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El vampirismo le sienta bien a la literatura |
Stephanie Meyer, autora que seduce a sus lectores con historias de vampiros, seguramente sabe que esas oscuras criaturas ya aparecían mencionadas en viejas leyendas hebreas, y que también en la literatura clásica griega y romana se trataba el tema de los espectros que acechan a personas y animales para alimentarse con su sangre. Los seres nocturnos abundan, y cada tanto surgen libros y películas que si bien aportan elementos novedosos, no salen del círculo de maldición que debe cumplir quien, como Sísifo, en vez de cargar una piedra, carga sucesivas muertes. A Edward, el personaje de Crepúsculo, se le suma la desgracia de tener que luchar contra el impulso de clavarle los colmillos a su amada Bella y además defenderla de la pasión de un hombre lobo y de un ejército de pretendientes que anhelan la yugular de la heroína. Si compactamos la anécdota de Otelo, hasta Shekespeare queda reducido a un autor de culebrones, por lo tanto me disculpo, no vaya a ser que Stephanie Meyer lo tome como una ofensa a su talento. En Europa, a comienzos del siglo XVIII, se comenzó a difundir el mito a través de góticas baladas anónimas, incluso publicaciones científicas trataron el fenómeno, basándose en las experiencias de catedráticos que testificaban haber asistido a exhumaciones de cadáveres en perfecto estado de conservación, prueba suficiente para adjudicarles a los muertos, varios asesinatos que habían quedado sin resolver. Por lo general, las víctimas eran mujeres, y tal como lo viene comprobando la justicia, salvo que fantasmas o aparecidos hayan tomado cartas en el asunto, escasean reos para llevar a la cárcel. Un poema del año 1748 cuenta la historia de un pícaro que amenaza a una doncella con entrar en su alcoba, transformado en vampiro, tal como lo hacen los campesinos húngaros, si ella no le otorga su virtud. Y ya que estamos, mejor acostarse con uno que no tenga olor a cementerio, habrá pensado la casta joven. Más de un galán, cavilo, habrá copiado con éxito ese argumento de conquista, contrariando, tal vez, la noble intencionalidad lírica de Heinrich August Ossenfelder, que sería considerado un precursor en el tema del vampirismo. Depredadores nocturnos con diferentes nombres pero similares mañas, fueron surgiendo con el correr del tiempo. Nadie pretendería ahora vestuarios ni escenarios previsibles para entrar en el código de ultratumba. Están los vampiros de jardín de infantes, y los graduados en la casa de altos estudios que el imaginario colectivo suele suponer subterránea, a pesar de la capacidad de vuelo de sus estudiantes y maestros. El lugar común indica que arriba va lo celestial, y abajo, lo infernal, pero la fantasía, como la realidad, no admiten reglas. El príncipe Vlad Tepes, que condenaba a sus enemigos al empalamiento, fue considerado por el Papa Pío II un defensor de la fe. Las prácticas sangrientas eran moneda corriente en la batalla y salvo que provinieran del bando de Lucifer, la iglesia las bendecía. El transilvano Draculea por lo menos arriesgaba su propio pellejo, no como la trastornada condesa Elizabeth Bathory que, centurias más tarde, en medio de la hambruna y la peste, creyó haber encontrado la fórmula que la mantendría eternamente bella y sana: sus baños reparadores y su dieta exigían sangre fresca. Dicen que recién después de haber sacrificado a doscientas muchachas, preferentemente vírgenes, la descubrieron y castigaron. No es de extrañar, entonces, que a lo largo de la historia, a los escritores se les haya ocurrido inventar situaciones macabras, fuentes de inspiración, sobraban. Y sobran aún. Claro que cada creador se sumerge en las aguas rojas de su propio torrente sanguíneo, metafóricamente hablando. El cineasta mexicano Guillermo Del Toro, realizador de “El laberinto del fauno”, entre otras geniales películas, está escribiendo “Nocturna”, novela que transcurre en una Nueva York plagada de no muertos. A él no le interesa el aristocrático vampiro romántico, el que nace de la literatura de Occidente en 1819. Prefiere el pobre diablesco, el parásito aterrador, los infectados harapientos que invaden la tierra con avidez de sangre… Hay gustos para todo, yo me quedo con el tranquilizador dandi del castillo que se convierte en murciélago. La realeza no me invita, y en mi barrio nunca me topé con murciélagos, pero gente pobre, infectada y mal vestida hay por todos lados. Desisto de comunicarles el nombre que le adjudicaban a los espectros sedientos de sangre en Asturias o en Cantabria, no vaya a ser que el corrector de la computadora vuelva a cuestionármelos como recién me acaba de suceder. Los enigmáticos seres agazapados en la tecnología también poseen corazón de vampiro. En la antigua Roma infundían terror las stiges (me puso Sitges, la maldita máquina), hermosas mujeres que clavaban sus mortales dientes a los hombres. No he averiguado si por lo menos se marchaban contentos de este mundo, pero deduzco que, en caso de no pertenecer a los que, al morir, entraban en el equipo de los vampiros, no tenían posibilidad de desquite, hábito que con frecuencia calma a las criaturas de sangre fría tanto como a las de sangre caliente. Para formar parte del equipo de los vampir,( así los bautizaron los húngaros) no es necesario mudarse a Transilvania ni andar con capa forrada en terciopelo rojo. Si hasta hubo burros, según cierto folclore europeo, con habilidades diabólicas. Reconozco que no resulta atractiva la figura del burro vampiro, pero pienso que no es justo discriminarlos, ya que muchos lograron puestos de privilegio en la categoría chupa sangre, sin necesidad de afilarse los incisivos. Stephanie Meyer dijo que fue en un sueño donde nació la idea de Crepúsculo, su primera novela. A mí, por si les interesa saberlo, la idea de esta nota me la dio la cuenta del gas. Escalofriantes disparadores ambos, confieso, aunque uno en el plano onírico y el otro, en el real. Los que duermen en la negra frialdad de las criptas “viven” en una eternidad exenta del pago de servicios e impuestos y desconocen, tal vez, que hay chupa sangres a los que no los aniquilan los rayos del sol. “La fuerza del vampiro reside en que nadie o casi nadie cree en su existencia”, le hace decir al profesor Van Helsing, el director de cine Ted Browning, en 1931. Bram Stoker tal vez tampoco creía en la importancia de Drácula, novela cuya viuda empobrecida, publicaría en 1897. Drácula sale a la luz sin que su autor pueda disfrutar del calor de la fama. Este póstumo hijo literario refleja, en cierta manera, la proyección del universo sombrío que cada mortal lleva dentro de sí. Los malabares para modificar el finito destino humano nos han dado obras de arte y bodrios. Pero la posteridad es la que finalmente separa la paja del trigo. El hecho de que muchos romances se vieran interrumpidos por la peste o la guerra inspiró dramas literarios en los que el espectro de la novia o el novio regresan del más allá para concretar la frustrada noche de bodas. “La novia de Corinto” de Johann Wolfgang Goethe( 1797), parte de un episodio del Libro de los prodigios, de un autor griego del siglo I de esta era, en el que se relata el caso de una joven que reaparece en el lecho de su amado, después de haber sido enterrada. Reconozco que a pesar de deberles catárticos ataques de llanto, no me simpatizan los finales con espectros que flotan hacia la dicha extraterrena. Tampoco me agrada pensar en el trabajo del vampiro: buscar el alimento, encontrarlo, incorporarlo, y vuelta a empezar, tan semejante al de cualquiera de nosotros. Todos poseemos aquello que Carl Gustav Jung llamó “la sombra”. Y ya que estoy en tren de citas, terminaré con una de Maggie Scarf: “La sombra y el doble no sólo contienen los residuos de nuestra vida consciente sino que además encierran nuestra fuerza vital primitiva e indiferenciada”. |
Por Silvia Plager
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