La metaforizacion de la soledad: los cuentos de Armonia Somers

ensayo de Evelyn Picón Garfield

En 1963, al comentar la prosa inusitada y fascinante de la escritora uruguaya Armonía Somers, Angel Rama destacó la naturaleza extraña y desconcertante de su ficción[1]. En efecto, una lectura de sus cuentos produce una reacción más bien visceral que cerebral, una sensación de no poder acertar con el fundamento exacto de la perturbación. Son textos que imponen un estado de pérdida, diría Roland Barthes, textos que incomodan, que inquietan, que llevan al lector a una crisis en relación con su lenguaje[2]. En parte el lector de los cuentos de Somers responde a la complejidad y abundancia de la imaginería lírica y del lenguaje sumamente connotativo, pues en la narrativa se compenetran estados anímicos y realidad fáctica. A menudo, Somers se sirve de una alternancia en su imaginería entre la concretización de lo intangible por un lado y la disipación de lo concreto, por otro, entre la personificación de lo no-humano y la deshumanización del hombre. La narrativa seduce por sus capas de significantes, por sus múltiples aproximaciones a fenómenos externos e internos al ser humano, por el impresionismo y el expresionismo que entrañan una cosmovisión en que impera el peso de la angustia y la soledad del hombre enajenado, un ser que nace y muere más de una vez sobre esta tierra desgastada, un ser perseguido por un fatalismo de origen borroso.

En 1950, Armonía Somers inicia su obra con la publicación de la novela La mujer desnuda[3], que según la crítica escandalizó al apacible Uruguay de aquella época con su arriesgada aventura de satanismo y destrucción y la “lírica sinceridad de una mujer que al escribir se despojaba de una tradición de pacataría naturalista”[4]. Desde aquella fecha ha publicado más de veintiún cuentos recogidos principalmente en los dos tomos de Todos los cuentos, 1953-67[5]   y en Tríptico darwiniano[6], y dos novelas, De miedo en miedo (los manuscritos del río)[7] y Un retrato para Dickens[8]. Actualmente están en prensa dos novelas, la cuarta y la quinta, Sólo los elefantes comen mandrágora y Viaje al corazón del día: elegía por un secreto amor[9]. En este estudio tomamos como dechado de la prosa de Somers, los dieciocho cuentos de Todos los cuentos, I953-67[10].

La mayoría de ellos se pueblan de personajes psicológicamente introspectivos, más atentos a su propia angustia que a la del prójimo, con quien padecen desencuentros, relaciones de impotencia y violencia, y una falta de comunicación. Esas introspecciones e interrelaciones con los demás se expresan a través de una imaginería con varios niveles de complejidad.

Empecemos por la expresión lírica de apariencia más sencilla en la que, como en las demás manifestaciones más complejas, hay un predominio de referencias a la naturaleza animada -flores, frutas, plantas, árboles, insectos, reptiles, moluscos, perros- e inanimada -piedra, agua, lluvia, mar, tierra, cielo, estrellas, luna. El cuerpo humano, en particular, adquiere rasgos de la naturaleza. Los “muslos” de la mujer se convierten en “tibios y blandos... lagartos bajo un sol de invierno” (D, 19); su seno es una “masa sin hueso que parece un enorme molusco varado” (DE, 56). Y los ojos del hombre por este mismo proceso “iban a caer de la órbita como semillas secas” (SU, 58). La equivalencia se establece partiendo de un miembro corpóreo nombrado (muslo) o innombrado (seno), o de una acción producida por tal miembro (caer). Lo sensorial y lo sinestéstico funcionan a menudo en esas metáforas y símiles: por ejemplo, en la imagen de “los ojos como linternas sordas” (S, 81), es lo visual-auditivo, y en la de la “voz de miel quemada” (D, 12), lo auditivo-gustativo-olfativo.

En general, la metaforización del cuerpo humano carece de imágenes risueñas, y en cambio sobran referencias negativas a lo duro (1), lo esfumado o apagado (2), lo podrido o seco (3), lo inseguro (4), lo deshumanizado (5), lo desamparado (6), lo herido o despedazado (7), ejemplos de las cuales se dan a continuación con referencia a los números entre paréntesis.

(1) “dedos fríos, minerales, dedos de ónix del negro” (D, 11)

(2) “estar como fósforo mojado, él que había sido capaz de abrasar el mundo en una noche” (S, 87).

(3) “pateando a los demás como si fueran fruta podrida” (D, 22)

(4) “se me quedaron mirando con un gancho de interrogación cayendo de cada ojo” (ME, 20)

(5) “ser la jefa general me ha permitido catalogar las criaturas que forman la tienda como si fueran mercaderías” (I, 107)

(6) “el muerto tuvo que quedarse donde estaba, aumentando la soledad de la calle como una valija abandonada en un andén ferroviario” (E, 30)

(7) “me pareció que se vive cuerdamente tantos años para que la locura de otro nos reviente en la cara, como una piedra que salta del camino al vidrio del coche y lo hace añicos” (I, 122)

El ser humano adquiere atributos de la naturaleza, de objetos de uso común -mercadería, valija-y aun de signos escritúrales, mientras por otro lado se personifica la misma naturaleza como “alcahueta centenaria” (MU, 102), por ej emplo, o se humanizan sus manifestaciones en imágenes como la de “la rama... fresca como un beso bajo la lluvia” (E, 37). Esa última imagen es una de las pocas positivas en el abundante lirismo de Armonía Somers, pues la deshumanización predomina en sintagmas que transforman al ser humano en mineral, yeso, y piedra duros; en fruta y flor podridas; en insectos-araña, cucaracha, hormiga, larva y polilla; en gusano, lombriz, y viborilla; en perro, vaca y gallo de riña. En otro tomo, Tríptico darwiniano, Somers se concentra en el antropoide en cuentos como “Mi hombre peludo” y “El eslabón perdido”. Pero en sus dos tomos de cuentos anteriores, la mayoría de los animales a que se refiere son biológicamente primitivos o domesticados. Por ejemplo, en el cuento “Las muías” aparecen esas bestias en las mismas entrañas del hombre, donde hacen funcionar la noria de la vida diaria, coceando al pobre ser humano. El desamparo de éste y la fatalidad existencial a veces son representados no sólo por animales informes -molusco, pulpo- y hormigas amaestradas sino también por fantoches inhumanos- peleles, muñecos, maniquíes. Aun una imagen salubre y cotidiana como lo es la del pan caliente, cae bajo la óptica burlona y cruel de Somers cuando un sirviente traza la naturaleza de la cocinera en “Muerte por alacrán”: “Buena, pensó, parecida a ese tipo de pan caliente con que uno quisiera mejorar la dieta en el invierno. Aunque le falte un poco de sal y al que lo hizo se le haya ido la mano en la levadura...” (MU, 100).

Aun en la imaginería relativamente sencilla -como la de la cocinera- se nota que la relación entre los componentes básicos -mujer y pan-crean cierta apertura hacia la prolongación de la imagen en sintagmas encadenados. El valor del enunciado se libra del significado, trasladándose hacia el significante. En el caso dado de la cocinera, se amplía el ámbito del significante original al mencionar la dieta, la falta de sal, la sobra de levadura. Estos adicionales indicios sensoriales nos devuelven de nuevo a un retrato visual más completo de la mujer y la identifican más estrechamente con el objeto. Somers se sirve de este procedimiento, como veremos adelante en pasajes sumamente expresionistas. Pero antes, es necesario tratar otra etapa de este proceso lírico: la concretización de lo intangible.

En la imaginería más compleja, lo intangible se transmuta en fenómeno de mayor peso y familiaridad que afecta al ser humano de modo más táctil y visual. Se trata de sonidos -voz, ruido, tos- y de movimientos -amanecer, correr, batir; de estados anímicos -deseo, angustia, esperanza, locura, culpabilidad; y de la misma existencia -años, destino, vida. La tos fatal de un hombre, por ejemplo, se personifica en “inmunda bruja perversa” (S, 82) mientras la mención de un nombre cae “como una piedra en el patio” (P, 69). La concretización, la sinestesia y el impresionismo funcionan juntos en el siguiente pasaje donde la oscuridad se puebla de voces que se visualizan de modo cromático. “Se quitó sin luz las ropas, para que la voz no le mirara el cuerpo... Pero no pudo matar el color de las palabras. Cada vez las ve de un tono más ambarado, como si se lavaran en champaña” (S, 87-88).

Aun el silencio mismo se endurece en el espacio, transformando el cielo, por ejemplo, en un granito “tan íntegro que no se rompía en pedazos sobre el dolor de los hombres” (S, 95). La amenaza del peso monstruoso e inquebrantable de los cielos logra desacralizar el concepto tradicional de lo benéfico celestial y lo convierte en dura frialdad ante el padecer humano. En otros pasajes se exacerban la soledad y el desamparo del hombre con la disminución de su angustia mediante imágenes vulgares -la angustia que sale en un “hipo transparente” (DE, 49)- o cotidianas -el tiempo de la angustia de unas hermanas “tieso en el aire como sus antiguos vestidos” (P, 60). Un estado limítrofe como la locura se respira en los pulmones con el aire (P, 66), revolotea como una mariposa vieja (P, 70), se bebe en un vaso (S, 90), y aun tiene un sabor insuperable (P, 78).

Se complementa este proceso de concretización con otro en que los fenómenos y situaciones tangibles se esfuman. Relaciones de amor o de solidaridad, sucesos definitivos como la muerte, la existencia misma, el hombre, lo material y lo espiritual se evaporan, dejan huellas y huecos en lo circundante, desaparecen en burbujas, o se afantasman. Aun lo ya intangible -la nada- se vuelve tangible en el momento en que “un crimen misterioso... [es] capaz de provocar ese agujero en la nada que el pensamiento de los otros aprovecha para precipitarse” (C, 69). Esta última imagen es típica de las creadas por Somers a base de una falta, una falla o una pérdida, las que subrayan la condición y situación desamparadas del hombre. Se expresan carencias existenciales como el naufragio del amor; la casa demolida de la vida; la existencia como páramo, desierto, isla; la incomunicación; y la muerte como un “aterrizaje sin tiempo” (DV, 109). Y en cuanto a la concretización del destino abstracto se patentizan muchos de los elementos que vamos descubriendo. La naturaleza, por ejemplo, aparece en una “decisión fatal de agua que corre, de luz llegando a las cosas” (D, 15). Y otra imagen nos hace pensar en los santos medievales de cuyos labios salían cintas de palabras, pues de los de un pobre hombre sale “como si vomitara” una larga cinta métrica, forma sólida de un recuerdo suyo, en cuyo extremo final “está lo que no se decía en el librejo, su destino...” (S, 82).

La cinta o la cuerda son metáforas predilectas de Somers, las que representan el derrumbe lento de la vida-muerte que obra dentro del cuerpo humano como la cuerda de una guitarra por cuyas vibraciones se prolonga la vida más allá del momento fatal[11]. Sobre la condición del enfermo en el cuento “El entierro”, por ejemplo, se comenta que “nunca se sabrá hasta qué punto es capaz de durar la misteriosa cuerda” (E, 29). También se transforma esta cuerda en una imagen prolongada de un salvavidas atado a la cintura de una mujer quien bucea en las profundidades de su relación precaria con un hombre. Sugiere además cierto riesgo, pues, en las últimas palabras de la imagen, nadie sabe del todo lo que le espera abajo “sin desamarrar primero el cabo” del destino (S, 83).

Muchas veces el aura metafórico es sostenido del mismo modo por una imagen prolongada de un símbolo específico -la cuerda. En otros lugares, ese aura se basa más bien en una especie de desencadenamiento impresionista. Por ejemplo, en un párrafo del cuento “El hombre del túnel”, el deseo erótico de la mujer es transmitido al ascensor y al pasamanos de la escalera donde ella realiza el orgasmo. Todo pasa a través de varias imágenes impresionistas ligadas entre sí:

De pronto, y mientras la puerta del ascensor se abría de por sí como un sexo acostumbrado, el pasamanos grasicnto de la escalera se me volvió a insinuar con la sugestión de un fauno tras los árboles. El minuto justo para cerrarse la puerta de nuevo. Y yo hacia atrás de la memoria, cabalgando en.los pasamanos tal como alguien debió inventarlos para los incipientes orgasmos, que después se apoderan de las entrañas en sazón, hasta terminar achicándose en los climaterios como trapo quemado (HO, 125).

Uno de los aspectos más interesantes de la obra de Armonía Somers es la libertad con que expresa la sexualidad y el erotismo. A veces, como en el último pasaje citado, se nombra sin remilgos el acto sexual. En cambio, en otros cuentos se evita el discurso directo mediante alusiones a la naturaleza -flor, huerta, montaña, diamante negro. Así se constatan la seducción del negro Tristán por la Virgen María en “El derrumbamiento” y el orgasmo entre lesbianas en “La inmigrante”. Hay instancias también en que el hombre de su obra reacciona a base de imágenes de índole física pertenecientes a la mujer. Por ejemplo, es un hombre quien pare el terror al final de la novela De miedo en miedo (los manuscritos del río): “La noche que parí yo era hombre... Pero yo acabo de alumbrar en una virginidad que no hemos, tú y yo, compartido nunca”[12].

Es interesante notar que el protagonista de sus cuentos suele ser hombre, y en algunos relatos la mujer ni siquiera aparece como personaje, pues los hombres funcionan sin depender ni biológica ni psicológicamente de ella. Es el caso de “El entierro”, “La subasta”, “Rabia II”, y “La calle del viento norte”. En cambio, las pocas mujeres protagonistas -en “Salomón”, “La inmigrante”, “El desvío”, y “El hombre del túnel”- se definen dentro de su papel biológico en relación al hombre, con la excepción de las lesbianas en “La inmigrante”. Aunque la mujer no se destaca a menudo como protagonista de estos relatos, curiosamente el tratamiento de la relación mujer-hombre es de mucha importancia porque no se conforma siempre al papel que la sociedad concede generalmente a la mujer. Ella puede ser un barman de visos salomónicos o jefa de tienda que confiesa su lesbianismo en cartas ante la insistencia de su hijo para que lo haga.

Sin embargo, por lo general, las relaciones entre mujer y hombre son de dependencia y crueldad, de sentimientos, pensamientos y acciones viscerales, de rencor primordial que Somers volatiliza sinestésticamente en el olor del “rastro evaporado del amor” (I, 126). La violencia y el odio colectivos del hombre hacia la mujer se presentan en el cuento “El despojo” cuyos tres episodios se ligan a través de un objeto obviamente fálico, el caramillo, por el que el protagonista se siente tan libre como su música, la que “ocurría de por sí -dice él-exenta, libre, como el placer de orinar en el campo” (DE, 44). Después de que participa en las relaciones misóginas -la seducción de la mujer del granjero o la violación de la niña virgen- se reconforta con la música del caramillo que vuelve a aparecer como leitmotif; es una “nota fuerte y primitiva, sin blanduras de mujer” (DE, 47). Ocurre así hasta que es emasculado por la campesina en el último episodio, después del cual “su caramillo le resbaló a lo largo del muslo y cayó sordamente en la hierba” (DE, 59).

Al tratar los papeles sexuales de la mujer y del hombre, Somers transgrede tabúes. Echa abajo estereotipos o los confunde en cuentos como “El derrumbamiento” donde desacraliza a la Virgen María para librarla de la imagen risueña y resignada impuesta por los hombres, y a la vez, deshace el estereotipo del hombre negro seductor de mujeres blancas, pues es la Virgen vuelta Eva quien le seduce a él. Somers osa enfrentarse a la hipocresía social en cuanto a temas del aborto, incesto, deseos hetero y homosexuales e impotencia. Así es que en el cuento “Saliva del paraíso”, cuando un viejo, física y metafóricamente, introduce la mano en su bolsillo para buscarse, encuentra allí recuerdos de sus años prósperos, pero también una toma de conciencia de su actual impotencia sexual. Se combinan la naturaleza, el sistema verbal del habla, y la alusión fálica: “La plenitud conjugable de cierto verbo se le había secado, aún sin caérsele del cuerpo, como una vid con los racimos en pretérito indefinido” (S, 82).

El erotismo en los cuentos de Somers no es sólo somático sino también semántico, un erotismo de la palabra, una extravagancia verbal que intenta llenar el vacío con el lenguaje metafórico. Así lo hacían los grandes escritores barrocos y lo hacen también los modernos como sugiere David Lodge, refiriéndose a los comentarios de Román Jakobson sobre lo metonímico y lo metafórico del lenguaje[13] . En la prosa de Somers la proliferación de significantes y la naturaleza metamórfica del enunciado transforman una realidad estática en otra expresionista y sutil. Nietzsche decía que un árbol a cada momento es un fenómeno nuevo a pesar de que nosotros sólo afirmamos su forma porque somos incapaces de captar la sutileza del momento absoluto[14].

En el arte de Armonía Somers, se capta ese momento y se le hace estallar en un vuelo lírico inusitado en la cuentística moderna latinoamericana. En su narrativa se logra comunicar el bullicio latente, agazapado entre los intersticios innombrables de la realidad. Pues los pasajes expresionistas son dechados de la prosa metafórica moderna en constante metamorfosis asociativa, la que capta lo resbaladizo, aunque a la vez rehuye fijarlo en formas estáticas. Ese expresionismo de Somers desentraña lo más íntimo del ser humano, exponiéndolo al desnudo sin piedad. Somers ofrece el pensar y el sentir subjetivos sobre las cosas presentes en la conciencia especulativa. Su expresionismo cabe dentro de los cánones elucidados por Elise Richter en su importante ensayo “Impresionismo, expresionismo y gramática”, pues se refiere a un estado anímico y a la excitación provocada por las experiencias a la vez que abarca lo interno en comunicación directa con lo sensible externo[15].

De ese modo retrata Somers a sus personajes solitarios como el viejo “limpiándose en la noche, quitándose al aire la viscosidad del paladar postizo, como una mujer desamarrada de un viejo amante” (S, 88). Otra vez en esta imagen notamos la presencia del cuerpo, de una falla o falta, y de transformaciones grotescas que cobran importancia existencial. Impera, a menudo, lo sensorial de los humores corpóreos-saliva, orín, sudor, leche, sangre, semen. Se puede ver el proceso metamórfico en el siguiente pasaje sobre la agonía de un obrero muriéndose solo. Nótense otras técnicas ya descritas: los humores y miembros del cuerpo; la concretización de la vida en la imagen fallada de una ciudad carente de casas; la prolongación de esa imagen en pisos y sucesos que acaecen en las casas inexistentes, como el igualmente invisible banquete final con la tarta; la asociación de esas concretizaciones con la realidad ilusoria del sueño de la vida; y ya lejos de la inicial metáfora -vida-ciudad-, la violenta imagen final, a la vez visual y cruel a pesar de que uno de sus componentes es intangible, pues en ella los hombres son ahorcados por la soga de sus sueños.

“Extraño -logró decir con la lengua dura- veo mi vida a través de estos humores, a través de esta podrida sangre que estoy manando. Mi vida (escupe y le cae sobre el mentón y el pecho), una ciudad cuyas casas no se levantaron nunca. Pero qué andamiajes, qué columnas, qué audacia. Las planchadas triunfantes de los últimos pisos, la tarta del banquete final, no se vieron. Pero yo viví colgado en esas escalas de gran sueño, yo sudé aconfitando ese pastel del reajuste de cuentas. Yo, todos los que estábamos allí... (quiso reir, pero le salió en cambio una sucia gárgara) deberíamos parecer ahorcados desde lejos. Ahorcados de la gran chifladura, del gran sueño de los hombres...”. (S, 86)

Somers se sirve de esta imaginería expresionista para acercarse a los sentimientos difíciles de expresar en un momento crítico: el odio, la pasión, la esperanza, la desilusión, el desequilibrio mental, la pérdida, la soledad. Por ejemplo, en el cuento “El hombre del túnel”, una mujer en el pasillo de un edificio le obstaculiza el camino a una joven quien corre hacia el encuentro con un hombre en la calle. La mujer-obstáculo es odiada a tal punto por la joven narradora que es deshumanizada en escoba por un breve momento y luego despachada como estropajo: “Ya antes de pretender su prioridad, se me había hecho presente con un olor como de escoba mojada con que traía inundado el pasillo. La estaba imaginando en una pata, yéndose a la oscuridad de la rinconera a colgarse sola por una argollita de hilo sucio, que ella misma se habría atado en la ranura del cuello, cuando persistió en tomarse toda la anchura del pasaje” (HO, 124).

Como ya hemos notado la deshumanización tiene su contracara en la narrativa de Somers y a veces el impresionismo inicial se evoluciona hasta llevarnos lejos de la imagen originaria, ya olvidada. Esta especie de expresionismo se da en la personificación de flores y, sobre todo, del árbol. Por este proceso al tocar la madera de una puerta, un hombre desata el instinto primitivo del árbol, pues se le aparecen ante él los ojos de todos los árboles del parque, confabulados con los ojos verdes de árbol de su mujer (S, 93). En una entrevista, Somers nos confesó que poseía la “raíz salvaje” nombrada por otra uruguaya, Juana de Ibarbourou: “La lluvia y los árboles me hablan un lenguaje especial -nos dijo Somers- y puedo conversar con ellos. La lluvia me parece una bendición, una lluvia metafísica como si tuviera sed la tierra y la lluvia lo sabía. Así creía, aun en mi juventud”[16]. Será por eso que en sus cuentos, un personaje concibe que “la muerte ha de ser que no haya más árboles” (P, 73); o los árboles mismos atestiguan los momentos más íntimos de la existencia humana como los del amor y de la muerte. Y, además los árboles cobran visos humanos, cuando se llueve encima de ellos como en el siguiente pasaje del cuento “El ángel planeador” en el que Somers hace que el árbol participe de una actividad humana, rutinaria: “Ahora llueve decididamente, es una pesada descarga lo que estalla tras los vidrios. El árbol la recibe como una camisa que se coloca desde arriba y va haciendo bajar hasta sus pies, para ponerse luego otra, pero tan rápidamente que no dé tiempo al desnudo” (A, 87).

Aunque el mundo de Armonía Somers es cruel y violento, aunque sus personajes son raros o malditos, aunque sus ambientes son oníricos y grotescos, por medio de la metaforización la autora extrae de ellos su esencia noble aunque patética. Armonía Somers, el alquimista literario ante su crisol, transforma los metales vulgares de la existencia humana en metáforas preciosas, en metáforas que nos gritan con un alarido solitario nuestra pobre condición sobre la tierra: “Hay cosas que no caben en el decir, y no por lo que expresan, sino por la soledad que encierran. Un naranjal saqueado puede hablar, un hombre que perdió los hígados, una medalla sin el viejo relieve. Pero habrá en el aire un alarido solitario, para ninguna oreja, un alarido de árbol sin naranjas, de hombre sin hígados, de medalla gastada” (S, 85).

Notas:

[1] “La fascinación del horror”. Marcha (Montevideo), no. 1188(27 diciembre 1963): 30

[2] The Pleasure ofthe Text, trad. por R. Miller (Nueva York: Hill andWang, 1975), p. 14.

[3] La mujer desnuda en Clima (Montevideo), no. 2, primera ed., 1950.

[4] “Armonía Somers: Los lobos esteparios”. Capitulo Oriental, no. 33 (1968): 523

[5] Todos los cuentos, 1953-67. 2 vols. (Montevideo: Arca, 1967).

[6] Tríptico Darwiniano (Montevideo: Ediciones de la Torre, 1982).

[7] De miedo en miedo (los manuscritos del río (Montevideo: Arca, 1965).

[8] Un retrato para Dickens (Montevideo: Arca, 1969).

[9] Sólo los elefantes comen mandrágora (Buenos Aires: Legaza), en prensa. Viaje al corazón del día: elegía por un secreto amor (Montevideo-Arca).

[10] De aquí en adelante las citas de estos dos tomos se identifican con sigla, página entre paréntesis dentro del estudio según el siguiente esquema: Tomo I: D, “El derrumbamiento”; R, “Requiem por Goyo Ribera"; DE, “El despojo”; P, “La puerta violentada”; S, “Saliva del paraíso"; SA, "Salomón"; I, “La inmigrante”; Tomo II: M, “Las muías"; ME, “El memorialista”; E, “El entierro”; H, “Historia en cinco tiempos”; SU, “La subasta”; RA, “Rabia (II)”; C, “La calle del viento norte”; A, “El ángel planeador”; MU, “Muerte por alacrán”; DV, “El desvío"; HO, “El hombre del túnel”.

[11] Sobre la muerte en los cuentos de Armonía Somers, véase “Yo soplo desde el páramo: La muerte en los cuentos de Armonía Somers”, Texto crítico 6 (enero a abril 1977), pp. 113-125.

[12] pp. 98 y 100.

[13] “Historicism and Literary History: Mapping the Modern Period”, New Literary History 10 (Primavera 1979), pp. 552-53.

[14] En Barthes, p. 61.

[15] En El impresionismo en el lenguaje (Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires, 1956) tercera ed., pp. 78-79.

[16]. Evelyn Picón Garfield, Women’s Voices from Latín America: Interviews with Six contemporary Authors (Detroit: Wayne State Uni-versity Press, 1985), p. 46.

 

ensayo Evelyn Picón Garfield: Profesora de la Universidad de Illinois. Autora de numerosos artículos sobre la literatura latinoamericana.
Revista de la Universidad Nacional (1944 - 1992), Volumen 2, Número 10, p. 25-31, 1987

Universidad Nacional de Colombia

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