San Martín narrador: Visión del Indígena por Carlos Prebble |
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En esta monografía -premiada por la Asociación Sanmartiniana de
Azul, provincia de Buenos Aires, República Argentina- me refiero a
la visión que el Libertador tenía acerca de los pehuenches, y
comparo esa actitud con la que evidenciaron –refiriéndose a otras
comunidades- el español Bernal Díaz del Castillo, el Inca
Garcilaso de la Vega y el porteño Lucio V. Mansilla
Introducción Sin embargo, debemos escoger un aspecto de su obra, y nos decidimos por su posición ante el indígena, remitiéndonos, para comprenderla mejor, a otros hombres de armas que escribieron sobre el mismo tema. En este trabajo nos ocuparemos del testimonio que el General San Martín da acerca de los pehuenches, a los que define como "hombres de una talla elevada, de una musculatura vigorosa, y de una fisonomía viva y expresiva". En 1827, el Libertador envió desde Bruselas una carta al General Miller, destinada a sus Memorias, en la que evoca las costumbres de esos indios. |
Exequiel César Ortega afirma que "verdaderamente ‘retrató’ de manera no solamente realista sino con humana simpatía, a los indios ‘Pehuenches’ (los ‘hombres de las araucarias’ del Sur mendocino y Neuquén), diferenciándolos de los ‘mapuches’ o ‘araucanos’ por primera vez, como destaca el etnógrafo Vignati en su trabajo ‘Datos de etnografía pehuenche del Libertador José de San Martín’, publicado por el Museo de Ciencias Naturales de La Plata". También escribieron sobre los autóctonos americanos el español Bernal Díaz del Castillo, el Inca Garcilaso de la Vega y Lucio V. Mansilla, refiriéndose a diferentes comunidades, en distintas épocas. La circunstancia temporal y geográfica en que trabaron relación con los indios es visiblemente distinta, y también es distinta la relación que tuvieron con los indios, pero una misma preocupación los une: describir cómo fue el vínculo que tuvieron con ellos y las características de cada grupo étnico. A partir de la confrontación con otros hombres de armas surgirá la
esencia de la personalidad sanmartiniana que, en muchas
oportunidades, trata la misma cuestión pero desde una óptica
diferente. Se siente un servidor de Su Majestad, que toma al aborigen como un individuo al que hay que doblegar, sin tener en cuenta su bagaje cultural e histórico. Es sólo un adversario y, por eso, el relato es una sucesión de atrocidades cometidas por ambos bandos. Nada de eso existe en el texto de San Martín, que busca el bien de la nación pero no derrama sangre indígena. Son otros momentos, es cierto, pero la actitud del militar argentino es sumamente diferente de la que evidencia el español. El Libertador quiere tomar a los indios como mensajeros, sin que éstos lo sepan; por esa razón, les lleva muchos regalos y les brinda una información falsa, a sabiendas de que ellos la transmitirán a los realistas. No busca destacar su papel, ni la astucia con la que se desempeñó; simplemente cuenta a Miller cuanto vio, y esa relación es hecha con un tono comprensivo y ameno, que no vacila en señalar aquello que le parece objetable, como la embriaguez o la forma en que dan muerte a las yeguas para alimentarse y utilizar el cuero. Sobre esta última costumbre expresa: "El espectáculo que presenta la matanza de estos animales es de lo más disgustante. Tendido el animal y atados de piés y manos le hacen una pequeña incisión cerca del gaznate, cuya sangre chupan con preferencia las mujeres y los niños, aplicando la boca a la herida. Descuartizado el animal lo ponen a asar, cuya operación se reduce a muy pocos minutos". Podría decirse que hay un respeto del que carece Bernal Díaz, quien sólo piensa en avasallar y sacar partido económico y honorífico. Si se lee atentamente la Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, se comprobará que el mismo cronista llevaba a herrar a los indios e indias que capturaba, y sólo dejó de hacerlo cuando verificó que se mezclaban los libres con los esclavos. Se justificaba diciendo que eran órdenes de Cortés autorizadas por el Rey, quien había señalado la forma en que debía implementarse tan cruel práctica. San Martín no fue movido por la codicia –prueba de ello dan los
últimos años de su vida-; veía, sí, en los indígenas, un medio
para lograr su ideal patriótico, del que parecía estar lejos el
conquistador español. "En septiembre de 1816 –escribe
Ortega- tuvo San Martín una reunión con ellos (o ‘parlamento’
), durante cinco días incluyendo cuatro de festejos que narra. Les
solicitaba ‘aparentemente’, alianza y permiso para pasar con su
ejército a Chile, para batir a los realistas o españoles. No
pensaba cruzar los Andes por allí, pero sí que los indios
revelaran al enemigo ese propósito y éste dispersase sus fuerzas
en un amplísimo frente". Esta es una diferencia significativa con el texto sanmartiniano. San Martín observa desde fuera, desde la innegable distancia que conlleva una civilización para la otra. Ve actitudes reprochables, pero también otras que despiertan su asombro, como la costumbre de que madre e hijo recién dado a luz se sumerjan en las aguas: ""Aunque había oído que las indias en el momento después de parir se bañaban, no había querido dar entero ascenso; más al segundo día de la llegada de los indios, una india parió un niño, cuya madre con el recién nacido se metieron en seguida en un arroyo, acompañada de otras mujeres. La parturienta permaneció en el agua por largo tiempo; y a su partida, que procuré verla, gozaba ella y su hijo de la mejor salud". Su visión está condicionada por los prejuicios de los cristianos, pero no deja de ser respetuosa, inclusive cuando le toca escuchar los interminables pedidos de los indios, que quieren más obsequios. San Martín, quien "se nombra siempre en sus relatos en tercera persona", había llegado al Fuerte San Carlos en septiembre de 1816, "precedido de 120 barriles de aguardiente, 300 de vino y un gran númro de frenos, espuelas, vestidos antiguos bordados y galoneados, que había hecho recoger en toda la provincia, sombreros y pañuelos, cuentas de vidrio, frutas secas, etc. etc.". Luego del Parlamento y el festejo alcohólico: "El cuarto día fue destinado a los regalos: cada Cacique presentó al General un poncho de obra de sus mujeres; que algunos de ellos no carecían de mérito, sobre todo por la viveza y permanencia de sus colores. Por parte del General le fueron entregados los efectos anteriormente referidos; los que apreciaron con particularidad los vestidos y sombreros, de que en el momento hicieron uso. Este día fue el más incómodo de todos... pues el que conozca el carácter importuno de los indios para pedir debe persuadirse que tenían al General bloqueado, sin dejarlo descansar un solo momento: en conclusión el quinto día marcharon muy satisfechos, asegurando no haber conocido jamás Parlamento más espléndido". Pero hay una diferencia aún más notoria y quizás se deba a la idiosincrasia de los pueblos con los que tratan: mientras que San Martín no habla de ello, el Inca pondera incesantemente la habilidad de su raza para las ciencias y las artes. La cultura inca proporcionó a Garcilaso motivo para un justo orgullo; en la carta del Libertador no aparece este aspecto. Garcilaso de la Vega ostenta una conciencia de raza que, lógicamente,
no se evidencia en el General, pues no pertenece a la comunidad indígena;
San Martín es un espectador que presenta una visión de un grupo
social que es ajeno a sus concepciones de hombre cristiano. En su carta al General Miller, San Martín describe a los pehuenches; otro tanto hace Mansilla con los ranqueles: mientras que los primeros son altos, los segundos son de mediana estatura; mientras que los pehuenches no tienen ningún género de adoración o culto, los ranqueles son uniteístas y antropomorfistas, veneran a Cuchauentrú y temen a Gualicho. Ambos ilustres cronistas coinciden en que los indios beben copiosamente. Dice San Martín que el de los indios embriagados es un "disgustante cuadro", mientras que Mansilla los ve como "un grupo de reptiles asquerosos". La diferencia de tono es evidente. Escribe el General: "Las pieles frescas y enteras de las yeguas las conservan para echar el vino y aguardiente todo mezclado indistintamente, lo que se verifica del modo siguiente: Hacen una excavación de la tierra de dos piés de profundidad y de cuatro a cinco de circunsferencia. Meten la piel fresca en el agujero abierto en la tierra, y aseguran los extremos de ella con estacas pequeñas. En este pozo revestido de la piel se deposita el licor y sentados alrededor empiezan a beber sólo los hombres. Estos pozos se multiplican según el número que se necesita, pues para cada pozo se sientan 16 o 18 personas. Las mujeres por separado dan principio a beber después de puesto el sol, pero quedan cuatro o cinco de ellas en cada tribu que absolutamente se abstienen de toda bebida a fin de cuidar a los demás". Los efectos de la bebida no se hacen esperar: "Aquí empieza una escena enteramente nueva. Que se representen dos mil personas (éste era poco más o menos el número de indios, indias y muchachos que concurrieron al parlamento) exaltados por el licor, hablando y gritando al mismo tiempo; muchos de ellos peleándose; y a falta de armas, mordiéndose y tirándose de los cabellos; los lamentos de las mujeres y los llantos de los chiquillos, y se tendrá una idea aproximada del espectáculo singular que presentaba este cuadro. Los milicianos se hallaban en contínua ocupación a fin de separar a los contendientes, a cuyo efecto se habían nombrado fuertes partidas..." Más tarde, es otro el cuadro: "A la media noche la escena había cambiado. Indios e indias se hallaban tendidos por tierra y como si estuvieran poseídos de un profundo letargo, a excepción de alguno que otro, que arrastrándose por el suelo hacía algún movimiento.... Este disgustante cuadro duró tres días consecutivos; es decir, hasta que se les dijo haberse concluido todas las bebidas. El terminó lo más felizmente posible, sin más desgracias que las de dos indios y una india muertos; pérdida bien pequeña si se consideran los excesos a que se habían entregado, y sin que pudieran evitarse estos males, pues si no se les daba de beber con una grande abundancia, se resentirán tomándolo por un terrible insulto". En cuanto a la división del trabajo en esa comunidad, el Libertador destaca que "La indolencia y pereza de los hombres llega a lo infinito, pues pasan su vida tendidos y bebiendo una especie de chicha compuesta con frutas silvestres. En fin, el indio pehuenche no se ocupa más que de la guerra; sus mujeres (pues usan la poligamia) son las que llevan el peso del trabajo. Ocupadas en el cuidado de sus hijos y demás quehaceres domésticos, pastorean además las caballadas; y aún esde su obligación el ensillar el caballo del marido. El resto del tiempo lo emplean en tejer ponchos, con lo que, y alguna sal, que llevan a Mendoza, hacen un tráfico que cambian por frutas secas y licores". Idéntica opinión tiene de los indios el comandante Mansilla, quien expresa que eran pobres porque no amaban el trabajo y, si le tomaran el gusto, podrían hacerse tan ricos como los cristianos. Tanto San Martín como Mansilla describen pormenorizadamente el parlamento, las costumbres de los indios y su actitud pedigüeña. Tocan los mismos asuntos pero se diferencian en la forma de abordarlos. Lucio V. Mansilla realiza, a partir de cuanto ve, comparaciones entre la forma de vida indígena y la de los gauchos y los seres que se dicen civilizados. Como corolario, la obra sobre los ranqueles plantea el interrogante acerca de si es justo que se persiga a los indios tan encarnizadamente, pues todos, en mayor o menor medida, descendemos de ellos, dado que España –a diferencia de otros países europeos- no envió cargamentos de prostitutas para satisfacer a los hombres de la colonia. El Libertador nada dice al respecto; piensa sólo en el éxito de la gesta que está llevando a cabo. Otras necesidades eran más apremiantes. Debía librar a la patria de la dominación española; para más adelante quedarían las consideraciones que inquietaban a Mansilla, en un tiempo de paz externa y holgura económica.
De lo expuesto se deduce que el General San Martín no tuvo la codicia de Bernal Díaz del Castillo, que se quejaba porque le cambiaban sus indias por otras de menor valor. Tampoco ostentó la visión del Inca, heredero de una cultura admirable, que recibió un pasado en ruinas. Circunstancias difíciles ocuparon el alto entendimiento sanmartiniano, privando a la carta de los rasgos que se evidencian en la obra de Mansilla, un hombre vinculado a la generación del 80. El texto sanmartiniano se aproxima a los mencionados por ser el de un hombre de armas, pero se diferencia de ellos porque San Martín buscó desinteresadamente el bien de la patria, comprendió a una comunidad de la que no formaba parte y logró un tácito pacto en aras de la grandeza de la nación. En fin, rasgos todos que muestran que el Libertador fue un hombre
probo, que quiso lograr sus metas sin dañar a los indígenas y los
valoró en tanto habitantes de una tierra que les pertenecía.
Carranza, A.J. (selecc.): San Martín, su correspondencia,
1823-1850. Buenos Aires, 1910. |
por Carlos Prebble
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