La crisis en el habla cotidiana de los argentinos |
Las
crisis en mi país son como eslabones de una cadena.
Y con frecuencia, cuando creo descubrir algo nuevo,
el presente, ese habiendo sido que se va presentando, termina
convenciéndome que es más de lo mismo. Comencé
a recorrer la crisis en mi barrio de infancia, donde los inmigrantes judíos,
italianos y gallegos (al Once aún no habían llegado los coreanos) se
intercambiaban sus dramas cotidianos
a viva voz. La guerra y el hambre que habían dejado atrás hacía
que la escuela pública, el pan diario, y los humildes paseos domingueros,
representaran un lujo. Lujo que hoy para la gente humilde sigue vigente
pero que, para la mayoría de la clase media, representada por los hijos
de aquellos hombres y mujeres que bajaban de los barcos con la ambición
de una cama y un plato caliente, significa
una especie de descenso a los infiernos. En
su libro “No somos tan buena gente”, José Abadi y Diego Mileo dicen:
La clase media se instala en el territorio de la posesión de las cosas,
del tener y del disfrutar. Pero la otra cara de este goce sería un
recuerdo genético donde lo que imperaba era la necesidad. Es como si no
deseara recordar sus orígenes, sus raíces, aquellos parientes que
llegaron en estado de total precariedad y que sufrieron múltiples
privaciones”( fin de cita). Nuestros
antepasados, sin embargo, parecen estar recordándonos desde nuestro
torrente sanguíneo una sucesión de catástrofes que parecían haber
llegado a su fin con el arribo a una tierra donde la carne que se asaba en
las parrillas de los obreros de la construcción, perfumaba las calles con
sus buenos augurios. Por
aquella época escaseaban las palabras en inglés, salvo las enraizadas en
el deporte (en su origen casi todos los clubes eran ingleses), y
en nuestros oídos resonaban con naturalidad las elegantes y
afrancesadas maisons en las que se vestía la clase alta: Madame Finesse,
Marilú Bragance, etc. En
un tango, la “madame que
chamuya en francés” muestra que el lunfardo- lenguaje de ladronía que
después ascendería hasta formar parte del ser nacional- pudo adecuarse
al que, en los orígenes de nuestra patria ( un no tan lejano siglo XIX)
fue signo de linaje y distinción. El
idioma de los argentinos ha ido evolucionando. Hubo una época en que en
los salones, para estar a tono, había que matizar el correcto español
con palabras en francés. Y los universitarios y profesores apelaban,
también con similar intencionalidad, al latín. El inglés, a pesar de la
cercanía con Inglaterra y con la admiración por el sistema escolar
norteamericano, no tenía, por entonces, mucho que hacer con nuestro
idioma. Cuando
la gran inmigración, se fueron agregando gran cantidad de italianismos y
palabras en idish y en árabe. Ese lenguaje tenía que ver con la
dificultad del aprendizaje y con el deseo de asimilarse. Pero
el inglés se tomaría la revancha y hoy son innumerables los términos
que reemplazan a los vocablos en español, no sólo los que pertenecen a
ciencias o tecnología sino palabras comunes: Liquidación- sale;
gimnasia- gym; homosexual- gay; fiesta- party. Antes se hacían negocios,
y revisación ha derivado en chequeo. Pagar al contado es cash y estar
fuera de la casa es out. Los locutores dicen ok a cada rato. Según
Joge Aulicino, cuando Domingo Faustino Sarmiento pronunció Shakespeare
como saquespeare y terminó su conferencia en un correctísimo inglés, la
batalla por el afianzamiento de las naciones occidentales comenzaba a
cambiar de rumbo. Sarmiento pronunció saquespeare, tal vez, para librar
también su batalla contra la Real Academia de la ex metrópoli española,
justamente para acentuar la independencia frente a la monarquía, símbolo
no sólo de dominación imperial sino también del pasado feudal. Es
cierto que los que hoy están en la edad adulta en la Argentina difícilmente
recuerden haber usado otras palabras para decir short, y es cierto que los
chicos de hoy nunca sabrán si existe un equivalente para decir on line. Como
contrapartida de esta globalización del idioma anglosajón, otra
globalización logra que haya en los subterráneos de Nueva York avisos de
seguridad y de publicidad en español. Hay
una ofensiva europea contra la invasión del idioma inglés, dice Araceli
Viceconte en su artículo del diario Clarín. “Guerra a los
anglicismos!, declararon puristas y defensores del idioma, alentados
porque el 2001 es el “año europeo de la lengua”. “Nuestro idioma
merece protección pública, porque es la base cultural más importante de
nuestra sociedad”, insiste la Asociación de la lengua alemana. “Se
está produciendo una degradación lingüística insoportable, opinó el
presidente del Parlamento alemán, el social demócrata Wolfgang Thierse.
“Si fuera un dictador, prohibiría la enseñanza del inglés en la
escuela primaria, declaró en un exabrupto el ministro francés de Educación,
Jack Lang, alarmado porque el 89,7 por ciento de los alumnos galos eligen
aprender inglés. En
un seminario sobre “Lengua e identidad en Europa”, organizado por el
Instituto Goethe el año pasado en Munich, Florian Coulmas, profesor de la
Universidad de Duisburgo, subrayó que la era del nacionalismo lingüístico
se ha acabado y abogó por las palabras elegidas libremente. Si
Galileo escribía en latín, los científicos de hoy lo hacen en inglés,
“la lingua franca” de los negocios y la ciencia. El problema- dicen
los filólogos- es que la mayoría habla en un inglés malo y simple:
“El Bad Simple English”. Lo
cierto es que el inglés hasta tiene el monopolio universal de los
neologismos. En la Argentina, desde hace unos años hay “delivery”
(entrega a domicilio) y heladeras “no frost” ( que no producen
escarcha) y moda “casual”(informal).
Pero
no todo es importado. Entre las creaciones de los últimos años figura el
prefijo “re”. Y todo es relindo, nos requieren y lo bueno está
rebueno. Cuenta
Marcos Aguinis que le preguntó a su hija, cuando era chica, que era rebaño,
y ella le respondió: te bañas dos veces. Así un retirado no es un
jubilado sino alguien que está muy en la mala, y un repollo es un ave de
cuya condición de pollo no puede dudarse. Hay palabras clave como boludo,
loco, chabón, que han venido a reemplazar el nombre propio. “Hola,
boludo, escuchaste lo que me dijo ayer aquel chabón? Pero no, loco, estás
confundiendo al chabón que te digo con el boludo de la otra cuadra”. Carlos
Ulanovsky titula Trucholandia el capítulo de su libro que se refiere al
vocablo trucho: En un mundo acosado por la impostura no parece asombroso
que una de las palabras estelares de los últimos años haya sido el
adjetivo trucho, presente en el diccionario como un americanismo que
quiere decir vivo, ladino, taimado y astuto. En su renovada acepción,
trucho es falso.” En
los tiempos de consumo, las marcas famosas de jeans, relojes, zapatillas,
se duplican y triplican. Hay taxis que tienen su reloj adulterado,
abogados con diplomas dibujados. Hasta tuvimos billetes truchos con la
efigie de Menem y un diputado trucho cuya función en el recinto era dar
quórum. Zafar
es otro de los términos favoritos, significa esquivar una situación y ha
sido aceptado con esa acepción por la Academia Argentina de Letras, al
igual que mina, palabra nacida en el lumpen para referirse a mujeres de
mala vida y que ahora es una de las maneras de decir mujer. Hoy, una mina
que te banca, es una mujer que te apoya, que cree en vos. Y una chabona
refuerte, es una chica muy atractiva.
Hay
sustitución de vocablos por formas que se creen más eufemísticas y
elegantes. Borges decía: “Yo creía que era ciego pero soy no
vidente”. Así el español culo ha sido reemplazado por cola, que no
alude a la función anatómica, y el busto, más proclive al mármol, que
a la carne, desplazó en algunos lugares
a la teta. Hacer
un listado de palabras de ayer y hoy esa sería la extensa labor de un
especialista. Los escritores
generalmente llevamos el sello de nuestro lenguaje y lo adaptamos al texto
que estamos trabajando. Somos observadores atentos que echamos mano a lo
que nos sirve. Si
bien estoy escribiendo contra reloj para desarrollar en pocas páginas un
tema que daría para un extenso trabajo, pienso en algo escrito por
Beatriz Sarlo: “Se vive en la contradicción entre la necesidad del
tiempo y la rapidez magnética de lo que está sucediendo ya mismo. La
velocidad de la coyuntura arrastra a quien escribe en esta situación:
escritura de sobrepique.” (fin de cita) La
palabra sobrepique a la que alude el artículo de Sarlo fue marcada en mi
computadora como incorrecta, entonces fui al diccionario y, entre las
muchas definiciones de “pique o “ irse a pique”, me quedé con ésta:
“Pique”: “Acción y efecto de picar poniendo señales en un
libro”. Para mi desgracia, a las
señales en los libros se suman, provocativas, las notas de los diarios y
las informaciones radiales y
televisivas y todas me tiran a la cara la evidencia de que antes de que yo
pueda saber algo de lo que quiero o necesito saber para esta nota, nos estamos yendo a pique, y que lo que ahora mismo estoy
escribiendo ya pertenece al pasado. A esa terrible sensación de estar
hundiéndome se le agrega mi libre interpretación de por qué solíamos y
solemos decir, cuando estamos apurados, que andamos “a los piques”. Y
encima de la zozobra relativa a las
embarcaciones, tengo la zozobra de los humanos que andamos haciendo todo
“a los piques”, como si con ese ir y venir a la carrera para
“ganarnos el mango”, pudiéramos huir de la congoja y del deseo de
zafar. Debo reconocerle a este verbo, puesto en órbita por la
filosofía del menor esfuerzo, una vigencia indiscutible. La cuestión
no es hacer las cosas bien, sino zafar. Y después, si el enfermo no zafó,
como su médico que se recibió porque zafó en los exámenes, y el
conductor del automóvil no zafó como el mecánico que le arregló los
frenos del auto, no se debe culpar a nadie. Yo, en este momento, pienso en
cómo zafar con mi nota que denota que mi especialidad no está en el
estudio de la lengua sino en el uso de la misma, y hasta por ahí nomás,
como diría mi espíritu irónico.
Así
como tiempo atrás se echaba
mano al latín, y después al francés, para hacer gala de erudición, hoy
dejamos que las voces coloquiales ganen espacio, y a mi se me filtra
Minguito, un cómico que con indumentaria pobre y pobre vocabulario,
simplificaba toda argumentación en su contra con dos palabras: “Shé
igual”. Para Minguito ,el Partenón y un camión eran iguales porque
sonaban parecido y, además, porque era un modo de zafar en las
conversaciones en las que su desconocimiento
no le permitía intervenir. Minguito se encerraba en su ignorancia
como otros se encierran en los walkman, en las computadoras, en los teléfonos
celulares, en la pantalla del televisor, en los contestadores telefónicos,
en la información múltiple y simultánea que crea la ilusión de ser
parte de un todo cuando, en realidad, como diría cualquier vecina: “No
somos nada”. Minguito hubiera dicho “ando seco”, y el erudito
ministro de economía no está muy lejos de su definición descriptiva
cuando, para decir que todos “estamos secos”, habla de iliquidez. Ya
casi nadie dice “viyuya”, “vento”, “morlacos”, “guita”,
para referirse al dinero, pero la mayoría sigue diciendo “mango”.
“¿Dónde
hay un mango, viejo Gómez? ”, preguntaba un tango que cantaba otra
crisis. En los últimos años, todos nos unimos al coro del que pregunta,
salvo aquellos que nos han embarcado en la crisis, y tienen sus
“verdes” bien guardados en el exterior. Porque el verde, durante las
crisis, deja de ser un color para ser un billete con la cara de George
Washington. “Todos
los fuegos el fuego”, diría mi amado Julio Cortázar. Todos los mangos
el mango, diría Minguito a través de mi voz. Pero yo no igualaría la
honesta ficción de Cortázar con la deshonesta realidad de los que urden
el sufrimiento de muchos para el disfrute de unos pocos.
El
tango Cambalache refleja, tal vez como ninguno, esa deshonesta realidad :
“ Siglo XX cambalache problemático y febril, el que no llora no mama, y
el que no afana es un gil... ” A
comienzos de la década de los 30, el país sufría una grave crisis política,
económica y social. Enrique
Santos Discépolo fue uno de los mayores intérpretes de esa sociedad en
crisis. Sus versos, lamentablemente, parecen haber sido escritos hoy. Discépolo,
a pesar de su : “el que no afana es un gil”,
veía el “afano” con mirada crítica. Nuestros
grandes músicos y poetas del pasado construían con los delincuentes
personajes dramáticos que podríamos emparentar, algunas veces, con los
de Zola o Victor Hugo.
“Cuando rajés los tamangos, buscando ese
mango, que te haga morfar...”, dice Discépolo en “Yira, yira”. La
decepción de aquellos que habían creído en la cultura del trabajo se
expresa, también, en Cambalache: “Lo mismo un burro que un gran
profesor”. Ultimamente,
ha surgido la “cumbia villera” que, con ritmo tropical pero letra
propia retrata, ya no metafóricamente, sino de manera directa, al
“chorro”. Sus creadores son herederos de aquella gente de campo que
dejó su provincia con la convicción de que Juan Domingo Perón, el líder
que los llamaba “mis cabecitas”, los sacaría de la miseria.
Pasaron años de aquella incumplida promesa de reivindicación
social y las villas miseria en vez de desaparecer, crecieron: “Aguante
el chorro”, vociferan los autores de la cumbia villera, a enorme
distancia de los poetas y músicos de entonces. “La
difusión de la palabra aguante- Ulanovsky en “Los argentinos por la
boca mueren”- es cuanto menos curiosa en una sociedad a la que se
reconoce por su intolerancia. Este estilo de aguante tiene más parentesco
con la resignación que con
resistir desde la fortaleza. Si esto no es vida lo que queda es aguantar.
Y si el espacio vital es el del aguante,
la existencia- no hay otra- semejará un aguantadero... Un
hecho muy interesante es el uso del término entre los adolescentes y jóvenes.
La vida de los chicos se convirtió en un permanente aguante. Aguante
frente a la falta de dinero, a la incomprensión de los padres, aguante
para colarse en un recital o para resistir la agresión policial: no es
rebelión propia de la edad sino recurso para zafar”. “Aguante
Rácing”, escriben los seguidores de ese equipo. Y en los carteles
callejeros instan al aguante a conjuntos musicales, a pandillas barriales,
a colegios, a políticos, etcétera.
La
cumbia villera, que refleja en su cadencia y su decir, a algunos programas
de la televisión, y difunde una
ideología abaratada por lo light ( palabra que ya es moda hace décadas)
también tiene quienes la alienten con pintadas callejeras: “Aguante la
cumbia villera”. Dentro
de la clase media en decadencia, hay jóvenes que consumen cumbia villera
identificándose, paradójicamente, con aquellos que temen y de los que,
en la práctica, se resguardan. Esos
chicos necesitan vestirse con letras y actitudes
que están fuera de la ley como una forma de protestar, tal vez,
contra un lenguaje que la economía de mercado ha ido instalando de manera
tal, que aquí no se espera sino que se hace lobby y se intenta ser
fashion aunque se compre en un outlet. No importa que el negocio que
ostenta sus carteles publicitarios en inglés esté en el barrio de
Recoleta, donde la mayoría tiene un conocimiento aunque sea elemental del
idioma inglés, o en zonas del gran Buenos Aires donde muchos de sus
pobladores no han tenido la oportunidad de completar sus estudios
primarios. Ahora hay combos de cualquier cosa, ya no hace falta entrar a
Mc Donald’s para entender que se trata de una oferta. Al
escritor Jorge Asís, cuando fue secretario de Cultura del gobierno de
Menem, se le ocurrió proponer la prohibición del uso excesivo del inglés
sin tomar en cuenta que la administración de la que formaba parte
alardeaba de tener relaciones carnales con el gran país del norte. Como
es obvio, fue destituido.
En
un cuento de Ray Bradbury, dos caballeros medievales se disponen a velar
sus armas para vencer al dragón. El maquinista del tren que los arrolla
mira, azorado, los restos diseminados de personas y armaduras. En la
actualidad, nosotros, como aquellos caballeros, sabemos que lo que
aguardamos es peligroso. Que termine siendo de apariencia diferente, no
cambiará su peligrosidad. Durante
la dictadura militar, se hablaba de aniquilar a los subversivos. La misma
detestable palabra se usa en democracia para intimidar a los evasores de
impuestos que, por supuesto, son los pequeños contribuyentes, ya que los
grandes evasores son amigos de los que proponen la aniquilación y, por lo
tanto, zafan. La
propuesta de aniquilar la subversión mató a 30.000 personas, y le dio a
la palabra desaparecido una connotación que hizo que gran parte de los
argentinos la evitemos, salvo para referirnos a las víctimas de la
represión. A muy pocos se les ocurriría preguntarle a un amigo por qué
anduvo desaparecido o decirle al hijo que acaba de hacer una travesura:
“ ¡Desaparecé de mi vista! Las
palabras son etiquetadas según las circunstancias. Y hoy, hablar de
violencia, ya no nos remite a allanamientos, torturas, vuelos de la
muerte. La
violencia urbana puede surgir en cualquier lugar y se habla de custodios,
de alarmas, de circuitos cerrados, de puertas blindadas, de barrios
cerrados, de la conveniencia o no de armarse, de las estrategias para
entrar o sacar el coche de la cochera... Pero
la palabra seguridad, después del atentado a las torres gemelas- y eso
que ya tuvimos nuestra terrible experiencia, desgraciadamente aún sin
resolver, con los atentados a la embajada de Israel y la AMIA - ha cobrado
otra dimensión, como la palabra terrorista, guerrillero, guerra. Hasta
hace muy poco Afganistán era un país exótico, y se desconocía quiénes
eran los talibán. Pero en los últimos tiempos decir talibán es utilizar
un sinónimo de retrógrado, de asesino. Y ese país remoto parece estar a
la vuelta de casa, igual que New York. La
crisis mundial invade nuestra crisis . Lo más probable es que se sumen
otras palabras y nuestro lenguaje cotidiano cambie. Lo que no creo que
cambie es el espíritu del ser humano.
Los argentinos, por más que intentamos parecer cool por una cuestión de pride, sentimos que ya no podemos transar con los que nos hacen el verso antes de las votaciones y después resultan ser unos chorros. La transa, ese neoverbo que resume si hay o no trato, nos hace afirmar. No hay transa, man. Lo que no podemos decir es: “quedáte piola, que acá no pasa one”, porque aunque estemos al sur, chabón, no comemos vidrio y si a los de arriba les toca la pálida, nosotros, fuimos. |
Silvia Plager
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