En El último lector (Anagrama), conjunto de ensayos sobre el acto de leer, Ricardo Piglia se pregunta qué es un lector. Esa pregunta, afirma, es la condición de existencia de la
literatura y la respuesta es un relato inquietante. El prólogo que se reproduce es parte vital de la peculiar solución del autor.
Varias veces me hablaron del hombre que en una casa del barrio de Flores esconde la réplica de una ciudad en la que trabaja desde hace años. La ha construido con materiales mínimos y en una escala tan reducida que podemos verla de una sola vez, próxima y múltiple y como distante en la suave claridad del alba.
Siempre está lejos la ciudad y esa sensación de lejanía desde tan cerca es inolvidable. Se ven los edificios y las plazas y las avenidas y se ve el suburbio que declina hacia el oeste hasta perderse en el campo.
No es un mapa, ni una maqueta, es una máquina sinóptica; toda la ciudad está ahí, concentrada en sí misma, reducida a su esencia. La ciudad es Buenos Aires pero modificada y alterada por la locura y la visión microscópica del constructor.
El hombre dice llamarse Russell y es fotógrafo, o se gana la vida como fotógrafo, y tiene su laboratorio en la calle Bacacay y pasa meses sin salir de su casa reconstruyendo periódicamente los barrios del sur que la crecida del río arrasa y hunde cada vez que llega el otoño.
Russell cree que la ciudad real depende de su réplica y por eso está loco. Mejor dicho, por eso no es un simple fotógrafo. Ha alterado las relaciones de representación, de modo que la ciudad real es la que esconde en su casa y la otra es sólo un espejismo o un recuerdo
La planta sigue el trazado de la ciudad geométrica imaginada por Juan de Garay cuando fundó Buenos Aires con las ampliaciones y las modificaciones que la historia le ha impuesto a la remota estructura rectangular. Entre las barrancas que se ven desde el río y los altos edificios que forman una muralla en la frontera norte persisten los rastros del viejo Buenos Aires, con sus tranquilos barrios arbolados y sus potreros de pasto seco.
El hombre ha imaginado una ciudad perdida en la memoria y la ha repetido tal como la recuerda. Lo real no es el objeto de la representación sino el espacio donde un mundo fantástico tiene lugar.
La construcción sólo puede ser visitada por un espectador por vez. Esa actitud incomprensible para todos es, sin embargo, clara para mí: el fotógrafo reproduce, en la contemplación de la ciudad, el acto de leer. El que la contempla es un lector y por lo tanto debe estar solo. Esa aspiración a la intimidad y al aislamiento explica el secreto que ha rodeado su proyecto hasta hoy.
La lectura, decía Ezra Pound, es un arte de la réplica. A veces los lectores viven en un mundo paralelo y a veces imaginan que ese mundo entra en la realidad. Es fácil imaginar al fotógrafo iluminado por la luz roja de su laboratorio que en el silencio de la noche piensa que su máquina sinóptica es una cifra secreta del destino y que lo que se altera en su ciudad se reproduce luego en los barrios y en las calles de Buenos Aires, pero amplificado y siniestro. Las modificaciones y los desgastes que sufre la réplica -los pequeños derrumbes y las lluvias que anegan los barrios bajos- se hacen reales en Buenos Aires bajo la forma de breves catástrofes y de accidentes inexplicables.
La ciudad trata entonces sobre réplicas y representaciones, sobre la lectura y la percepción solitaria, sobre la presencia de lo que se ha perdido. En definitiva trata sobre el modo de hacer visible lo invisible y fijar las imágenes nítidas que ya no vemos pero que insisten todavía como fantasmas y viven entre nosotros.
Esta obra privada y clandestina, construida pacientemente en un altillo de una casa en Buenos Aires, se vincula, en secreto, con ciertas tradiciones de la literatura en el Río de la Plata; para el fotógrafo de Flores, como para Onetti o para Felisberto Hernández, la tensión entre objeto real y objeto imaginario no existe, todo es real, todo está ahí y uno se mueve entre los parques y las calles, deslumbrado por una presencia siempre distante.
La diminuta ciudad es como una moneda griega hundida en el lecho de un río que brilla bajo la última luz de la tarde. No representa nada, salvo lo que se ha perdido. Está ahí, fechada pero fuera del tiempo, y posee la condición del arte, se desgasta, no envejece, ha sido hecha como un objeto precioso que rige el intercambio y la riqueza.
He recordado en estos días las páginas que Claude Lévi-Strauss escribió en La pensée sauvage sobre la obra de arte como modelo reducido. La realidad trabaja a escala real, tandis que l´art travaille à l´échelle réduite. El arte es una forma sintética del universo, un microcosmos que reproduce la especificidad del mundo. La moneda griega es un modelo en escala de toda una economía y de toda una civilización y a la vez es sólo un objeto extraviado que brilla al atardecer en la transparencia del agua.
Hace unos días me decidí por fin a visitar el estudio del fotógrafo de Flores. Era una tarde clara de primavera y las magnolias empezaban a florecer. Me detuve frente a la alta puerta cancel y toqué el timbre que sonó a lo lejos, en el fondo del pasillo que se adivinaba del otro lado.
Al rato un hombre enjuto y tranquilo, de ojos grises y barba gris, vestido con un delantal de cuero, abrió la puerta. Con extrema amabilidad y en voz baja, casi en un susurro donde se percibía el tono áspero de una lengua extranjera, me saludó y me hizo entrar.
La casa tenía un zaguán que daba a un patio y al final del patio estaba el estudio. Era un amplio galpón con un techo a dos aguas y en su interior se amontonaban mesas, mapas, máquinas y extrañas herramientas de metal y de vidrio. Fotografías de la ciudad y dibujos de formas inciertas abundaban en las paredes. Russell encendió las luces y me invitó a sentar. En sus ojos de cejas tupidas ardía un destello malicioso. Sonrió y yo entonces le di la vieja moneda que había traído para él.
La miró de cerca con atención y luego la alejó de su vista y movió la mano para sentir el peso leve del metal.
-Un dracma -dijo-. Para los griegos era un objeto a la vez trivial y mágico... La ousia, la palabra que designaba el ser, la sustancia, significaba igualmente la riqueza, el dinero. -Hizo una pausa-. Una moneda era un mínimo oráculo privado y en las encrucijadas de la vida se la arrojaba al aire para saber qué decidir. El destino está en la esfinge de una moneda. -La lanzó al aire y la atrapó y la cubrió con la palma de la mano. La miró-. Todo irá bien.
Se levantó y señaló a un costado. El plano de una ciudad se destacaba entre los dibujos y las máquinas.
-Un mapa -dijo- es una síntesis de la realidad, un espejo que nos guía en la confusión de la vida. Hay que saber leer entre líneas para encontrar el camino. Fíjese. Si uno estudia el mapa del lugar donde vive, primero tiene que encontrar el sitio donde está al mirar el mapa. Aquí, por ejemplo, está mi casa. Esta es la calle Puan, ésta es la avenida Rivadavia. Usted ahora está aquí. -Hizo una cruz-. Es éste. -Sonrió.
Hubo un silencio. Lejos se oyó el grito repetido de un pájaro.
Russell pareció despertar y recordó que yo le había traído la moneda griega y la sostuvo otra vez en la palma de la mano abierta.
-¿La hizo usted? -Me miro con un gesto de complicidad-. Si es falsa, entonces es perfecta -dijo y luego con la lupa estudió las líneas sutiles y las nervaduras del metal-. No es falsa, ¿ve? -Se veían leves marcas hechas con un cuchillo o con una piedra-. Y aquí -me dijo- alguien ha mordido la moneda para probar que era legítima. Un campesino, quizá, o un soldado.
Puso la moneda sobre una placa de vidrio y la observó bajo la luz cruda de una lámpara azul y después instaló una cámara antigua sobre un trípode y empezó a fotografiarla. Cambió varias veces la lente y el tiempo de exposición para reproducir con mayor nitidez las imágenes grabadas en la moneda.
Mientras trabajaba se olvidó de mí.
Anduve por la sala observando los dibujos y las máquinas y las galerías que se abrían a un costado hasta que en el fondo vi la escalera que daba al altillo. Era circular y era de fierro y ascendía hasta perderse en lo alto. Subí tanteando en la penumbra, sin mirar abajo. Me sostuve de la oscura baranda y sentí que los escalones eran irregulares e inciertos.
Cuando llegué arriba me cegó la luz. El altillo era circular y el techo era de vidrio. Una claridad nítida inundaba el lugar.
Vi una puerta y un catre, vi un Cristo en la pared del fondo y en el centro del cuarto, distante y cercana, vi la ciudad y lo que vi era más real que la realidad, más indefinido y más puro.
La construcción estaba ahí, como fuera del tiempo. Tenía un centro pero no tenía fin. En ciertas zonas de las afueras, casi en el borde, empezaban las ruinas. En los confines, del otro lado, fluía el río que llevaba al delta y a las islas. En una de esas islas, una tarde, alguien había imaginado un islote infestado de ciénagas donde las mareas ponían periódicamente en marcha el mecanismo del recuerdo. Al este, cerca de las avenidas centrales, se alzaba el hospital, con las paredes de azulejos blancos, en el que una mujer iba a morir. En el oeste, cerca del Parque Rivadavia, se extendía, calmo, el barrio de Flores, con sus jardines y sus paredes encristaladas y al fondo de una calle con adoquines desparejos, nítida en la quietud del suburbio, se veía la casa de la calle Bacacay y en lo alto, visible apenas en la visibilidad extrema del mundo, la luz roja del laboratorio del fotógrafo titilando en la noche.
Estuve ahí durante un tiempo que no puedo recordar. Observé, como alucinado o dormido, el movimiento imperceptible que latía en la diminuta ciudad. Al fin, la miré por última vez. Era una imagen remota y única que reproducía la forma real de una obsesión. Recuerdo que bajé tanteando por la escalera circular hacia la oscuridad de la sala.
Russell desde la mesa donde manipulaba sus instrumentos me vio entrar como si no me esperara y, luego de una leve vacilación, se acercó y me puso una mano en el hombro.
-¿Ha visto? -preguntó.
Asentí, sin hablar.
Eso fue todo.
-Ahora, entonces -dijo-, puede irse y puede contar lo que ha visto.
En la penumbra del atardecer, Russell me acompañó hasta el zaguán que daba a la calle.
Cuando abrió la puerta, el aire suave de la primavera llegó desde los cercos quietos y los jazmines de las casas vecinas.
-Tome -dijo, y me dio la moneda griega.
Eso fue todo.
Caminé por las veredas arboladas hasta llegar a la avenida Rivadavia y después entré en el subterráneo y viajé atontado por el rumor sordo del tren. La indecisa imagen de mi cara se reflejaba en el cristal de la ventana. De a poco, la microscópica ciudad circular se perfiló en la penumbra del túnel con la fijeza y la intensidad de un recuerdo inolvidable.
Entonces comprendí lo que ya sabía: lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño.
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