Diente de oro |
“Un pez, ni muy grande ni muy chico, quedó coleteando y brillando contra el cielo de la noche que ya empezaba”. |
Hunde
la cabeza en la almohada cuando su madre le ordena apagar la luz. Esa
noche no le importa cerrar el libro- novela de amor que Julieta vive como
algo propio- que cae al piso empujado por el encuentro de mañana. Será
grato dormirse con la imagen del que la siguió a la salida de la escuela
y que cuando ella dijo que recién había cumplido quince, él le preguntó
si la asustaba salir con uno de más de veinte. Julieta
no puede creer que él la descubriera mujer debajo del guardapolvo
tableado, hasta el punto de decirle, mejor dicho susurrarle: “Qué
cuerpo de artista de cine”. Y se acuna en la cita para el día
siguiente: “¿Así que tu nombre es Julieta? Si es para morirse, mis
viejos me pusieron Romeo.” La
esperará en la confitería la Perla, el sábado a las seis de la tarde. Y
mañana es sábado y octubre parece pleno verano y ella podrá ponerse el
vestido rosa y las sandalias y capaz que van al cine a ver una de Ingrid
Bergman o cualquiera que la haga llorar porque seguro que entonces él le
prestará el pañuelo y le hará cosquillas en la oreja preguntándole:
“¿Me querés? Y aunque ella no le responda él sabrá que sí. Y aunque
todavía no se lo cuente a las amigas tendrá novio, y las carpetas del
colegio y las compañeras y los profesores y la familia estarán como detrás
de una puerta que ella mantendrá cerrada cuanto le plazca. Y tendrá lo
que los grandes llaman vida privada. Julieta
sale a la calle con los ojos de la madre estudiándole la mentira. Ha
dicho que va al cine Majestic con Mariela. Mariela es la vecina cómplice
que la pasó a buscar y la acompañará hasta La Perla. Romeo,
trajeado como el padre de Julieta, fuma. Está apoyado en la pared próxima
a la entrada de la confitería. Mariela lo mira desde
lejos y comenta: “No
está mal. Pero para mí que tiene como veinticinco o treinta. Cuidáte”. Después
de ciertas vacilaciones se acerca. El saludo la lanza a un hecho inédito
en el que Julieta se siente incitada a ser otra. En
el tranvía, la pierna de Romeo se acerca a la de ella. El acompasado
frotar de la tela áspera del pantalón contra su piel la eriza debajo del
piqué rosa. Él habla del calor inusual, y alaba el color claro de sus
ojos, sus curvas de diosa…Ella, bañada en la melaza de los piropos,
intenta conservar una expresión indiferente hasta que él le indica la próxima
parada. Al
poner los pies en el empedrado, a Julieta sólo le quedan dos certezas: le
ha mentido a su madre; y él le ha mentido a ella. Algunos
bañistas quiebran la monotonía marrón del río. Esa visión, y el olor
a pescado, la marean. Los
pescadores, pendientes de sus líneas, son como las columnas y las
balaustradas, una pausa concreta. Contempla el ilusorio horizonte del
atardecer que desea perpetuo. Pero la temida noche se aproxima. Romeo
la ha tomado por la cintura. La vergüenza y el deseo son una trenza
apretada que duele en el cuero cabelludo y en el estómago. Entonces su
imaginación escapa al patio donde jugaba con sus primas a las escondidas:
“punto y coma, el que no se escondió, se embroma”. ¿Pero cómo
esconderse de las propias ganas? Caminan.
La mano de él comienza a tirar; hay algo de la emoción del pescador en
el brazo tenso que la lleva a cruzar la avenida e internarse en la zona
donde los árboles se agrupan. La música lejana de una calesita a Julieta
le resulta una burla. Por último, sólo el sonido de los pasos en la
tierra. Cuando él la apoya contra el árbol, ella se libera en esa boca
honda, sin miedos. Pero al recibir el eléctrico desafío debajo de la
falda, las recomendaciones de su madre y la evidencia de que debe
detenerlo la impulsa a gritar. Romeo
le cubre la boca: “¡No es para tanto!” Reprime una nueva arremetida y
dice suavizando el tono: “Hace calor, nena, ¿vamos a tomar algo
fresco?” Piensa que le dará
trabajo la mocosa pero que, a la larga, caerá, igual que las otras.
En
sus colores chillones agoniza el ajado paisaje de cartón. Dos bailarinas
se sacuden, ajenas al ritmo, en la música estridente. Las gorduras asoman
de los escotes y de las mínimas polleras. Julieta
descubre en el ávido mirar de Romeo y en la palma que acaricia su hombro,
una sordidez que lo asemeja a las mujeres pintarrajeadas. Quizás en el
contacto placentero que le provoca la mano de él esté el amor, y no en
sus miedos de niña boba, razona. Cuando
los besitos tirados al público y los desganados aplausos ponen fin al
espectáculo de las hermanas Taylor, estrellas internacionales que la
confitería El Balneario viene contratando en exclusividad desde hace diez
años, y Romeo le pregunta si se divierte, Julieta se muerde el labio
inferior, gesto que anuncia las lágrimas. “¿Te
comieron la lengua los ratones? Vamos, nena, una sonrisita…, que vinimos
a divertirnos”. Los
papeles grasientos en el piso, las mesas y sillas de lata, las burdas
figuras de los parroquianos, los mozos tan viejos como sus uniformes,
ahogan las palabras de Romeo. Y Julieta sacude la cabeza a los lados, sin
saber si está asintiendo o negando. Le llega la voz de su madre: “El
que calla otorga”. Entonces se disculpa: “La naranjada está helada y
me duele la garganta”. “Pobrecita”,
dice burlón, pasándole el dedo índice por el cuello. Hace
su aparición, anunciado por un redoble de tambor, Popoff, el único:
traje a cuadros, sombrero de paja, moño a lunares, zapatones amarillos.
El payaso acompaña sus chistes con sonidos groseros. La concurrencia
festeja la imitación y un borracho interviene, inclinándose hacia
delante, para que no queden dudas de que el ruido provocado por él es auténtico.
Un camarero amenaza con su bandeja al borracho, que regresa a su asiento
abucheado por los de las mesas próximas que apantallan el aire
ostentosamente. Julieta,
horrorizada, descubre en la boca de Romeo que no cesa de reír, un diente
de oro. No puede creer que esa risa y ese brillo dorado pertenezcan al galán
que imaginara la noche anterior, antes de caer en un sueño feliz.
Recuerda a la gitana en plaza Miserere, de similar dentadura, que ofrecía
leer la suerte, y el alborozo de sus compañeras de clase, preguntándole
cuánto pedía. Todas deseaban saber cómo sería el hombre destinado y cuántos
hijos iban a tener. Julieta
aprovecha que Romeo está entretenido con la aparición de las coristas y
los comentarios obscenos de Popoff, para susurrar: “Voy al baño”.
Romeo hace un ademán de darse por enterado mientras observa la mano del
animador que, como ventosa, se apoya en el trasero de una corista y se
dice que durante el camino de regreso buscará la complicidad de algún
galpón y no habrá grito ni forcejeos que lo detengan. Julieta
corre. Ahogada por la agitación se detiene. Cree ver en las aguas oscuras
un remolino de centellantes dientes de oro. Las
lámparas de los pescadores son ojos que la acosan aún más que las
palabras roncas que surgen a su paso. Su casa, su dormitorio, su cama, le
resulta un paraíso inaccesible donde la aguarda un libro en el que los
enamorados son tal como desea imaginarlos. Corre.
El aire fresco le arranca los últimos besos, las últimas caricias. El
viento seca las lágrimas y el desengaño. Las
luces del balneario son una nave engalanada que se aleja en medio de la
noche. Oye en el andar monocorde del tranvía lo que le repetirá a su madre: “Fui al cine con Mariela”. |
Silvia Plager
Ir a índice de América |
Ir a índice de Plager, Silvia |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |