Un libro no hace biblioteca |
Creo que sólo de un equívoco puede nacer la certeza de que en verano el cerebro se pone traje de baño. Pero para escapar del lugar común que significa hablar de vacaciones durante las vacaciones, lo hago en otoño, después del rebrote vacacional de Semana Santa y a la espera de un nuevo feriado. Empujando el año que parece arrancar como un motor ahogado, recuerdo que apenas me recupero de los brindis que se desperezan a mediados de enero, me propongo encerrarme en casa a leer a mi antojo, sin esas interrupciones que conducen a la constante relectura de las páginas del libro abandonadas justo en lo mejor. Estaba leyendo Tokio Blues de Haruki Murakami, cuando el hecho de que Watanabe, el joven protagonista de la novela, se hiciese amigo de un compañero de estudio sólo porque ambos habían leído El Gran Gatsby, me ventiló el pasado. Salté del sillón, fui a la cocina, y puse la pava sobre el fuego: necesitaba una pausa para resucitar aquella tarde en la peluquería de mi barrio. A la tortura de tener
decenas de pinzas calientes clavadas en el cuero cabelludo, le sumaba la
tensión que me causaba sostener el Ulises
como si fuese la ofrenda a un dios despiadado. Debo aclarar que soy politeísta
y que mi devoción, a pesar de los breves períodos de descreimiento, renace, fortalecida, apenas descubro a un
escritor que “me mueve el piso”. La peluquera levantó la escafandra y
pude oír una voz desconocida que me preguntaba: “¿No te resulta
pesado?” Pensé en mis manos acalambradas e hice un gesto de
asentimiento, cuando en realidad estaba fascinada con el monólogo de
Molly Bloom. La de la pregunta, profesora de letras y vecina nueva,
dictaminó: “No es un libro de peluquería”. Le respondí que si me
enganchaba, se convertía en mi inseparable. “En eso somos iguales, pero
ni loca sostengo en alto un libro de más de cien páginas.” Entablamos
un diálogo sobre lo apolíneo y lo dionisiaco en la obra de James Joyce
como si estuviéramos hablando de amantes. La peluquera aseguró que en el
secador sólo debían leerse revistas, que los libros que hicieran pensar
provocaban electricidad en el pelo. Entonces razoné que para algunas
personas los libros son como los zapatos. Yo, que calzaba los de taco
aguja para correr el colectivo, y nunca había pensado que el libro
formara parte del atuendo confortable, tuve la revelación de que pesar de
los diferentes puntos de vista sobre cuánto debía pesar la literatura de
mano, entre la profesora y yo, gracias al Ulises,
había nacido una “bella amistad”. Cavilando sobre esa circunstancia
equiparable al final de la película Casablanca- aunque no se tratara de
ceder a la mujer amada por el bien de la humanidad- y en Watanabe y
Nagasawa, amigos en las letras, me serví el primer mate, unté la
tostada, y abrí el diario. Ahí me enteré de una novedosa forma de
promoción editorial: ofrecer a pasajeros de micros de larga distancia,
adelantos de novelas. Las estrategias publicitarias suelen inspirarse en métodos
ya utilizados con éxito. Borges, un adelantado, creó su propia
distribuidora al esconder en los bolsillos de los abrigos que cuelgan en
los percheros de los cafés, su primer libro publicado. Antes de El
nombre de la rosa a nadie se le hubiese ocurrido pensar en páginas
envenenadas, y como no existían aparatos de televisión ni computadoras
ni celulares y el libro era gratis, por qué no darle un confiado vistazo.
Distinta tal vez sería la reacción de los que se iban a encontrar con el
regalo en el asiento del micro. ¿Los habituados a la lectura intentarían
completar lo incompleto comprando la versión no extractada? ¿Los que se
duermen apenas salen de Retiro lo guardarían para después o lo tratarían
igual que a volante de propaganda? ¿Los que confraternizan hasta en la
fila del baño lo utilizarían para iniciar una charla? Encontré
similitudes entre la estrategia de seducir al viajero con una lectura
inesperada y concertar matrimonios a través de casamenteras, no con afán
de crítica, pues algunas de esas uniones resultan felices y duraderas.
Pero los que tenemos afición por la búsqueda solitaria, alimentada por
las librerías que permiten intimar con el libro antes de dar el sí,
somos, además de promiscuos, duros de convencer. En nosotros persiste aún
la compulsión juvenil de llevarle la buena nueva a nuestros
“hermanas/os en la lectura” y leerles en voz alta: “Tomar
el Gran Gatsby de la estantería, abrirlo al azar y leer unos párrafos se
convirtió en una costumbre y jamás me decepcionó. No había una sola página
de más. “Es una novela extraordinaria”, pensaba. Me hubiera gustado
hacer partícipes a los otros chicos de la maravilla.” |
Silvia
Plager
Diario "Clarín" - Bs.As. s/f
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