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El matador cuento de Manuel Peyrou |
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En el lacio bigote de don Pablo Laborde brillaban al sol de aquella mañana algunas chispas rojizas, como si en su mustio pelaje se encendiera el fuego; y a cada pitada un humo lento y azul se enredaba profusamente en las hebras amarillentas, lo que completaba la idea de combustión. Había salido de la Casa de Gobierno y comprado el diario y ahora esperaba en el Bajo el 35 que lo conduciría a Palermo; el cielo estaba apenas celeste, casi blanco, y el aire —él mismo se dijo— era más fino que aguja de bordar. El tranvía dio finalmente la vuelta a la plazoleta para iniciar el regreso a Núñez, y se detuvo. Don Pablo dejó pasar dos temblorosas mujeres —hacía un frío de dos o tres grados sobre cero—, subió y se instaló en uno de los asientos de adelante. Los vidrios estaban empañados, pero ya el sol empezaba a dibujar sobre el cristal un mapa lleno de húmedas y traslúcidas rayitas; don Pablo apresuró la limpieza con la mano y miró hacia la calle. Después de pensar fugazmente en la misión que lo había sacado muy temprano de su casa, y que ahora lo conducía a una comisaría situada entre Palermo y Belgrano, desplegó el diario y se hundió en la lectura. Al llegar a plaza Italia se había enterado, entre otras cosas, que la temperatura había deslucido y desanimado los festejos patrios. ¡También —pensó—, hacer el desfile en la Sociedad Sportiva! Hay que tener ganas de ventilarse... Todavía en la calle Florida... —No se me va a negar a un amargo. . , —le dijo diez minutos después el comisario Moreira, mientras un agente solícito le acercaba una silla. Reasumió luego Moreira el tono, autoritario y mandó al subordinado—: Tráete unas brasas y avisá que no estoy para nadie. El agente salió y un instante después estaba de regreso con una pala cargada de carbones encendidos, que acomodó con cuidado en un ancho brasero de bronce; al rato volvió con el primer mate. El despacho del comisario estaba en la habitación del frente; en las ventanas, altas y angostas, había cortinas de un “satiné” que antes había sido de color crema y que ahora ya no podía ser considerado marrón; las cortinas estaban descuidadamente corridas y el sol se desparramaba sobre las paredes, el ancho escritorio de madera ordinaria y el piso; con aparente armonía algunas moscas giraban en un rayo de luz como planetas de un minúsculo universo. Después de alisarse el caído bigote con su gesto habitual, don Pablo inició una conversación sobre generalidades, que se concentró gradualmente en los problemas de la comisaría. —Aquí nos tiene —repuso Moreira, con una sonrisa—: en actividad permanente, aunque no vitalicia... Don Pablo pensó: Ha leído el diario. Pero recordó en seguida que al comisario le complacía pasar por agudo y enigmático; si él demostraba haber entendido en seguida la alusión, privaría a su amigo de un placer lícito, aunque momentáneo. Generosamente, resolvió declararse lerdo de entendederas. —Así son las cosas —repuso con vaguedad. Tozudamente, el comisario insistió, con una sonrisa ya formada: —¡Hum! Actividad... —Pero ya la decepción asomaba a su rostro, porque estaba sospechando que don Pablo se hacía el ignorante por cortesía. Y como don Pablo tampoco quería pasar por excesivamente negado, lanzó una risita, como si acabara de pescar en el aire el asunto: —i Je, je...! Ahora caigo. —¿No le parece, don Pablo —preguntó el comisario, satisfecho de que terminara ese juego y entraran en una charla normal—, que la oposición ya está molestando un poco? —Ellos dicen que si se vota la ley de actividad vitalicia para el general Roca, se reduce el honor discernido al general Mitre por una ley similar —explicó Laborde. —Ahí está la injusticia —contestó Moreira, que era firmemente gubernista y no lo ocultaba—. ¡Roca tiene títulos suficientes para merecer ese homenaje! —Así es —repuso don Pablo, Hizo una pausa y después de señalar con un gesto el diario que había dejado sobre el escritorio, comentó—: Acabo de leer en el tramway un editorial muy violento. Aunque no son mitristas, ponen a Mitre por las nubes para poder sacudirle a Roca, por comparación... —A eso me refería... Dicen que Mitre fue el general del más grande ejército sudamericano... Pero, dígame, don Pablo ¿qué tiene que ver el número de soldados de un ejército con los méritos del general que los manda? Yo respeto mucho al general Mitre, pero hay que buscar mejores argumentos para “esaltarlo”. Hablaba con deliberada corrección, marcando las palabras en las partes dudosas; la equis era la única letra que no lograba pronunciar con propiedad. Don Pablo emitió un gruñido de asentimiento. La cara empolvada del comisario se enrojecía levemente con la excitación; tenía un rostro ancho y franco, el pelo negro y brillante y un bigotito de cortas guías ascendentes, endurecidas por el cosmético; un ligero olor a peluquería lo rodeaba siempre. Se vestía de negro, con chaleco blanco de piqué y cuello duro de puntas redondas. En el barrio lo llamaban “Jailaife”, y al él no le molestaba. —También pretenden —continuó don Pablo, que al lado del comisario resultaba desaliñado y, por momentos, campesino— que la carrera de Roca es más política que militar, y que en la expedición al Río Negro no se disparó un solo tiro. .. Moreira movió la cabeza, consternado. —No me va a negar, don Pablo, que son malos argumentos. ¿Acaso un político no puede aspirar al reconocimiento de su pueblo? ¿O se refieren adrede a los peores políticos, para poder así compararlos con desventaja con los militares? —Pastor Moreira dio una enérgica chupada al mate y lo devolvió al agente. Luego prosiguió—: Y lo de Río Negro, usted sabrá, don Pablo. Tengo entendido que fue de la partida. Don Pablo se alisó el bigote, mientras sus ojos brillaban en la evocación. —Así es —dijo con voz tranquila—. Acompañé a mi padre. Yo tenía quince años y era uno de los soldados más jóvenes del ejército. Nunca me olvidaré del petiso Roca, de uniforme y sombrero londinense. . . Decir que no hubo tiros... —Sin tiros hubiera sido una hazaña increíble —acotó Moreira, con una carcajada, satisfecho de su ingenio. Tomaron tres mates más cada uno y después de un rato, don Pablo comentó, al escuchar unos gritos en el patio: —¿Parece que hay movimiento? —Rateros, señor —repuso Moreira—, rateros... No sé adonde va a parar este país. Vea —tomó un papel en su mano—: éstos no más son los entrados ayer: Nicasio Ordóñez, alias Chino; Filemón Montoya, alias Trompa de Hacha; Odilón Benítez, alias Alacrán; Custodio Velázquez, alias María Cristina —hizo una pausa y lanzó una risita—; este, por supuesto... —Sí, comprendo... —Vea don Pablo —prosiguió el comisario—, creo que estamos en decadencia. Ya no es como antes, cuando me pasaron a esta sección en el 98. Ahora hay tanto ladroncito, tanto infeliz que estorba y llena los calabozos, que cuando entra alguien por unos tajitos o unos tiros me dan ganas de abrazarlo ... —Comprendo, don Pastor, comprendo... —Ayer mismo entraron en la quinta de mi suegra, en Belgrano, y se llevaron todas las gallinas... ¿Qué me dice? Don Pablo lanzó un gruñido condenatorio, introdujo la mano en el bolsillo, sacó el librito de papel de arroz y el tabaco y, mientras armaba lentamente el cigarrillo, miró al comisario y dijo: —A propósito... Se detuvo mientras pegaba el papel con saliva. —¿A propósito? —preguntó Moreira con una cándida expectación. Don Pablo encendió, dio una pitada y, después de exhalar el humo, preguntó, con tono despreocupado: —¿Usted tiene aquí a ese mozo Laudelino Pourtalé? —Sí. Está desde el mes pasado; es decir, veinte días más o menos... ¿Sabe? Tuve que arrestarlo por lesiones.. . Pero es un mozo muy correcto, y está bien atendido... —Y usted, no... —No. No di cuenta al juez porque malicié que usted se iba a interesar .. . Usted sabe, si se comunica la detención, a lo mejor viene el juicio y después es más difícil sacarlo. —Me hago cargo. No vine antes porque recién me enteré ayer. Estuve en el Rosario por ese asunto de los terrenos de Don Bernardo, en Sunchales, que usted conoce. Y al llegar ayer me estaba esperando la viejita.. . Por eso esta mañana temprano me dije “Me lo voy a ver al coronel Bafico” y ahí nomás me tomé el tramway y me fui a la Casa de Gobierno. . . Por supuesto, si usted quiere hablar con el coronel... Moreira levantó los brazos con animación. —¡Pero, mi amigo! ¿Cómo cree que voy a dudar de su palabra? Desde este momento Laudelino Pourtalé está a su disposición .. . —Muy agradecido... —don Pablo se acomodó en la silla, dio otra pitada y agregó—: Hasta ahora no sé lo que pasó, porque la viejita me lo ha contado a su manera.. . Don Pastor se pasó la mano por el lustroso cabello, se compuso la voz y dijo: —Parece que ese compadre de Romualdo Campos anduvo hablando de la Carmen, la mujer de Laudelino... Dijo que la había visto en la Fonda de los Turcos con Pascual Quíntela —hizo una pausa—: ¿Usted lo conoce? —¿A Quiniela? De nombre, no más... pero creo que no es muy trigo limpio... —¡Oh! Es una luz. . . Es capaz de encontrar algo antes de que se pierda. . . Pero no lo hemos podido pescar en nada. Ahora trabaja en Belgrano para los mellizos Altolaguirre y ellos lo protejen. . . Bueno; el caso es que Laudelino se enteró de las habladurías de Romualdo y se enfureció. Lo fue a buscar al almacén de Peretti y le exigió que concretara. El otro le contestó de mal modo y Laudelino lo tajeó... —¿Eso es todo.. . ? —Espere... El caso es que al día siguiente de tenerlo yo aquí a Laudelino, la Carmen se escapó con Quíntela... ¿Qué me dice? Romualdo tenía razón . —Esa mujer nunca me gustó... No sé lo que le encuentran... -Algo le encontrarían... —comentó el comisario, con intención. Hizo luego una nueva pausa y con voz más grave y marcada prosiguió—: Parece que se iban a Zárate, en un sulky. Al cruzar el puente se rompió una rueda; la Carmen cayó de costado y se golpeó la cabeza en una piedra. Parecía una pavadita, pero la llevaron al Fernández y murió al día siguiente. . . Don Pablo separó los labios para hablar y el cigarrillo cayó sobre su pantalón; se incorporó rápidamente, sacudió las cenizas y se sentó de nuevo, esta vez muy erguido. —¡Qué barbaridad! —exclamó, desoladamente—. ¿Y este mozo lo sabe? —Por supuesto. . . Me pidió permiso para verla la noche del velorio. Yo mismo lo acompañé a la ida, y después lo fui a buscar. Se portó correctamente, pero no pude sacarle ni una palabra, ni a la ida ni a la vuelta. . . —se quedó un instante en silencio, mientras don Pablo reflexionaba, y luego prosiguió, con tono más alto y animado, como si se desprendiera de un lastre—: Bueno, voy a llamar para que le traigan a Laudelino Pourtalé. . . 0O0 El día, de tan claro, era enorme y a él le parecía tener todo el día para él solo; como si hubiera salido de una enfermedad, todo lo que tocaban sus ojos era nuevo, limpio y bruñido. Bueno: eso es lo que le pareció durante unos pocos segundos, al caminar los primeros pasos por la vereda, aún encandilado por el sol, escuchando, sin atenderlos mayormente, los consejos tranquizadores de don Pablo. Pero ahora estaba solo, con la primera angustia de su vida; el día se había empañado, y no encontraba un nombre para su desesperación; ni falta que le hacía, porque todo se iba a resolver en violencia. Vaciló entre ver primero a su madre o buscar a su hermano en el almacén, de Peretti o en la peluquería; unos chicos que jugaban al uñate en la vereda le facilitaron la opción. —Che, Flaco .. . Andate hasta casa y decile a la vieja que voy a almorzar a las doce. —En seguida, don Lino —repuso uno de ellos; llevaba una gran bufanda amarilla alrededor del cuello y sobre la bufanda se destacaban las orejas rojas de sabañones. Siguió caminando en busca de su hermano y algunos vecinos lo saludaron; estaba en el barrio desde su nacimiento. Su padre, Alejo Pourtalé, era de Lombez —“Lombez, département du Gers”, como al principio siempre se empeñaba en aclarar, ignorando que a nadie le interesaba su procedencia exacta— y había llegado al país en el 68, recién casado; a los tres meses había muerto su mujer. Venía para trabajar de escribiente en la casa importadora de Wattine - Charpuis, pero tuvo mala suerte. Se cayó del caballo durante una excursión a Belgrano y quedó con el brazo derecho paralítico; Gerard Wattine, su primo, fue muerto por un peón el verano siguiente, en la estancia que acababa de comprar cerca de Ramallo. Pierre Charpuis, que asumió la dirección de la firma, resolvió que no necesitaban los servicios de un manco y Alejo quedó en la calle. Sin amigos, y sin voluntad, buscó la protección del doctor Heraclio Parra, hombre pudiente y generoso; era un político lleno de arranques líricos y anhelos de fama literaria, que hablaba con sonoro atildamiento; con ello sólo había conseguido que lo creyeran abogado. En verdad, era médico, pero había abjurado de su profesión y prefería olvidarla desde que los mellizos Quiñones de Alfaro, atendidos por él, murieron con el mismo intervalo con que habían nacido; siete minutos exactos. Una de las facetas del doctor Parra era su amor a Francia, que proclamaba en todas las ocasiones posibles. Eran famosos sus dos grandes almuerzos populares, que ofrecía, uno el 25 de Mayo, y otro el 14 de Julio; sus adversarios pretendían que esa francofilia le llegaba a través de su madre, una marsellesa que, según juraban, había tenido casa de citas y había hecho fortuna en Corrientes y Esmeralda. Como nunca falta un comedido, el doctor Parra se enteró de las habladurías; sin mostrarse afectado, aumentó el número de almuerzos, realizándolos también el 12 de octubre y el 31 de diciembre. Elegido diputado, ubicó en cargos grandes y chicos a tanta gente, que a los pocos años sólo los más recalcitrantes insistían en que su madre había sido francesa. Alejo entró de cuidador en la quinta del doctor Parra, en la calle Andes, y perdió poco a poco su identidad personal, viéndose disminuido a una identidad colectiva; empezaron a llamarlo “El francés”. Desde entonces fue perdiendo día a día el interés de difundir su procedencia y habló cada vez menos de su país. Dejó de hablar su idioma, porque no tenía con quien, y no aprendió del todo el español, porque carecía de facilidad. Al principio, su orgullo nacional sufrió intensamente al advertir el dejo burlón con que era pronunciado su apodo. Esos chinos masticaban “francés” como si fuera un adjetivo. Con íntimo y secreto masoquismo —había sido tan desgraciado, había tenido tanta mala suerte— deseó hacerse cada vez más criollo, con una especie de mimetismo social que le permitiera pasar inadvertido. Le parecía que acriollarse era hundirse, pero aceptaba su destino, reservando en el fondo de su espíritu un pequeño lugar para la nostalgia de su país y de sus proyectos. En la quinta vivió seis meses solo, en una piecita del fondo; por las tardes iba a la casa del doctor Parra, en la calle Victoria, a recibir órdenes. Allí conoció a Ana María, la hija de la planchadora; era una criollita sumisa, y él necesitaba que le lavaran la ropa. En el 70 nació Ludelino, a quien Ana María insistió en bautizar así en memoria de su padre; sólo diez años después nació Ezequiel. El primer recuerdo de Lino era el de su padre, ensayando la puntería con el arma en la mano izquierda —la otra colgaba siempre a su lado, como si fuera de género— sobre una vieja higuera del fondo de la quinta. —Me alegro que haya salido bien... —dijo Ezequiel, y volvió el rostro para que el peluquero continuara afeitándolo. La diferencia de edad había influido en el trato personal; Lino había empezado a decirle de usted, porque el otro, el chico esmirriado que jugaba en la tierra del fondo, era un intruso que venía a robarle, o por lo menos a compartir, el cariño de su madre; y Ezequiel, respetuoso, lo había imitado porque Lino, a los dieciséis años, era el patrón de esa vereda y su cuchillo había ya visto el sol, aunque no la sangre. Así pasaron los años, en una fraternidad implícita y cortés, pero algo distante, unidos solamente por el amor a la madre, lavandera sufrida, a quien veían envejecer todos los días con rencorosa y callada impotencia. El doctor Heraclio Parra había muerto y en la parroquia había otro caudillo; pero éste había respetado el derecho de Ana María como casera y el de Lino como guardián del orden en el comité. Lino era de estatura normal, morrudo, bastante moreno, de cara grande y un bigote corto de cerdas negras espaciadas y caídas; como por contraste, su hermano era alto, de un metro ochenta por lo menos, delgado, de cutis blanco y cabeza fina; se afeitaba el bigote. Ambos tenían los pequeños ojos grises y ansiosos de su padre, pero los de Lino parecían más chicos y oscuros porque estaban hundidos y sus cejas eran más pobladas. También contrastaban en el vestir y ese detalle algo decía de sus preferencias. Lino apenas gastaba en ropa; siempre iba de gris oscuro, con un pañuelo de seda blanca anudado al cuello; nunca había imaginado que podría ser otra cosa que cuidador de comité. Ezequiel había hecho hasta el sexto grado en la escuela de la calle Las Heras; se vestía lo mejor posible, con cuello duro que limpiaba a veces con miga de pan, para no hacer trabajar con exceso a la vieja. La antigua inquietud de su padre había florecido en él, pero sin definirse; quería trabajar, salir del barrio, ser alguien. Don Pablo Laborde le había prometido hacía un tiempo un puesto de auxiliar tercero en la Policía, que él había aceptado ante la sonrisa ligeramente irónica de su hermano; según don Pablo, muy pronto saldría por el Ministerio del Interior el decreto designándolo. Hacía un año que, con el permiso de su madre, Lino había traído a la Carmen a vivir con ellos. El peluquero cambió el disco y una voz gangosa llenó el local con el relato de las hazañas de un hombre del Norte; Laudelino miró la bocina del gramófono; parecía una enorme flor amarilla con rayas rojas que brotaban de su interior y se ensanchaban al llegar a los bordes. El peluquero pasó el cisne con polvo por las mejillas de Ezequiel y luego le entregó una toalla; éste se limpió vigorosamente el rostro y se la devolvió. —¿Te vas a servir, Laudelino? —preguntó el peluquero, que era viejo y casi lo había visto nacer. —No, don Prini; tengo que hablar con mi hermano. Ezequiel se levantó y frente al espejo empezó a ponerse el cuello. Señores, yo soy cafishio, el renombrao por el Norte, el rey del baile con corte, buscao en cualquier festín. —Como “renombrao”... —comentó Ezequiel, mirando a su hermano con una sonrisa. Don Príni, que estaba limpiando la taza y la brocha, levantó los ojos. —Vamos —dijo Lino, sin darse por aludido. Salieron. El sol de mediodía entibiaba ligeramente el aire. Lino dejó pasar unos minutos y luego formuló su pregunta. —¿Dónde está? —repuso Ezequiel, con cierta violencia— ¡Qué sé yo!. . . Ha desaparecido. . . —Luego suavizó el tono y aconsejó, convincente—: Es mejor que se olvide del asunto, Lino. Para qué darle más preocupaciones a la vieja. No había pensado en su madre. La idea fija, el furor, el deseo de venganza, la irritación por haber sido engañado, o lo que fuera, dominaban su espíritu y expulsaban toda otra idea. —¡Entonces yo me quedo tranquilo y soy la risa del barrio! —dijo con truculencia—. Pero a él mismo la frase le sonaba un poco falsa; sentía que lo que pensaba la gente no le importaba; en ese instante su pasión dominante era la venganza. —Nadie se ríe... —Ezequiel buscó completar la idea—. Nadie se ríe de usted:... En todo caso, el que da risa... es Quíntela, que.. . se anda escondiendo. Seguramente malició que usted iba a salir pronto y puso los pies en polvorosa —pensó un instante y luego afirmó—: Sí. Eso es lo que dice la gente. Que se anda escondiendo. . . —Yo lo voy a encontrar. —¿Para qué? Con eso no la va a resucitar a la Carmen. Se detuvo en seco; el dolor penetró en el pecho como una astilla al rojo. —¡No me hable de ella! Ezequiel lo tomó de la solapa; muy pocas veces lo hacía. —Perdóneme.. . No se moleste; no le hablaré más... —estuvo unos segundos buscando una frase y agregó—: Pero hágame el favor de pensar un poco; si ella no se hubiera muerto, usted qué... Lino levantó la mano y lo tomó de la muñeca, apartándolo. —La hubiera matado... —¿Y entonces? —hizo una pausa—. No piense más... El destino se encargó de ella. Creyó que lo había convencido, pero después de caminar media cuadra más el otro se detuvo de nuevo y lo miró fijamente. —Vea Ezequiel. Le agradezco su preocupación. . . Pero si usted no me dice dónde se esconde Quíntela yo igual lo voy a averiguar. —No sé, Lino, no sé. . . —vaciló unos segundos—. Este. . . me han dicho que está en un depósito de los Altolaguirre, en Barracas. Pero a lo mejor son cuentos. . . —Vamos a tomar una copa, antes de almorzar. . . Enfrente estaba el café; las letras del nombre eran negras, con sus trazos verticales muv finos, mientras los horizontales eran gruesos. La cúpula celeste iba pasando del azul claro al índigo, y en la tenue y creciente oscuridad empezaron a brillar como cabezas de alfileres algunas frías estrellas; hacía ya un largo rato que el sol se había hundido en el Oeste con resplandores de incendio, pero aún se abría en ese lado del cielo un amplio abanico de suave luz rosada. Lino dobló por Las Heras y de pronto vio la luna roja y redonda, en el fondo de la calle, bruscamente alta, como si la hubieran subido con una roldana. Había dormido una larga siesta y al atardecer había salido para la casa de Romualdo Campos, en Las Heras y Gallo. No quería dejar cuentas pendientes, aunque fueran cuentas a pagar, y no a cobrar. Su llegada produjo cierta alarma y confusión, aunque casi todos los vecinos, debido al frío, estaban encerrados en sus piezas; cruzó el patio junto a la hilera de macetas con margaritas y claveles, espiado con curiosidad —o con intrigado temor— desde todas las puertas, y lanzó sus “buenas noches” casi juntamente con el golpe de los nudillos en el vidrio. El propio Romualdo abrió, con la mano izquierda; la derecha descansaba en un trapo cuyas puntas se anudaban detrás del cuello. —Buenas noches —repuso, alzando las cejas. Luego miró hacia adentro y ordenó a una mujer joven, morena y peinada con trenzas, que sostenía en una mano un mate y en la otra una pava chica—: Dejame el mate y la pava. .. Andá a la otra pieza. —Abrió del todo la puerta, dejó pasar a la mujer e hizo un gesto con la cabeza. —Salí esta mañana... —dijo Lino. —Ya lo veo... —.. .y no quise dejar pasar el día sin venir a ver cómo andás.. . Era su manera de pedir disculpa por haberlo tajeado injustamente. —Estoy bien, gracias a Dios. El puntazo del costado no me duele; la venda de la mano me la sacan mañana... Don Pablo decía siempre que Lino y Romualdo eran “enemigos íntimos”; en su trato se confundían la agresión y la cordialidad, como si estuvieran siempre en guardia; eran capaces de procurar el mal, con el fin indirecto o remoto de hacer un bien. Era lo que había ocurrido. —¿Por qué no me lo dijiste claramente, en vez de gritarlo por todo el barrio? Romualdo apantalló y avivó las brasas con una hoja seca de palmera; cebó un mate y se lo ofreció. —Porque esa mujer te tenía embrujado... No me hubieras creído... Hasta cierto punto era verdad; los hechos, presentados bruscamente, hubieran sido rechazados. En cambio, las charlas del barrio, llegando y llegando insensiblemente, continuamente, como olas en la playa, ablandaban y preparaban al ánimo para la admisión de la verdad. Pero no era toda la verdad; también había habido envidia y deseo de venganza en la actitud de Romualdo. Lino sospechó todo eso, pero lo dejó pasar; estaba en el juego y lo comprendía. Devolvió el mate y dijo: —Ahora sólo me falta encontrar a Quintela. . . Y te aseguro que... Romualdo terminó de llenar el mate y levantó la vista: —Justamente, ayer en el almacén le oí decir a tu hermano que Quintela estaba en Zárate; te será fácil encontrarlo... Todos sus propósitos de esa noche quedaban trastornados, pensó, mientras caminaba de regreso. No hacía falta pensar mucho para comprender que, de las dos versiones, la segunda era la auténtica. Sujbermano le había mentido a él, y había dicho la verdad en el almacén. Y el motivo era evidente. Ezequiel quería alejarlo del cumplimiento de la venganza, con la buena intención de evitarle más complicaciones y disgustos a su madre. Pero también habría otros motivos. La suspicacia de Lino empezó a desarrollar teorías. Ese mozo se estaba poniendo muy formal últimamente; y el ofrecimiento de don Pablo algo tendría que ver. Era como si el espíritu de la Policía se encarnara en Ezequiel, aun antes de recibir el nombramiento. El caso era que no había ninguna necesidad de ir esa noche a Barracas y para ir a Zárate era muy tarde; decidió dejar todo listo para la mañana siguiente y se dirigió al corralón de Ezpeleta, en Agüero, para encargar un caballo. —Te voy a tener el zaino —prometió Matías Ezpeleta, después de una larga conversación y de varios mates. Lino cabalgó al día siguiente muy temprano y más arriba de San Isidro empezó a tragar la tierra levantada por una tropa de carros en marcha hacia el Norte; se adelantó y marchó durante un tiempo al lado de dos hombres que parecían los capataces. Hicieron un alto para almorzar y luego se despidieron, deseándose suerte repetidas veces. Ya cerca de su destino, no le costó trabajo orientarse; iba en busca del almacén de su amigo Pedro Solorza; éste se había instalado allí después de haber fracasado con el mismo negocio en Palermo. Apareció en la escuálida esquina de dos calles polvorientas, que corrían bordeadas de arbustos y matojos; el edificio, bajo y cuadrado, había sido alguna vez de color blanco, antes que las intemperies lo matizaran de verde y amarillo sucio. Lino ató el caballo en un poste torcido y entró; se encontró en un local pequeño, que estrechaba aún más la cantidad de estantes repletos de latas y otros envases; en una dirección, los gruesos jamones pendientes del techo se balanceaban como ajusticiados; en la otra, interrumpían el paso los tercios de yerba y las barricas. Uno de los batientes de la puerta de la esquina, entreabierto, dejaba entrar un chiflón de aire que luego de dar la vuelta a las paredes se alzaba en espiral, como una tromba minúscula, y sacudía y casi arrebataba la lámpara de acetileno. Solorza estaba detrás del corto mostrador, comiendo tajadas de salame picado grueso con galleta marinera; la galleta se quebraba en sus dientes y las migas caían sobre el mostrador; cuidadosamente, con dos dedos, finos y diestros como un pico, las recogía y se las llevaba de nuevo a la boca. Sobre una especie de atril rudimentario, o angarilla vertical, se exhibía al lado de la puerta un bacalao seco; un chico andrajoso, de pelo enmarañado, espiaba desde afuera v se relamía mirando el bacalao. Afuera se nubló y todas las1 mercancías y los envases parecieron de pronto de un eolor menos vivo, pero quizá más visible, porque todas sus líneas y ángulos quedaron marcados por sombras acusadas. —¡Cómo no! —dijo Solorza, con la boca llena—. Conocí a Quintela, pero no me doy corte por eso. . . —¿Estuvo por aquí? —Si señor. . . Hace como un mes y medio vino y me alquiló esa casita de dos piezas que tengo enfrente. Acepté porque me dió veinte pesos adelantados y me compró provisiones. Iba a venir con una mujer de muchos dengues, me dijo —aquí el corazón de Lino dió un salto—, que tomaba whisky etiqueta azul y qué sé yo. . . Yo le vendí la botella que me quedaba y dos porrones de Bols para él, amén de sardinas y un pato de Tolosa que tengo en lata y es un clavo. Lino sentía el estómago revuelto. —¿Y? ¿No vino? Con un crujido, un sulky se detuvo en la puerta y dos hombres embarrados, con bufandas cruzadas hasta los ojos, bajaron lentamente y entraron en el almacén; después de poner en evidencia su rostro, el más viejo saludó: —Buenas tardes, don Pedro.. . —Buenas tardes, don Molina... Pourtalé vió que eran padre e hijo; la misma cara, las mismas entradas del jpelo y la misma nariz. El hombre mayor cruzaba el cinto por atrás con un facón desmesurado; Lino sonrió. El padre tiró sobre el mostrador un pedazo de papel de estraza garabateado y Solorza lo tomó y lo observó. En ese instante el chico andrajoso que estaba en la puerta dio dos pasos y arrancó un trozo de bacalao; luego desapareció. —Sabe que es difícil la letra de su patrona.. . —Es mejor que ninguna letra... —Usted lo ha dicho, don Molina.. . —frunció los ojos, se rascó la cabeza con la mano izquierda y descifró—: “jabón de Marsella, fideos, arroz, yerba.. . ”. Luego empezó a moverse detrás del mostrador y en la trastienda, en busca de las mercaderías encargadas por la mujer de Molina. Lino esperaba con paciencia, distrayéndose con cualquier cosa. Solorza fue colocando los paquetes y las bolsas a un lado y luego trajo dos grandes hojas de papel madera, las desplegó con cuidado sobre el mostrador, y procedió a hacer un gran envoltorio, que ató con varias vueltas de piolín. —Sabe que ando con dificultades con don Magin... —dijo don Molina, mientras sacaba un rollo de billetes y contaba humedeciendo los dedos con saliva. —¿Qué le pasa a su suegro? ¿No está mejor? —Sí. Pero debe hacerse curaciones día por medio. ¿Comprende? Y yo no lo puedo traer. .. Solorza contó el dinero que le había entregado, trazó unas cuentas en un papel y dijo: —Teníamos dos pesos de la vez pasada. . . con ocho cincuenta de ahora son... —De modo que se me ocurrió una solución.. . Que don Magin se pase un mes en el pueblo, hasta que esté bien del todo. Mi hijo Tito puede quedarse con él y hacerle la comida. Usted le manda lo que sea necesario y después arreglamos. . . Solorza abrió la caja, dejó los billetes en sus respectivos lugares, de acuerdo a su valor, sacó el vuelto, lo contó dos veces y al entregarlo, dijo: —Sí. .. Pero, ¿dónde se va a quedar? —Pero, don Pedro. .. ¿No tiene desocupada la casita de enfrente? Don Pedro tomó un pedazo de galleta que había dejado sobre el mostrador y lo mordió. Luego empezó a repetir la historia, en versión para don Molina. Ahora Pascual Quíntela era un “hombre de la capital” y la suma adelantada subió a treinta pesos. A pesar del frío, Lino se sentía transpirar; no pudo contener sus nervios: —Permítame, don Pedro... ¿Ese hombre se hizo cargo de la casa o no? Don Molina y su hijo lo miraron con asombro; quizá pensaban que como no había hablado al principio no iba a hablar nunca más. —No señor. No apareció por aquí... Lino sintió un rápido relajamiento de sus nervios, pero en seguida volvió la tensión. ¿Y si don Pedro fuera cómplice y lo estuviera ocultando? Esta vez el alivio llegó del lado de don Molina: sacó de nuevo el fajo de billetes y empezó a contar. —Entonces le alquilo la casita, si usted no se opone. . . Aquí tiene un adelanto —hizo una pausa—. ¿Podríamos verla ahora mismo? —Yo los acompaño —resolvió Lino, con decisión. Luego, como para justificar su interés, agregó—: Quizá me convenga quedarme con una de esas botellas. . . Fueron a la casa y la revisaron; allí no había vivido nadie desde mucho tiempo atrás. Las provisiones permanecían en el mismo lugar donde don Pedro las había depositado. El hombre miró con un sentimiento confuso la botella de whisky; era extraño: la Carmen nunca le había pedido semejante bebida. Sacó cinco pesos y estiró la mano, señalando la botella. —¿La quiere? —Sí. La voy a llevar. En el viaje de vuelta, sin poderse explicar el motivo, se detuvo frente a una cuneta y derramó todo el líquido sobre un charco de agua sucia. Lino era uno de esos porteños alternativamente excesivos en el alarde, en la soledad y en la reserva, que vivían como bajo el peso de un agravio secreto; hacía cualquier cosa para demostrar que estaba donde un varón tenía que estar, o para afirmar escueta y sencillamente que él era ese varón. Los hombres de aquel tiempo siempre estaban definiéndose, no con pensamientos, sino con hechos. Anunciaban enfáticamente que llegaban o que se iban —una forma ladina de definición— como si el simple caso mecánico del traslado fuera trascendente, tal como lo es a veces para los caballeros que los diarios mencionan en “Sociales” partiendo para Mar del Plata o regresando de Pehuajó. Y la verdad es que a veces lo era para ellos, porque llegar a un lugar bravo o salir del mismo acentuaba o aflojaba la tensión que habían causado. Pero ahora Lino era sólo un hombre al que le faltaba el piso; era un hombre común que tenía el deseo común de matar ál causante de su tormento. El sentido decorativo que generalmente manejaba y definía su vida se había borrado: un impulso profundo y extraño mandaba ahora en su interior. Apoyó el codo sobre la mesa y, confuso, se cubrió los ojos. Entonces recordó, como en un sueño, algo que fue la primera parte de la revelación. Vio muy clarito a Quintela y a su hermano Ezequiel, despidiéndose cordialmente en la esquina de Andes y Las Heras, el día de las últimas elecciones. Mentalmente, se dijo: “Ezequiel, amigo de Quíntela”. Repitió: “Ezequiel, amigo de Quintela...”. Cuando bajó la mano, vio que Romualdo Campos lo miraba desde el mostrador; le habían sacado la venda del brazo, Se acercó. —Te aviso que el rengo Martínez anduvo preguntando por vos... Los hilos se iban atando; el rengo Martínez era un soplón de la Policía; era indudable que Ezequiel había denunciado sus intenciones al comisario Moreira y éste había ordenado vigilarlo. —Y el comisario, ¿no vino por aquí? —Sí. Ayer estuvo... pero, vos sabés, una vez por semana se hace una pasadita. En ese mismo instante ya era más de una vez por semana: la puerta crujió, entró una corriente de aire frío, y el comisario Moreira, impecable y perfumado, se acercó al mostrador; el patrón corrió, solícito. Del lado de los billares, una carambola discutida produjo discusiones y gritos. —Este lugar se está poniendo muy bullicioso.. . El patrón, por supuesto, estuvo de acuerdo con el comisario; con todo, recurrió a su memoria filosófica: —Déjelos, don Pastor... La juventud se divierte y ríe.. . Total: el día menos pensado suena la campana y chau... —Me voy —dijo Laudelino. Se levantó, pasó delante del mostrador diciendo “Buenos noches” y salió; el comisario afectó no verlo. Después de caminar diez cuadras, como un chispazo llegó la segunda parte de la revelación. Si Quintela era astuto —como él lo reconocía— ¿qué era lo mejor que podía haber hecho? Difundir, con o sin complicidad de Ezequiel, que estaba en tal parte, que estaba en tal otra. Y mientras él lo buscaba por varios sitios, quedarse tranquilamente en su casa, tanto más segura cuanto que nadie sabía donde quedaba. Pero Laudelino había entrado en un vértigo mental, y sentía ya que la anhelada verdad estaba allí mismo, a su lado, en la noche. Quintela necesitaba, por su género de vida, un refugio seguro; una tarde, en el almacén de Peretti había dicho, enigmático y sobrador: “Vivo donde nadie quiere vivir”. Entonces llegó la última partícula de la verdad, que completaba el rompecabezas, la última brizna, que se sumaba al haz problemático pero estimulante. Recordó que una noche en que volvía de Núñez había visto a Quintela doblar furtivamente la esquina de Olleros, hacia la casa abandonada del italiano Fran-chini. “Donde nadie quiere vivir. . Nadie quiere vivir, por supuesto, en una casa que se supone embrujada, donde aparece un fantasma; la casa cuya dueña murió al festejar el primer año de su casamiento. La casa había quedado tal como estaba aquella noche de 1899, con sus muebles, sus brocados, sus cuadros, y hasta la mesita exagonal, con las dos copas del brindis, de pie muy alto, y una botella abierta de “Veuve Clicquot”. Nadie había querido alquilarla ni compraría, y tampoco Franchini lo hubiera aceptado; lo veían a veces en la penumbra del atardecer, contemplando su casa desde lejos, largamente, sin intentar acercarse. Parecía mantener la distancia correcta; más cerca, su dolor sería intolerable; más lejos-, no podría rescatar con precisión algunos agridulces recuerdos. Se levantaba hacia el Este una nube espeluznante: una masa inflada y negra, temible, con bordes cárdenos que se deshacían en hilos de sangre. Parecía inmóvil y sólida, como una cordillera, con su implícita amenaza de catástrofe. Estaba anocheciendo; algunas aves regresaban hacia alguna parte, volando en grupos, como vertiginosas guirnaldas. La última luz del sol caía sobre la desolación de los baldíos, frente a los cuales Lino cruzaba velozmente, sin ruido, sobre las veredas de tierra. Bordeó algunos cercos de plantas oscuras y dormidas y, al llegar a un espacio abierto, divisó el mirador de la casa de Franchini, cuyos vidrios lanzaban reflejos verdeazules. El frío cortaba; se anudó con fuerza su pañuelo blanco en el cuello y apuró la marcha. En ese instante tuvo la sensación de que sus pasos recibían desde lejos una especie de contrapunto o respuesta metódica. Se detuvo y miró hacia atrás; una sombra desapareció detrás de un árbol. Alguien lo seguía, pero la conciencia de su propio empuje aventó la preocupación. La noche era profunda cuando llegó a la zona arbolada que encerraba la taberna de El Vasquito; abandonó la vereda, saltó un cerco chico, y corrió con destreza nictálope entre los troncos, ganando una cuadra. Al salir a la calle Olleros se detuvo, jadeante. El silencio era absoluto; más tranquilo, siguió avanzando con afelpados pasos y cinco minutos después estaba frente a la casa de Franchini: al detenerse, sintió que en otro lugar algo más se detenía, junto con sus pasos, algo que sonó sordo y opaco, como un eco lejano. La quinta de Franchini no era más ancha de media cuadra, pero se prolongaba hacia adentro en un jardín y en una chacra abandonada. Lino sabía que a cien metros de allí había, en el fondo, una verja de plantas y una puerta de palo, que unía la chacra con el jardín. Podía introducirse por ese punto, pero pensó que eso era justamente lo que Quíntela podría suponer que él intentaría, de modo que decidió entrar por el frente. Había una puerta de hierro, ancha y baja, semiabierta y vencida. Entró; hacia él avanzó la desolación de los lugares en ruina, y lo envolvió como una atmósfera. La casa era rectangular, con los lados más angostos hacia el frente y el fondo; los dos pisos de ladrillo rojo mostraban repliegues o curvas simétricas, en una vaga imitación de torres o almenas; el musgo manchaba los muros, como una lepra, y en algunos sitios las enredaderas desprendidas caían sobre las ventanas. En el centro, adelante, se alzaba la torre circular, que culminaba en un mirador que parecía una sombrilla. El jardín se abría en dos brazos y rodeaba la casa, uniéndose luego por detrás. Macizos de hortensias decoraban la parte inferior de las paredes húmedas, protegiendo un mundo de hormigas, ratones y gusanos. Lino sabía que la cochera estaba en el fondo; ese era el mejor refugio para Quíntela. Avanzó dos pasos por el brazo derecho del jardín y se detuvo junto a un yatay: en el tronco surgían, como escamas negras, los restos de pecíolos. Siguió avanzando sin ruido y, al fin, la curva del sendero le permitió divisar la cochera, sobre el cerco del fondo. En ese mismo instante sintió un ruido acompasado y sordo, como el golpe frío del metal en la tierra blanda. Con suavidad se adelantó y pudo ver a Quin-tela de espaldas, a unos metros del tronco de un álamo, encorvado, clavando una pala en la tierra. No había viento y sentía hasta el rumor de su respiración agitada. Con instintivo impulso tocó el puñal en la sisa del chaleco; pero no lo iba a matar por atrás. Dio dos pasos más y pisó una rama. El otro se irguió bruscamente en toda su altura y delgadez, con la pala en la mano, y se volvió. No era Quintela; era su hermano Ezequiel. Los dos hermanos se miraron con asombro; Lino, después de un rato, avanzó y se detuvo estupefacto. A un lado de Ezequiel, medio hundido en el yuyal amarillento, yacía el cuerpo de un hombre, boca arriba. Tenía una barba desconocida, de varios días, y era Pascual Quintela; un tenue rumor acompasado, quizá el paso rápido de un gato, llegó hasta ellos. —¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Lino, cuando pudo hablar. Ezequiel miró hacia un lado, rápidamente, y luego dijo, con voz todavía agitada: —Lo maté... —¿Por qué? —silbó el otro con rencor— ¿Por qué tenía que meterse en esto? Ezequiel vaciló, como si no encontrara la expresión adecuada. —Perdóneme —afirmó, después de un instante—. Me dijeron que este canalla se iba a escapar. Además yo no sabía cuándo iba a salir usted. .. Me dijo Romualdo que tenía para un año. Quizá cuando saliera se habría ablandado, olvidado, y... éste —lo señaló como si fuera un mueble o una bolsa de papas— se quedaba sin castigo. Lo encontré aquí, la noche antes de que usted saliera. Ahora quería enterrarlo, para que no lo encontrara usted... ni el comisario... Lino levantó la vista del cadáver y comentó, con incrédulo reproche: —Así que usted pensó que yo me ablandaría... Y se creyó el vengador de la familia... Entonces, en un suspiro de la brisa llegó hasta ellos un familiar perfume de peluquería; las hojas se agitaron levemente y se oyó un crujido de goznes herrumbrados. La cerca de palo se abrió y el comisario Moreira, aplomado, impecable, de traje oscuro y chaleco blanco, con el bigote enhiesto y negro que destacaba la blancura del ancho rostro, avanzó casi sin ruido. Ezequiel lo miró cuando llegó a su lado y dijo: —Usted ha oído, don Pastor... Yo maté a Quíntela. . . Don Pastor Moreira lo miró un instante; luego sonrió, como para sí mismo, y preguntó con tono cansado: —Decime, Ezequiel, ¿dónde estabas vos cuando mataron a Pascual Quíntela? 0O0 —De modo que el comisario mintió. . . —dijo don Pablo Laborde, mientras sostenía, entre el pulgar y el índice, el papel de arroz, en tanto que con la derecha inclinaba la bolsita de cuero para hacer caer el tabaco; observé que me miraba de vez en cuando con ligera ironía, como si estudiara mis reacciones. —¿Cuándo? ¿Allí, en la quinta, cuando preguntó a Ezequiel dónde había estado? —No —repuso—. Después. En ese momento el que mentía era Ezequiel. Yo había leído ya “Las vírgenes de Siracusa”, “El amigo Fritz”, “Los hombres lobos”... La vida convencional, la vida real, irreversible y afligente, estaba aún lejos; mejor aún, lo maravilloso estaba tan cerca que ya era convencional. Los dolores eran "escasos y transitorios y, como amplia compensación, había algunas personas admirables cuyas palabras deshilvanaban las mallas de lo desconocido. Uno de esos oráculos era mi padrino. Sabía encauzar un relato y dar la respuesta apropiada e irónica; sabía mostrar el revés del tapiz. Muchas veces me había hablado del comisario Moreira, cuyo estilo, enigmático y bonachón, era, sin duda, el suyo propio. Esa mañana yo había leído la noticia en el diario: el comisario Pastor Moreira había muerto, jubilado y ya anciano. Yo había salido del cine A.B.C. y cruzado la calle Pueyrredón para buscar a don Pablo en lo de Moglia. Don Pablo llamó al mozo. —Traeme una media botella de Apollinaris. Comprendí que para que continuara su relato no tenía que impacientarlo; él gozaba intrigándome el mayor tiempo posible, y yo había terminado por adaptarme a esa modalidad. Me hice el desentendido y pregunté: —¿No vino Lagostini? —¿Para qué? Es mejor estar solo que con ese sinapismo. . . —Luego miró la mesa con exagerado asombro y me preguntó—: ¿Cómo? ¿No has pedido nada? Hacía veinte minutos que quería pedir algo, pero él no me lo había ofrecido. —Ayer cumplí dieciséis años —repuse—; me parece que ya puedo abandonar la horchata. . . —Por supuesto —me disparó—: Ahora podés dedicarte a la granadina. Sus ojos grises se achicaron en la sonrisa, y sus labios se curvaron, conteniendo la burla. —Qué raro.. . Usted, tomando agua mineral.. . —Me arruinaron anoche el estómago, con bebida dulce. . . —¿Estuvo en el velorio? Me miró con seriedad. —Por supuesto. Cómo crees que iba a faltar. . . Se hizo un silencio. Después yo comenté: —Pobre don Pastor. . . Qué raro que no progresara, un hombre como él. ., —Es claro; como era muy simpático. . . Levantó las cejas y me miró con indiferencia. —No entiendo. —Digo que no progresó porque era simpático.. . —continuó, mientras bajo sus bigotes caídos y amarillentos afloraba una sonrisa. —Sigo sin entender. —Los que más progresan son los tipos chinches y antipáticos. Para sacárnoslos de encima, para no verlos, les damos recomendaciones, les deseamos un brillante porvenir lejos de nosotros, esperamos que lleguen a ministros y nunca nos reciban; entonces, cuando pasamos seis meses sin verlos, los olvidamos y vuelven a ser simpáticos para nosotros, y ellos han conseguido lo que querían. Un instante después insistí: —Usted había empezado a contarme el asunto de los hermanos Pourtalé. . . ¿porque me dijo que el comisario mintió? Acercó el fósforo ai cigarrillo y me miró, mientras aspiraba el humo. —Esperá un poco. . . El asunto fue bastante complicado. Resulta que Pascual Quíntela, después de la muerte de la Carmen, había desaparecido. Los mellizos Altolaguirre, que eran muy influyentes, hicieron un lío bárbaro, pidieron una investigación, hablaron al coronel Bafico, y qué sé yo cuántas cosas más. . . —El comisario se vió obligado a intervenir. . . —No creo que tuviera muchas ganas, porque Quíntela era un bandido, pero había que aplacar a los mellizos. . . —¿Don Pastor sospechaba de alguien? —Por supuesto. . . Sospechaba de Lino. . . —¡Pero Lino había estado encerrado en la comisaría! —No todo el tiempo. La noche del velorio de la Carmen, el comisario permitió a Lino que concurriera, y él mismo lo llevó, y a la madrugada fue a buscarlo. Al día siguiente, el rengo Martínez le sopló que Lino había saltado esa noche por los fondos y había vuelto después de dos horas. —Había estado buscando a Quíntela. . . —opiné, con obvia deducción, pero don Pablo no me escuchó. —Ahora bien; al comisario se le ocurrió que para saber el paradero de la presunta víctima lo mejor era seguir al presunto victimario. Si aún no lo había ultimado, él mismo lo llevaría a su guarida; y si ya había cumplido su venganza, igual lo conduciría, por aquello de que el criminal vuelve al lugar del hecho. Cuando yo le pedí la libertad de Lino, me lo entregó, pero tendió sus redes. Siguió a Lino por todas partes, requirió informes, pidió que lo vigilaran. La noche en que Lino fue en busca de Quíntela, lo siguió con bastante dificultad, pero al fin sospechó que el hombre se dirigía a la quinta de Franchini. Dio un rodeo, se acercó por la chacra y caminó hasta el muro que separaba aquélla del jardín. Llegó cuando Lino increpaba a Ezequiel y escuchó, la confesión de éste. Pero pensó que Ezequiel se había dado cuenta de que él escuchaba, y estaba mintiendo para salvar a su hermano. Los detuvo a los dos y los interrogó. Resultó indudable que Ezequiel había matado a Quintela y ahí fue cuando... —Cuando el comisario mintió. . . —Claro. Quíntela era un bandido. Para acallar a los Altolaguirre al comisario le bastaba haber investigado, y haber encontrado el cadáver, agregando alguna explicación verosímil. Dijo a Bafico que Ezequiel había confesado porque pensaba que Lino era culpable y que éste tampoco lo era. Y el asunto se olvidó. . . Me quedé un rato en silencio, mientras el murmullo de las conversaciones y el humo llenaban el vasto salón de la confitería de Moglia. De pronto salí de mi abstracción. —Pero usted dijo que Ezequiel también había mentido. . . -Sí. —Pero, entonces, ¿él no mató a Quintela? —Mintió sobre el móvil. —¿Sobre el móvil? ¿Por qué? —Por respeto. Por respeto y admiración a su hermano. . . Y también por vergüenza. —Si no habla más claro. . . —Don Pastor al principio se confundió. Pero después empezó a pensar en la rareza del asunto. ¿Desde cuándo un hombre como Lino, el más guapo del barrio, iba a necesitar que alguien lo ayudara en la venganza? ¿Desde cuándo corría peligro de olvidar la afrenta, con menos de un año o con más de un año de cárcel? La explicación de Ezequiel era insostenible; era algo que había improvisado en ese instante, sorprendido por Lino frente al cadáver y quizá sin nada maduro aún en la cabeza, por si el asunto se presentaba... Pero, no salió mal del paso, ¿eh... ? —Pero usted dijo que... —Sí. Los hermanos eran diferentes y parecidos. Las ambiciones del francés Alejo Pourtalé habían reverdecido en su hijo Ezequiel, que quería tener un empleo, y yo se lo conseguí después en la Policía, quería progresar, ser respetable; pero también la parte criolla, la pasión y el incendio circulaban por sus venas. Admiraba a Lino como hombre, y desde chico había querido merecer su estima; hubiera dado cualquier cosa por no perderla. Por eso, cuando la pasión lo dominó, cuando mató a Quintela por propia venganza, inventó algo, cualquier cosa, con tal de que Lino no sospechara que, aunque fuera con el pensamiento, él le había faltado, enamorándose de la Carmen. |
cuento de Manuel Peyrou
Publicado, originalmente, en: La Biblioteca Tomo IX Segunda Época Nº 4. Marzo de 1960
Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno de la República Argentina
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Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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