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Simone Weil o una experiencia mística contemporánea

por Yaco Pieniazek

 

Simone "Weil constituye uno de los pensamientos auténticos de nuestro tiempo. El verdadero pensar prende en la raíz del sentimiento. Pensar significa una pugna dolorosa de sentimientos, un enlace de actitudes, un modo de prolongar o de desnaturalizar un gesto. El fenómeno creador de un pensamiento se traduce en un hecho, el nacimiento o el desmoronamiento de un acto. Y no el comercio entre ideas, y no el intento conceptual de abarcar una realidad o un fantasma. Las ideas son también mentiras, donde la gimnasia verbal, la claridad espidérmica y la fantasmagórica precisión hacen estragos y la realidad se escapa de nuestras manos. Pensar es pensar nuestro problema, es enfrentar nuestra condición humana, es el encuentro directo con nuestra miseria. En el simple acto de tomar una decisión, aparece el pensamiento en su verdadera y real dimensión. Ahí no hay equívocos. No se trata de lidiar con conceptos, a los cuales podemos dar los contenidos más arbitrarios. Se trata en cambio de regir un acto, un sentido o esperarlo. Pensar no es nunca la mera formulación de un juicio, sino un acto de enjuiciamiento, de nuestra persona, de nuestro mundo, de nuestro destino. Hemos perdido la fe en un pensamiento que trata de desentrañar la realidad última de las cosas. No es el absoluto el que puede guiarnos, sino el encuentro con una verdad y un sentido. Pensar es, pues, enjuiciar, o lo que es lo mismo, asir una verdad y un sentido.

Simone Weil

Simone Weil es desde este punto de vista, un pensamiento auténtico. Su vida y su obra se confunden hasta tal extremo, que bastaría para conocer esta experiencia humana, dirigir tan solo una mirada sobre su vida o traducir simplemente la escritura de dos o tres de sus pensamientos a nuestra propia experiencia. Esto no significa que entre estas dos actitudes no haya contradicciones y grandes y muchas. Pero éstas, no son más que la consecuencia de haber vivido hasta un límite casi inconcebible, sus propias creencias.

Simone Weil significa una experiencia humana que como tal, comienza a serlo, desde el momento en que se toca la conflictualidad moral y el trasfondo de religiosidad que vive en cada uno. Es imponible para el hombre de hoy día, no tocar, aunque sea por un solo momento fugaz, la insegura entraña de su propio destino y no abandonar la cáscara de su biología y de su egoísmo. Y esta experiencia no se puede negar ni aceptar, puesto que en ella no hay ni verdad ni error. Solamente se podrá expresar el grado de atracción o de rechazo que dicha experiencia puede ejercer sobre nosotros.

El pensamiento de Simone Weil es expresivo de nuestra historia, de esta historia trágica y enloquecida que estamos realizando. Sólo un trazo podría separarnos y es que en ella resuena la lejana voz de la más honda tradición metafísica, la exigencia espiritual que hacía buscar, tal vez con ingenua fe, una verdad.

Nuestro mundo de hoy, acuñado en un falso o verdadero pragmatismo, sólo busca con desesperación un sentido, no importa cual, pero no una verdad. Simone Weil va al encuentro trágico de esta verdad, que para ella está en el vacío, en el abandono, en el encuentro con el dolor sin consuelo, en el desgarramiento de la triste trama del yo. Y rechaza el vínculo engañoso e imaginario del pasado y del futuro, y no más que la aceptación dolorosa del presente solo, que significa abandono y desolación. No hay equipaje ni tarjeta de visita; sólo queda la total desnudez, el aliento silencioso y la noche oscura y la necesidad de Dios.

Su vida

Simone Weil nace en París en 1909 y muere en Inglaterra en 1943. Una historia breve pero significativa. Algunos amigos que gozaron de su confianza, tuvieron raras oportunidades de escuchar sus confidencias o detalles de su vida. Este hecho respondía a su modalidad general y a su peculiar sentido de la amistad. En una carta dirigida al Padre Perrin, escribe lo siguiente: “La amistad no es verdaderamente pura si no está, por así decir, rodeada por todas partes, de una envoltura compacta que mantiene una distancia”. Los detalles de su historia no constituyen pues, una biografía, sino una serie de hechos dispersos que pueden ser enlazados por un hilo imponderable, capaz de borrar las contradicciones externas e internas. Simone Weil entró muy joven a la Escuela Normal Superior, donde recibió la profunda influencia de Alain y a los 22 años pasó su agregación de Filosofía. Enseñó luego en diversos liceos y se vinculó muy pronto a los movimientos políticos de izquierda. Este breve periodo de Simone Weil se caracteriza por una fuerte irreligiosidad. Durante el resto de su vida no dejó de estar vinculada de algún modo o de otro, a los movimientos de izquierda, sin tomar partido definitivo por ninguno de ellos. Estos hechos no eran en S. Weil otra cosa que la manifestación de su profundo amor a los desdichados, que caracterizó toda su vida, tuvieran éstos el signo que tuvieran. Algunos de sus antiguos compañeros de lucha, renegaron de ella más tarde, por lo que consideraron su incomprensible evolución espiritual. En un sentido, dicha evolución no era más que la prolongación de su mismo amor, y así su fidelidad a dichos movimientos permaneció sin cambio. El sentido de su actividad política aparece bien claro, en una cita que figura en la Introducción de Gustave Thibon, en la “Pesanteur et la Grace”, uno de sus más hermosos libros. Dice así: “Si se sabe por donde la sociedad está desequilibrada, es necesario hacer lo que se puede para agregar peso en el platillo más liviano. Aunque ese peso sea el mal, tal vez no se contamina, si lo maneja con esa intención. Pero es necesario haber concebido el equilibrio y estar siempre dispuesto a cambiar de lado como la justicia, esta fugitiva del campo de los vencedores. Y Simone Weil estuvo siempre del lado de los vencidos, sin importarle su nombre. Dentro de esta misma línea de acontecimientos, quiso compartir de verdad, la suerte del obrero miserable y anónimo. Entró pues a trabajar como obrera en las usinas Renault. Y así lo hizo durante un año, sin revelar a nadie su identidad, hasta que una pleuresía vino a interrumpir dicha experiencia. Para ella esto no constituyó una experiencia más de intelectual apasionado, sino una verdadera encarnación de un tipo de condición humana. Su “Journal d’usine” es en este sentido un testimonio sorprendente. En una carta al Padre Perrin, dice lo siguiente:

“Después de mi año de usina, tenía el alma y el cuerpo en pedazos. Ese contacto con la desdicha había matado mi juventud. Hasta ese momento no tenía experiencia del dolor, sino del mío propio, que siendo mío, me parecía de poca importancia y que por otra parte no era más que un semi-mal, de carácter biológico y no social. Yo sabía bien que había mucho dolor en el mundo, estaba obsesionada por eso, pero no lo había comprobado nunca por un contacto prolongado. Estando en la usina, confundida a los ojos de todos y a mis propios ojos con la masa anónima, el dolor de los otros fue entrado en mi carne y en mi alma. Nada me separaba de ellos, pues había olvidado realmente mi pasado y no esperaba ningún porvenir, pudiendo difícilmente imaginar la posibilidad de sobrevivir a esas fatigas. Lo que allí he sufrido me ha marcado de una manera tan durable que aún hoy, cuando un ser humano, sea cual sea, en no importa qué circunstancia, me habla sin brutalidad, no puedo dejar de tener la impresión que debe haber un error, y que éste se disipará fatalmente”. Y agrega en esa misma carta: “He recibido ahí, para siempre, la marca de la esclavitud, como la marca de hierro rojo que los romanos ponían en la frente de los esclavos más despreciados. Desde entonces me he mirado siempre como una esclava”.

En 1936 cuando estalló la guerra española, se enroló en las filas comunistas y partió para el frente de Barcelona. Debido a su poca habilidad, en el comienzo de esta nueva experiencia, sufrió un accidente en el que se quemó ambos pies con aceite hirviendo, y tuvo que ser evacuada a Francia. Su carta a Bernanos publicada hace tiempo, revela con fuerza este período de su vida. En 1938 asiste a los festejos de la Semana Santa en la Abadía eje Solesmes, donde se conserva una de las más puras tradiciones del canto gregoriano, y allí vive su primer experiencia religiosa de revelación. A partir de ese momento toda su vida adquiere un nuevo sentido y la experiencia cristiana constituirá el centro de su trágica conflictualidad, hasta el día de su muerte. Luego vino la guerra. Cuando París es declarada ciudad abierta, se dirige a Marsella donde se vincula con el Padre Perrin que junto con G. Thibon, fueron los depositarios de la mayor parte de su obra. Previamente, la administración de Vichy la separa de su cargo universitario por su condición de judía. En el libro “S. Weil tal como la hemos conocido”, el P. Perrin describe en este modo su próximo paso: “En junio de 1941, ella vino a verme y en uno de nuestros primeros encuentros, me habló de su deseo de compartir la condición y los trabajos del proletariado agrícola. Me di cuenta fácilmente que no se trataba de una idea irreflexiva, sino de una voluntad profunda; es entonces que pedí a G. Thibon que facilitara este proyecto. Pasó varias semanas en el valle del Rhane donde conoció el duro trabajo de la vendimia”. Meses más tarde S. Weil se enroló en un equipo de vendimiadores en Saint-Julien de Peyrolas, donde las condiciones de trabajo eran más duras aún. Más tarde en mayo de 1942, después de dolorosas dudas, resolvió trasladarse a Norteamérica para acompañar a sus parientes, cuya seguridad en Francia, se restringía cada vez más. Pero una vez allí, se sintió como desclasada, en medio de un desasosiego irreductible y el ansia de volver a su propio país, cosa que en aquel momento fue imposible. Hizo lo que pudo para trasladarse a un campo de acción que respondiera mejor a la difícil situación por la que pasaba el mundo. Apeló a todas sus relaciones en Francia, para conseguir que la trasladaran a Rusia o a Inglaterra, que eran en ese momento, los dos países que soportaban el mayor peso de la guerra. Finalmente, en noviembre de 1942 llegó a Londres, donde trabajó un tiempo en los servicios de Mauricio Shuman, después de pedir en vano que le confiaran una misión peligrosa, para morir al fin en un sanatorio de la campaña, minada por la tisis y la fatiga de los últimos años.

Sentido del sufrimiento

En cada uno de los trazos de su vida, puede verse el sentido fundamental de su existencia y de su obra: el sentido del sufrimiento. Simone Weil desarrolló a lo largo de su vida, el más afinado cálculo moral para encontrarse en medio de la desdicha. Su vocación era ir al encuentro de Dios a través del dolor. En momentos en que el viaje a América le parecía improbable, “ella se preocupaba de encontrar un trabajo agrícola más duro y más anónimo que el del verano anterior”, dice G. Thibon (S. W. tal cual la hemos conocido) y en una carta que dirige al mismo Thibon, dice lo siguiente: “Búsqueme no importa qué: solamente un lugar donde se pueda ignorar por mucho tiempo que soy hija de médico, intelectual, etc. Si caigo en un lugar que la vida es intolerable, nada prueba que eso sea un mal para mí”. Y en otra parte expresa: “Hay seres para quienes, todo lo que aquí abajo es saludable, acerca a Dios; para mí es todo lo que se aleja de él". Alguna vez se ha hablado a propósito de S. Weil de “disposiciones patológicas al sufrimiento”, pero es seguro que todas las patologías y psicologías juntas, no podrán explicar nunca, un solo ápice de verdadera espiritualidad.

S. Weil era una naturaleza extrema y determinó también reacciones extremas entre los seres que vivieron de algún modo o de otro, su contacto. Los grandes caracteres crean a veces a su alrededor, como una zona de enrarecimiento que evita la fácil comunicación. Esa distancia nace no solamente de modalidades psicológicas negativas, sino de formas positivas extremadas. S. Weil era de una extraordinaria humildad, que se transformaba a veces por una paradógica inversión, en un orgullo difícil de atravesar. Y las reacciones fueron sin duda muy diversas: la anarquista intelectual, el ser iluminado, un ser imposible. Un iluminado se transforma hoy día en un ser imposible, en un momento en que las antenas para lo imposible han sido dramáticamente cortadas.

Su personalidad tenia dos facetas bien características: por un lado, el centro de su dimensión espiritual, de difícil acceso en los primeros contactos, y su comportamiento en medio de las relaciones sociales, que estaba dotado siempre de la mayor inadecuación. Dice Thibon que “ignoraba totalmente la mayor parte de los usos y de las convenciones de la vida en sociedad, desde el arte de vestir hasta el arte de agradar”. Con ese sentido, no supo dar un ropaje adecuado a su alma, desconocía la moda, es decir, la modalidad adecuada para tal o cual circunstancia. Era un ser excéntrico y no era extraño. Sólo la muerte abre los ojos para poder ver ciertos valores que estaban al alcance de la mano.

Simone Weil rehuyó siempre a todas las formas del prestigio social. Su vida y la modalidad de su obra lo atestiguan a cada paso. Salvo algunos artículos aparecidos con seudónimo en los “Cahiers du Sud”, todos sus trabajos fueron publicados después de su muerte. Contrariamente a la premura del escritor por ver impresa su obra, Simone Weil entregó la suya en un momento dramático de su existencia, presintiendo su muerte. Una buena parte de sus apuntes, que durante años fue consignando diariamente, los entregó a su amigo G. Thibon y en una carta dirigida al mismo expresa lo siguiente: “Vd. me dice que ha encontrado en mis cuadernos cosas que Vd. ha pensado, y otras que no ha pensado, pero que esperaba; le pertenecen pues, y espero que después de haber sufrido en Vd. una transmutación saldrán algún día en algunas de sus obras. Pues es ciertamente preferible para una idea, unir su fortuna a la suya que a la mía”. Y en otra parte: “No soy alguien con quien sea bueno unir su suerte. Los seres humanos lo han presentido más o menos siempre; pero no se por qué misterio, las ideas parecen haber tenido menos discernimiento. No espero nada para aquellas ideas que han venido hacia mí, que un buen destino y sería muy feliz que ellas se colocaran bajo su pluma cambiando de forma, de manera de reflejar su imagen. Eso disminuiría un poco, para mí, el sentimiento de responsabilidad, y el peso agobiante de pensar que soy incapaz, debido a mis diversas taras, de servir la verdad tal cual ella se me aparece, mientras se digna dejarse entrever por mí, me parece, por un exceso inconcebible de misericordia”. Simone Weil quiso siempre desaparecer a los ojos de los demás, tal como el verdadero poeta que no ve en su creación su propia voz, sino una resonancia de algo que está más allá de él. Y sin embargo, dada la fuerza y la originalidad de su obra y la anécdota de su vida, ha pasado a ser un personaje famoso, una heroína del sacrificio, un ser transparente, una santa más en la lista de los santos, un ser en quien ha prendido el elogio desmesurado y desnaturalizador la apología triste y sin sentido. Es evidente que la ironía del destino no cuenta en nuestros designios. Quiso vivir una vida oscura y consideraba todos los privilegios y formas sociales, como etiquetas engañosas que impedían al alma el contacto con la verdadera realidad. Llegar a una verdadera desnudez en que estallaran todas las envolturas del yo, un vaciamiento total que hiciera posible recibir la luz. “El yo, decía Simone Weil, no es otra cosa que la sombra proyectada por el pecado y por el error, que detienen la luz de Dios".

Una buena parte de la literatura acerca de S. Weil arranca de su anecdotario, y la apología termina infatigablemente por superficializar los más puros contenidos. Y entonces S. Weil se reparte abundantemente entre la agregada de Filosofía, la comunista que va a combatir en el frente de Barcelona, la obrera de usina, la muchacha de granja, la vendimiadora, la santa y tantas otras cosas más. Y a partir de ese momento todas las actitudes y todos los comentarios se hacen posibles. Y todos esos extremos van condicionando una lenta incomprensión. En el entusiasmo desmedido o en la exagerada negación, se va olvidando que la trama de los seres está hecha de grandeza y de miseria, de genialidad y limitación y que es solamente en esa encrucijada donde aparece el valor en su real dimensión. La verdadera genialidad no es nunca una garantía contra el error, ni la máxima estupidez no está exenta de acceso a una posible verdad.

Decía Simone Weil: “La verdadera manera de escribir es escribir como se traduce. Cuando se traduce un texto escrito en una lengua extranjera, se trata de no agregar nada; se tiene, al contrario, un religioso escrúpulo de no agregar nada. De esa manera es necesario ensayar de traducir un texto no escrito”. Todo verdadero escritor es, antes que nada, un traductor, es decir traductor de una experiencia, de un mundo. Su mayor o menor dimensión radica en el hecho singular de poder traducir su mundo en niveles de mayor o menor autenticidad. De ese modo, pues, lo que importa originariamente en una escritura de su estilo, es la peculiar modalidad con que se traduce, es el trasfondo de una forma y el sentido de una expresión. El estilo de un escritor no es nunca un mecanismo que pueda evolucionar aisladamente, nunca una exterioridad separada de su contexto que pueda mejorar con la disciplina y el trabajo. No, el verdadero trabajo se centra en esa experiencia, en ese mundo. El estilo es pues, una creación pura, en el sentido de ser una consecuencia pura de un trozo vivo de experiencia.

La forma se transforma así, por decantación espontánea, en lo más peculiar, lo más característico y lo más intensamente individual de un escritor y justamente porque es expresivo de la modalidad intransferible de su mundo. Por eso, la consideración descarnada de un estilo, sin el vínculo imprescindible de ese mundo del cual es natural consecuencia, se transforma en un juego intelectual de literato artificioso y sin raíz. En una carta dirigida a G. Thibon, dice lo siguiente: “El esfuerzo de expresión no se da solamente sobre la forma, sino sobre el pensamiento y sobre el ser interior íntegro. En tanto que la desnudez de expresión no es alcanzada, tampoco el pensamiento ha tocado ni se ha aproximado a la verdadera dimensión”. La experiencia de S. Weil, goza, en ese sentido, de un intenso nivel de autenticidad. Es natural pues, que su obra carezca de todo efectismo; ni la desesperación nauseabunda, ni la alegría orgiástica, ni el olor de santidad, ni la profecía desmesurada, ni la visión apocalíptica de ojos extraviados. Solamente la expresión desnuda de un ser que ha realizado el intenso esfuerzo de desnudarse.

Su obra

Exponer sistemáticamente las ideas de S. Weil, significa una dificultad, en cierta medida, insalvable. En primer lugar, su pensamiento no es sistemático, y darle en una exposición esa forma, sería desnaturalizarlo. Y en segundo lugar porque no sería adecuado a la modalidad en que sus obras fueron escritas. Anotaciones de ideas y pensamientos que realizaba día a día, en cuadernos llenos de citas y notas personales que no figuran en la publicación de sus obras. Estos hechos se vinculan estrechamente con las características más salientes de su obra: el rigor, una exigencia espiritual de limpieza, una extraña fuerza en sus pensamientos, un modo de penetrar la realidad íntima de los problemas, una hondura atenta, tan sólo posible de comprender, en una mirada transfigurada por el amor. Pero también y al mismo tiempo, una insuficiente elaboración, una visible exigencia de desarrollos posteriores que nunca llegaron. Sin duda, a pesar de la importancia de la obra de S. Weil, es una obra bruscamente detenida y es difícil saber cuál hubiera sido su evolución espiritual, y cuál la traducción a su obra. Su muerte a los treinta y cuatro años, aunque presentida, no por ello fue menos prematura. A pesar de eso, la obra de S. Weil es bastante extensa. En vida solamente publicó algunos artículos aparecidos en “Cahiers du Sud” bajo el seudónimo anagramático de Emmle Novis, entre ellos “I´Iliade ou le poeme de la force”, “L’agonie d’une civilization vue a travers d’un poeme épique”, “En que consiste l'inspiration Occitanienne”. Las obras posteriores a su muerte son “La Pesanteur et a Grace”, uno de sus libros más hermosos que contienen sus ideas máa importantes: “Intuitions prechretiennes”, donde S. Weil busca a Cristo antes de Cristo; “I’Attente de Dieu”, donde se vierte la dirección de su religiosidad; “La Connaissance Surnaturel”, que incluye los cuadernos de América y las notas escritas en Londres; “L’Enracinement”, preludio a una declaración de deberes hacia el ser humano; y “La Condition Ouvriere”, que contienen toda la experiencia de S. Weil como obrera. Figuran también en esta última obra el “Journal d’usine”, y una serie de cartas y fragmentos. Quedan todavía cosas no publicadas y, según el Padre Perrin, los inéditos de Londres pertenecientes a los últimos mo¬mentos de su vida, constituyen la expresión más vigorosa de su pensamiento.

Algunas ideas de S. Weil

Veamos ahora algunas ideas de la “Pesanteur et la Grace”:

“Todos los movimientos naturales del alma están regidos por leyes análogas a las de la gravedad material. Solamente la gracia es la excepción”.

“Es necesario esperar siempre que las cosas sucedan de acuerdo a la gravedad salvo intervención de lo sobrenatural"

“Dos fuerzas reinan en el universo: luz y gravedad"

El hombre se resuelve en dos direcciones opuestas: una de ellas que tiende hacia abajo, ley de gravedad moral, que nos conduce a nuestra propia biología al centro mismo de la tierra, zona de animalidad a la cual pertenecemos indudablemente. Es un descenso y más que nada estabilidad. Esa estabilidad que hace sentir a nuestros pies la imposibilidad de despegarse de una superficie, nuestra propia superficie. Porque a ella solamente se desciende, como límite natural de un descenso. La profundidad no se hizo para descender, sino ascender, aunque más no sea para tomar aliento. “Lo bajo y lo superficial están en el mismo nivel. Ama violentamente, pero bajamente: frase posible. Ama profundamente pero bajamente: frase imposible”. La otra dirección nos conduce al mundo espiritual, zona de luz. Es en esta dirección que se ha asomado siempre nuestro destino; allí el ala que cubre la inmortalidad y la muerte y su sorpresa. Por tanto lo religioso, lo moral y la humanidad liberada, humanidad que libera su biología.

Sin embargo dos oposiciones no bastan, es necesario una encrucijada que borre toda lucha, un punto de equilibrio donde se pueda establecer un silencio reparador. En S. Weil el equilibrio es extremado, el equilibrio de la máxima y angustiada tensión, el vacío sin consuelo, la creación de una distancia a través de una perspectiva exacta. ¿En qué descenso se podrá tocar lo natural sin pesantez? “Hemos sido hechos de barro y estamos pegados a la tierra; ahí está lo humano, bueno y malo y podemos tocarlo puesto que “ahí” está. La luz, en cambio, sólo puede verse”. Descender con un movimiento en que la gravedad no desempeñe ningún papel... La gravedad hace descender, el ala hace subir: qué ala a la segunda potencia puede hacer descender sin gravedad?”. La gracia, lo sobrenatural, la luz. Cada uno de estos términos expresa con claridad un hecho cuyo origen es siempre externo, que sobreviene en nosotros, que entra en nosotros y que termina por invadirnos. La gracia, como un acto concedido, la inspiración como algo que en realidad inspiramos. Cuando en medio del bullicio de los pretendientes de Penélope, el aedo Femio comienza a cantar las hazañas de Odiseo, el canto y el recuerdo entristecen a Penélope; entonces pide a Femio que no cante, para poder ahuyentar las imágenes dolorosas. Telémaco que en ese momento desciende la escalera y oye el ruego de su madre, le dice a ésta que le deje al aeda su canto, puesto que no es él quien canta, sino los dioses, por medio de su boca. No, no es el poeta el que canta, son otras las voces que en él resuenan. Y así la gracia y así la inspiración. “Negación de San Pedro. Decir al Cristo: Yo te permaneceré fiel, era ya renegarle puesto que era suponer en sí, y no en la gracia, la fuente de la fidelidad". Lo sobrenatural, lo que está más allá de nosotros, de nuestra naturaleza, lo único que en verdad puede sobrevenirnos. La luz que nos pone en contacto con las cosas. La luz que sólo llega a hacerse interior cuando nos ha penetrado. “La imposibilidad es la puerta de lo sobrenatural. En ella no se puede hacer otra cosa que golpear. Es otro quien la abrirá”.

¿Pero dónde está la luz? Allí donde está la súplica, en el preciso instante en que los ojos se cambian y miran fuera de sí. Buscar, actitud de súplica, significa siempre descorrer un velo, puesto que detrás de toda apariencia se esconde algo. La verdad pragmática, la verdad “inventada”, no es más que el fruto del desengaño y de la imposibilidad de creer. La primitiva noción de la verdad hizo de ella una realidad que vive en la intemperie, es decir, más allá de nuestro yo. Y así, buscar es un traslado, un trasladarse de nosotros a algo que, lejos o cerca, está siempre fuera de nosotros.

“Actitud de súplica: necesariamente debo dirigirme hacia otra cosa que yo mismo, puesto que se trata de ser liberado de uno mismo. Tentar esta liberación por medio de mi propia energía, sería como una vaca que tira de la manea y cae así de rodillas. Entonces se libera en sí energía, por una violencia que degrada más. Compensación en el sentido de la termodinámica, círculo infernal de donde uno no puede ser liberado sino desde arriba. El hombre tiene la fuente de energía moral en el exterior, como de la energía física (alimento, respiración). La encuentra generalmente, y por eso tiene la ilusión — como en lo físico — que su ser lleva en sí, el principio de su conservación. Sólo la privación hace sentir la necesidad. Y en caso de privación, no puede evitar el dirigirse hacia no importa qué de comestible". Luego pues, ser liberados de nuestra propia oscuridad, poder abandonar nuestras formas de lo natural, poder romper y atravesar el grueso muro de nuestro yo, es sentar la ausencia de Dios, nuestro mundo abandonado, todas las formas del mal encarnadas en su más cruda realidad. Y así se abren dos caminos: si nos dirigimos a un “no importa qué de comestible”, seguramente tropezamos con un ídolo, una imagen de carne, un símbolo extraño y ajeno, y así todas las formas de la idolatría, desde nuestro yo, pasando por lo social, hasta la apariencia de lo religioso. El otro camino es lo sobrenatural, la gracia, la luz. Y para ello una única vía. “Un solo remedio a esto, una clorofila que permita alimentarse de luz". Si la energía moral del hombre depende de la gracia, de nuestro contacto con la divinidad, ¿dónde radicaría nuestra responsabilidad y nuestra culpa? Para S. Weil, una sola fuente. Somos nosotros los que tenemos que crear esa clorofila que nos permitirá absorber la luz. Esa es nuestra creación y en ella, nuestra responsabilidad. De aquí se desaprende una enseñanza de un nivel moral casi inconcebible. “No juzgar. Todas las faltas son iguales. No hay más que una falta: no tener la capacidad de alimentarse de luz. Porque estando abolida esta capacidad, todas las faltas son posibles”. Todas las faltas son iguales, todas las faltas son posibles. Y con ello, sin duda, desaparece toda jerarquía en el mal. Males menores, males mayores, diversidad de culpas, en fin, el mal no es más que uno. Y sin embargo este nivel resulta extraño visto desde la perspectiva humana. Es imposible no diferenciar el robo de un pan y la pena de muerte. Hay solamente un problema de distancia. Cuando nos vamos alejando de una casa, llega un momento en que todos los detalles se borran y sólo queda una forma. Sucede lo mismo con el mal: a una cierta distancia las diferencias desaparecen; es el preciso instante en que todo mal se hace posible. Y llegados a un límite, sólo se aprecia una forma que se repite, más o menos, sin cambio. Sólo quedan, sin duda, dos formas de abarcar una distancia, dos modos de alejarse de una realidad y establecer una perspectiva: una, auténtica, y otra que no lo es. Diferenciarlas no sería otra cosa que la misma sabiduría. Y eso es difícil.

“No poseemos nada en el mundo — puesto que el azar puede arrebatarnos todo — salvo el poder de decir yo. Eso es necesario darlo a Dios, es decir destruirlo. No hay absolutamente ningún acto libre que nos sea permitido, sino la destrucción del yo”.

“Llegar a saber exactamente lo que ha perdido el avaro a quien han robado su tesoro; se aprendería mucho. Lauzuñ y el cargo de capitán de mosqueteros. Quería más ser prisionero y capitán de mosqueteros, que libre y no capitán. Esas son vestimentas. Tuvieron vergüenza de estar desnudos"

“Es necesaria una representación del mundo donde haya vacío, para que el mundo tenga necesidad de Dios. Eso supone el mal".

“Amar la verdad significa soportar el vacío, y por consiguiente aceptar la muerte. La verdad está del lado de la muerte”.

La Filosofía oriental comprendió que el yo era una traba en el camino de la verdad. Y esta verdad era la consecuencia de la prolongación del alma humana en el alma del mundo, una consubstanciación con la raíz misma del universo. El cristianismo en cambio, busca la prolongación de la divinidad en el alma humana. Un enlace único pero con distinto signo, el signo del amor. El amor verdadero destruye. El vínculo afectivo intenso tiene siempre una dimensión trágica, el anonadamiento. Amar no es nunca una posesión, es al contrario, desposeerse del centro de uno mismo, es entregarse y toda entrega real no puede ser más que de uno mismo. Es una pérdida, es un desencuentro consigo mismo para encontrar el objeto amado. Por eso la más honda visión del amor es la del místico. Cuando el afecto se vive como una compensación a lo que nos falta, como un intento de equilibrar nuestra soledad, como la necesidad de saturar nuestra miseria, nos convertimos en el centro personal del amor. No amamos lo otro, sino a nosotros mismos. Así, dos direcciones en el amor: el humano y el divino.

Toda aspiración extremada, toda mirada que quiera alcanzar un infinito, se hace indudablemente trágica. En el extremo siempre hay tragedia. El exacto punto medio podrá poseer todas las características, pero nunca el riesgo esencial. Así la libertad cuando llega a su punto máximo, se transfigura en la única libertad posible, la posibilidad misma de destruirse. Así lo comprendió Kirilov en los “Endemoniados” y así la destrucción del propio yo, en el amor o en el suicidio.

El yo se esconde en las capas más profundas, en los silencios más sutiles o invade por la fuerza el mundo que lo rodea. Y he ahí el avaro que esconde su tesoro y la apariencia misma se transforma en un ídolo. Y he ahí la imposibilidad de desnudarse, de despojarse. La apariencia del avaro es su posesión. Sólo así es capaz de amar, poseyendo en el más infernal de los secretos, porque termina por esconder su tesoro de si mismo. Así los martirios que esperan la salvación, los actos que buscan la recompensa, aunque su epidermis tenga otro rostro.

El adagio de la vieja Física, “La naturaleza tiene horror al vacío” es para el hombre una dramática verdad. Cuando el alma humana se desposee, cuando se despoja y configura su propia desnudez, entonces se instala el vacío y con él el gran riesgo, la última prueba, la antesala de la muerte. Así ese riesgo comporta dos caminos y una verdad: el vacío total, el anonadamiento, la muerte sin sentido y sin encuentro; o bien el sentimiento de la ausencia de Dios, y todas las formas del mal, el encuentro de la verdad que está del lado de la muerte, y el alma humana reducida a un punto imponderable del espacio y del tiempo, es penetrada por el hálito divino.

La verdad es solamente verdad cuando se extrae su última consecuencia, cuando se la vive a un nivel, desde donde es imposible no sentir el vértigo y por eso es que está del lado de la muerte. Y por eso “filosofar es aprender a morir”. Dos caminos pues, de tocar el instante desnudo de un presente sin soporte, sin pasado ni porvenir, un presente que se tambalea entre la nada y un universo que ha cobrado realidad. La destrucción del yo desde fuera, por el sufrimiento extremo y la máxima abyección, y la destrucción por amor, desde dentro. Un momento singular en que la experiencia del ser abyecto y del santo, se tocan en el mismo nivel.

Para asir esta verdad es necesario crear la exacta distancia, desatar todos los vínculos, empobrecer pasado y futuro hasta que dejen de existir, rechazar toda imaginación compensadora, y evitar todo consuelo, para que el vacío y la muerte posean toda su amargura. De ahí, un universo que accede a la realidad, de ahí el nuevo vínculo con las cosas que han cobrado su verdadera forma. “Cancelar las deudas. Aceptar el pasado, sin pedir compensación, al futuro. Detener el tiempo al instante. Es también la aceptación de la muerte. El se ha vaciado de su divinidad. Vaciarse del mundo. Revestir la naturaleza de un esclavo. Reducirse al punto que se ocupa en el espacio y en el tiempo. A nada. Despojarse de la realeza imaginaria del mundo. Soledad absoluta. Se tiene entonces la verdad del mundo”.

He ahí la prueba del amor, llevarlo a un límite tal, en que todo se borra y desaparece, salvo el amor. Todo, absolutamente todo, ha perdido su soporte, sólo queda la luz y su penetración. Sólo queda el ansia de ver las cosas transfiguradas en la misma verdad. Y así "el vínculo no es otra cosa que la insuficiencia en el sentimiento de irrealidad. Se está vinculado a la posesión de una cosa porque se cree que si se deja de poseerla, ella deja de ser”.

En S. Weil el amor ha llegado a un grado tal de pureza, a un grado tal de desnudez, que se llega a sentir el soplo frío de una zona enrarecida, y la imposibilidad de poder seguir su vuelo, si no es a través de un intenso, de un inconcebible sentimiento. “Amar a Dios a través de la destrucción de Troya y de Cartago, y sin consuelo. El amor no es consolación, sino luz”.

"La miseria humana será intolerable si no estuviera diluida en el tiempo. Impedir que ella se diluya para que sea intolerable”, y cuando fueron colmados de lágrimas” (Ilíada) todavía un medio de hacer tolerable el peor sufrimiento. Es necesario no llorar para no ser consolado”. Y nuevamente surge el problema de una auténtica distancia. Desde una cierta lejanía, las cosas se borran y la confusión se hace tan grande, que el reconocimiento se torna imposible. Difícil saber cual es la exacta distancia en que las cosas comienzan a desaparecer definitivamente. Y difícil saber cuando comienza el último y definitivo vértigo de una distancia extremada. También las cosas hay que verlas desde cerca, quizá desde muy cerca como si fuéramos miopes.

Es evidente que el cristianismo de Simone Weil dramáticamente extremado, hace decirle “no llorar para no ser consolado”. Cristianismo extremado, cristianismo enrarecido. Porque también se dijo “Bienaventurados los que lloran”.

Más allá de un hilo que conduce a través de los distintos pensamientos de Simone Weil, más allá de la aparente necesidad de exponer una filosofía, existe como hecho singular e irreductible, una experiencia humana, que en Simone Weil, como en todo verdadero escritor, no es otra cosa que un mensaje de su mundo al nuestro. Es el único y verdadero significado.

“El amor a Dios es puro cuando la alegría y el sufrimiento inspiran una igual gratitud".

“Entre los seres humanos, no se reconoce plenamente la existencia más que de aquellos que se aman”.

“El abandono en el momento supremo de la crucifixión, qué abismo de amor de los dos lados”.

“Dios mío, Dios mío, porqué me has abandonado”. He ahí la verdadera prueba que el Cristianismo es algo divino”.

“Imposible perdonar a quien nos ha hecho mal, si este mal nos rebaja. Es necesario pensar que no nos ha rebajado, si no que ha revelado nuestro verdadero nivel".

“Si alguien me hace mal, desear que ese mal no me degrade, por amor de quien me lo inflige, a fin de que no haya hecho verdaderamente mal”.

Es a través de ese amor, de esa profunda humildad, que Simone Weil se da como una de las maravillosas experiencias de amor. Es de este lado que se la encuentra mucho más que del lado de un pensamiento que se ha ido sistematizando de algún modo. Finalmente si en esta experiencia se busca una solución, se encontraré sin duda un problema. Si se busca un problema, se encontrará una voz. Y si es la voz la que se pretende encontrar, encontraremos tan sólo un llamado.

Nota: Todas las traducciones del francés han sido hechas por el autor de este artículo.

Post Capitalismo: Simone Weil: Verdad o nada

 

Yaco Pieniazek
"Asir" - Revista de Literatura Nº 32/33 - mayo/junio de 1953

Digitalizado y editado por el editor de Letras Uruguay el día 5 de agosto de 2016. Se agregó foto y video (hasta el día de la fecha inédito en internet) https://twitter.com/echinope

 

 

 

 

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