armó con la muerte de Lady D.
Salí de donde nací, Olanchito, a los cinco años de edad, exiliado, puesto que nunca nadie me preguntó si quería salir de allí, a un monte de la Standard Fruit Company, tan monte era que se llamaba Montecristo (y ni siquiera tenía conde).
Allí, rodeado de las inmensas plantaciones de piña me crié física e intelectualmente, pues fue ese lugar en donde comencé desaforadamente a leer.
Mi padre, el poeta José Adán Castelar, me daba libros rusos, otros con dibujos de algo así como Fidel para niños, y me leía y ponía a leer poemas que yo no entendía. En la escuela disfrutaba más, allí tenía que leer sobre princesas, hadas madrinas, reyes, sobre todo reyes. Recuerdo el hombre bruto que pasó por un camino en el que había una roca estorbando el paso y nadie la quitaba, hasta que este bruto, sin que nadie se lo pidiera, la quitó. Esa era una prueba del rey para ver quién era buen samaritano y lo recompensó con una bolsa de oro.
Desde entonces yo he quitado piedras, antes físicas después intelectuales, y por más que giro el cuello y espero, no existe tal rey que diga:
"Toma este milloncito de euros", bueno, ya de perdidos, aunque fuera de dólares. Seguro que los aceptaría, sin complejo de culpa, ¿acaso no me lo merezco?
El caso es que para mí, los reyes, sólo existían en la vida ficticia, que era la escuela. En la otra, en la real, eran clásicos rusos (versión infantil, claro); escritores latinoamericanos que caminarían con el tiempo a conocerse como el
"boom"; Rubén Darío y "Te he buscado y no te hallé y qué tienes en el pecho que encendido se te
ve", de Margarita está linda la mar. Ese sí me gustaba, y otro de José Martí, con los que obtuve los primeros derechos de autor (pirateados) por declamarlos en el vecindario, La niña de Guatemala.
Como los vecinos me pagaban por Rubén Darío y José Martí, comencé a sospechar en el engaño de los reyes. Mi primera conjetura:
"No existen, los profesores nos los presentan como reales para que aprendamos a
leer". Lo bueno de todo es que aprendimos.
Alguien alguna vez, dudando de que hasta no hace mucho yo diera como cierta la existencia de los reyes, me preguntó si acaso no leía las noticias. Sí, claro, pero creía que eran parte del humor de los europeos. Imaginaba que a países sin elementales problemas económicos y políticos como los de América Latina, no les quedaba sino ser felices. Y yo me tomaba con inocente humor cualquier noticia que se refiriese a un rey, reina, príncipe o princesa. No dudaba que era una invención de países sobradamente ricos que se inventaban ese tipo de cosas para divertirse.
Pero, como dije antes, con la muerte de Lady D. me di por enterado de que aquellos palacios que había visto, desde afuera, en Europa, eran reales y que allí habitaba lo que llamaban (y llaman) realeza. Por supuesto, nada de eso pudo superar la impresión primera adquirida en mi infancia a través de la literatura de la forma de pensar en un rey: No sé, un rey
es? Bueno, aún hoy no sabría que responder, tal vez diría un rey es un rey.
Con el paso del tiempo he ido conociendo gente, especialmente por mi carrera literaria, entre esta gente he conocido a muchos presidentes: arrogantes unos, humildes otros; cultos y ocultos; unos con y otros sin sentido del humor; unos muy interesados en el pensamiento humano y otros sin pensamiento? En fin, de todo como en la viña del Señor. Qué cosas, pero nunca he tenido la suerte (mala o buena) de conocer personalmente a ningún rey (lo más cercano que he estado de ello es cuando buscando a Mickey me equivoqué y entré en el Palacio de las Princesas, en Disney World).
En la recién concluida XVII Cumbre Iberoamericana realizada en Chile, me he sentido más cerca que nunca de un rey, quizá porque conozco personalmente al presidente Hugo Chávez. Y cuando he conversado con este presidente me he dado cuenta de que es de carne y hueso, entonces si surge una disputa contra él, tiene que ser, sin duda, de otro igual, de otro de carne y hueso. Este incidente (desgraciadamente ocasionado por un ex presidente español, del que, como diría Cervantes Saavedra, cuyo nombre no quiero acordarme y que estuvo de punta de lanza para invadir Irak) ha hecho ver al rey, y a todos los reyes y reinas, tan terrenales como yo. Esto me tiene maravillado, finalmente he dado con la certeza de que los cuentos infantiles que leí no sólo eran cuentos.
Roberto Carlos, mi hijo de dos años y ocho meses, me sorprendió hace unos días cuando regresé de un viaje de dos semanas. En tan poca ausencia lo encontré tan cambiado. Algo estaba diciendo yo, él se encontraba recostado en un sofá viendo un dvd de los trenes Thomas and friends, y sin siquiera volver a verme, me dijo: ?¡Cállate!?. Inmediatamente le llamé la atención, le dije que era mala educación andar callando a la gente, que si lo repetía lo castigaría. Allí mismo lo repitió.
Ahora, después de lo visto y escuchado en la Cumbre, cuando el rey Juan Carlos de España, iracundo le dijo al presidente Hugo Chávez:
"¡Por qué no te callas!", pienso que a lo mejor esa coincidencia con mi hijo Roberto, quien también es Carlos como el rey, quien me mandara a callar en casa, más que una casualidad es una causalidad.
Es probable, nadie puede desmentir que las probabilidades siempre existen, de que mis antepasados pertenezcan a la realeza y por un olvido o descuido nos hayan dejado en el Tercer Mundo. En verdad que estoy confundido, más confundido que antes cuando creía que los reyes eran solamente cosa de ficción. No sé si ese
"¡Cállate!" de mi hijo es porque trae en la sangre (azul, claro) su casta de noble o si el
"¡Por qué no te callas!" del Rey Juan Carlos lo refleja como a nosotros, un ser humano, otro mortal. |