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Del arroyo, para este lado cuento de Manuel Peyrou |
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La yegüita ruana, con el cuello tenso y la crin flameante como una bandera, dobló velozmente la curva y entró en el camino de tierra; a cada golpe de sus cascos saltaban densos puñados de polvo, que muy pronto se esparcían y formaban una nube ancha y gris detrás del sulky. Don Pablo S. Laborde —me lo contó muchos años después del suceso— miró rápidamente hacia atrás y se felicitó de que se formara esa nube, porque además de nube era una cortina. La causa de su inquietud era seria, y tanto más seria cuanto indefinida. ¿Qué pretendían sus perseguidores, caballeros de Buenos Aires a quienes sólo había visto dos o tres veces en los tribunales? La causa de su inquietud se volvía menos indefinida cuando pensaba en que los caballeros eran cinco, y que acababan de perder un importante pleito. Los dos factores reunidos podían hacer que esos mozos —eran jóvenes— olvidaran el quinto mandamiento. Él no temía por su vida, por supuesto, sino por los quinientos mil pesos —dinero de 1911— que llevaba en un paquete y que no le pertenecían. Los hombres del automóvil eran los hijos naturales de don Odilón Martínez y el juez había fallado en su contra; ahora el molino y las dos estancias pasaban a doña Luz Iparraguírre, esposa de don Odilón. Y también ese dinero del paquete, producto de la venta de una fracción del campo, debía ser entregado a la viuda. Al pasar frente al club Social, cuando iba en busca del sulky, los había visto conversar entre ellos misteriosamente; luego al cruzar la calle Nación, había visto que lo seguían en el largo De Dion Bouton amarillo, que el viejo Martínez trajera de París en 1907. Podía haber emprendido la vuelta, regresado al club, y enviado un mensajero a doña Luz, avisándole que tenía el dinero a su disposición. Decidió seguir; pero decidió seguir porque al mismo tiempo había resuelto engañarlos. Una de las estancias de Martínez, la del norte, era un triángulo ligeramente irregular, cuyo vértice más agudo tocaba el camino de Ramallo; la tierra de “Los Paraísos", en cambio, con el molino y las chacras arrendadas a colonos italianos, se extendían en una larga franja frente al río, a media legua del arroyo del Medio. Dobló, pues, hacia el sur, para hacer creer a sus perseguidores que se dirigía a Ramallo; dobló luego varias veces más, en calles arboladas y solitarias, y de pronto tomó resueltamente hacia el norte, hacia el molino “Los Paraísos”, donde en verdad lo esperaba doña Luz Iparraguírre. Ahora, corría por el camino de tierra, entre la doble fila de plátanos y la yegüita trotaba que daba gusto; no había tenido que usar el látigo ni una sola vez. A su derecha, y hacia atrás, el sol caía, redondo y dorado como una libra esterlina (en aquellos tiempos un criollo podía pensar en libras esterlinas y hasta verlas); los campos se teñían suavemente de sombra y sobre las copas de los árboles, por el lado de Empalme, se alzaba unas nubes compactas, de bordes cárdenos y rosados. Mientras sostenía las riendas con la izquierda, muy flojamente, para no molestar a la yegua, pensaba en los extraños sucesos ocurridos en los últimos tiempos. Un hombre culto y respetado mata a su mujer y la entierra en el patio de su casa; durante meses recibe con afecto y tranquilidad a sus amigos, tomando mate en una silla petisa, colocada exactamente en el lugar donde yace el cuerpo. Y cuando por fin las habladurías movilizan al juez y a la policía, él permanece sentado, con el mate en la mano y la pava aun lado, como si de ese modo pudiera impedir las excavaciones que avanzan desde el jardín y ya llegan al patio. ¿Y la joven dulce —casi una mosquita muerta— que un día alza el vuelo v aterriza en Francia, donde se convierte al cabo de un tiempo en una gran actriz? El mundo está loco, pensó don Pablo. Precisamente, una de las formas de ese trastorno es una especie de tonta cordura, que supone normales a las personas normales, y siempre anormales a las que en alguna ocasión se desviaron aunque mínimamente de lo admitido por las convenciones. Ahí estaba precisamente el caso de ese pobre viejo, chivo emisario de cuanta ratería, barbijo o muerte violenta se registraba en los alrededores. El mejor ejemplo era el caso de Lina di Marzo; la desdichada, esposa de un chacarero, había sido muerta con fines de robo. Sólo porque en los alrededores fue visto un cebruno claro, parecido al de Don Guillermo, el pobre viejo debió resignarse a cerca de dos años de cárcel, hasta que se comprobó su inocencia. El repique del animal era isócrono y su ritmo no disminuía; las varas vibraban y las ruedas mordían la tierra con un interminable sonido de tela de hilo desgarrada. Hacia el norte la barrera de nubes se había coloreado del todo, mientras recibía los últimos rayos del sol. En ese momento, sobre la trepidación del sulky, don Pablo percibió un rumor distinto, un rumor parecido al que en Mendoza había escuchado cuando se acercaba un temblor de tierra. No era un temblor, sino el De Dion Bouton de Martínez. Giró el rostro, pero no pudo distinguir a sus perseguidores; la nube de polvo era ahora una cortina rojiza. Comprendió que aunque no disminuyera su marcha podrían alcanzarlo en cuatro o cinco minutos más, y un instante después distinguió a un lado del camino los techos bajos y grises del almacén de Marcos Leoni. Vio que en los postes de la entrada había tres caballos, y le pareció que uno de ellos era el cebruno de don Guillermo. En un segundo concibió un plan, o, mejor dicho, modificó su plan. Se detendría en el almacén y tomaría una botella de cerveza. Suavemente tiró de las riendas, hasta que la yegüita se puso al tranco, luego tiró un poco más de la rienda izquierda, salió del camino y detuvo el sulky. Entonces sintió, ya muy próximo, el ruido del motor. Bajó los dos escalones de madera y dio las buenas tardes; hubo una respuesta general y don Guillermo, que estaba contra el corto mostrador de madera oscura, mirando hacia la pequeña ventana, completó el saludo tocándose con dos dedos el ala del chambergo negro. Luego siguió mirando distraídamente la ventanita rectangular. Detrás del mostrador chirrió una puerta baja e inclinándose para pasar por ella apareció Marcos Leoni; era uno de esos hombres enjutos, de gran estatura, cabeza chica y hombros angostos, que más que altos parecen alargados. —Buenas tardes, don Pablo —dijo, mientras pasaba convencionalmente un trapo sobre el mostrador—. ¿A qué se debe la novedad? Usted casi nunca se digna detenerse aquí... —Cuando voy para “Los Paraísos”, casi siempre —repuso Laborde. Se sintió el jadeo decreciente de un motor; luego el motor se detuvo y sonaron pasos múltiples y pesados. La puerta se abrió y empezaron a entrar los hermanos Martínez. Bien pronto tuvo don Pablo la sutil impresión de que se había invertido el clásico papel del pajuerano en Buenos Aires. Éstos eran hombres de Buenos Aires y no estaban del todo cómodos en ese almacén de campo. Por lo pronto simularon no conocerlo, a pesar de que se habían visto dos o tres veces en los tribunales, durante el juicio; luego de sentarse pidieron whisky, atrayendo una mirada curiosa de don Guillermo, que en seguida se distrajo y continuó mirando hacia la ventanita. Laborde lo miró. Era bajo, más bien fornido, de facciones regulares y ojos grises; un poblado bigote entrecano le caía sobre las comisuras de los labios. —¿Se va a servir otra botella? —preguntó Marcos Leoni, al ver que don Pablo se servía el resto. —No —repuso don Pablo—. Deme una “Llave”. Está aumentando el frío... Al llegar había puesto el paquete con el dinero sobre el mostrador; vio que el piolín con que lo había atado estaba flojo. Lo desató, separó el papel, apretó entre sí los fajos de billetes y anudó nuevamente el hilo. Notó que don Guillermo, bajando los ojos, había visto los billetes. Don Pablo conocía la fama de los hijos de Martínez. Pertenecían a una de las patotas más celebradas del momento y sus hazañas se contaban con una mezcla de temor y envidia. Ellos eran los que en el último 25 de Mayo habían disputado una carrera de coches de plaza en la calle Florida, entre la avenida y Charcas, ida y vuelta, con un saldo de catorce peatones atropellados y contusos. Paraban en el café El Americano, en la cortada de Carabelas, y desde allí salían a cometer lo que alguien calificó de "simpáticas indiadas”. Una noche, después del partido entre Alumni y Belgrano, Faustino Martínez —el más fuerte de los cinco— había apostado champagne para todo el mundo a que llevaba desnuda sobre una bandeja a la francesa Renée, fausse maigre de cincuenta kilos, y a que daba con ella la vuelta a la manzana. Ganó la apuesta. El menor, Juan Carlos, había cumplido tres años en el Colegio Militar, pero lo expulsaron por arrojar un tintero a la cabeza del general Capdevila. También habían elegido para sus hazañas algunos escenarios europeos. Los diarios de París del año último —don Pablo los había leído en el club— relataban el extraño caso del yate fantasma. Era un barco de bandera francesa que durante dos noches había bombardeado con un cañoncito minúsculo (o revólver gigantesco, según se prefiera) un puerto militar italiano. La bandera francesa había sido identificada; los estudiantes declararon la huelga, con un fervor patriótico que no debe ser confundido con su natural propensión al ausentismo; Il Corriere de la Mattina pidió la declaración de guerra y la ocupación de Marsella y de Niza; los diputados, en corporación, solicitaron al rey que les permitiera morir por Italia. Las tropas fueron movilizadas, sometiéndolas a un duro ejercicio de marchas, contramarchas y evoluciones, no se sabe si para capacitarlas para el avance o adiestrarlas en el retroceso. Entonces, cuando la opinión pública empezaba a conmoverse, llegó la noticia de que un yate italiano, perfectamente identificado, había lanzado sobre Barcelona algunos balines de un cañoncito casi afónico. Dos gasolineras —así las llamaban— de la prefecturas abordaron al yate y se descubrió el pastel. Sus tripulantes eran Napoleón Pérez Marenco y los hermanos Martínez. Éstos habían convencido a Pérez Marenco de que usara un uniforme de almirante, azul celeste con bicornio de terciopelo negro, y ellos, por su parte, utilizaban alternadamente varios juegos de uniformes de varias potencias europeas. Pérez Marenco era un sauvage famoso; había recibido el espaldarazo de nadie menos que M. Cochet, presidente del directorio de las fábricas de Sevres. “El arte de la porcelana debe su progreso —había dicho— a esos denodados amigos de Francia que, como M. Pérez Marenco, rompen melódicamente todas las noches la vajilla de los restaurantes, lo que produce la necesidad de su reposición y la creación de nuevos modelos más atractivos y más fácilmente pulverizables." Don Marcos Leoni limpió con un repasador de bordes rojos cinco vasos chatos, de vidrio grueso, y los fue colocando sobre el mostrador; luego bajó una botella de Dewar etiqueta azul y colocó los vasos y la botella sobre una bandeja grande. Dio la vuelta al mostrador y recogió la bandeja, que llevó con cuidado, caminando con ligera inclinación, hasta la mesa ante la que estaban los Martínez. Luego volvió, pasó nuevamente detrás del mostrador, y sirvió la “Llave” que don Pablo había pedido. —Salud —dijo. —Sírvale una copa a don Guillermo. Con la botella en la mano, don Marcos Leoni miró como si no entendiera y luego giró el rostro, examinando a don Guillermo, a la espera de su asentimiento. Don Guillermo miró a Laborde, luego su vista pasó del paquete de dinero a la mesa donde los Martínez conversaban en voz baja y volvió al rostro de don Pablo, clavándose en sus ojos. —Por mí no se moleste... —Hágame el favor, don Guillermo. . . Acépteme una copa. . . —Si usted insiste... Don Marcos sirvió las copas y luego sirvió dos vueltas más. Entonces ocurrieron dos o tres cosas extrañas; la primera fue que a Laborde pareció caerle mal la mezcla de cerveza y ginebra, a pesar de ser ésta una combinación saludable, aconsejada por los bebedores. Alzó el diapasón de la voz a llamó una o dos veces a don Guillermo por su sobrenombre. Éste era un detalle muy cuidado por los interlocutores del viejo criollo, que conocían mención de un insecto himenóptero, con el aditamento redundante de un color, no pareció molestarlo esta vez; produjo, en cambio, un diálogo poco inteligible, en el que parecía haber algo que sólo ellos entendían. Empezó cuando Laborde se disculpó por haber mencionado el insecto por segunda vez. —Perdóneme... Es la costumbre de oír a la gente... Don Guillermo se secó con el pañuelo el bigote mojado en ginebra y repuso: —No es nada. Pero yo creo que dos veces es suficiente. Salvo que la gente sea muy dura de oídos... —Sí. Yo creo que es suficiente. Después empezaron a hablar del campo y de una tropilla que don Guillermo había traído de Santa Fe, consignada a doña Luz Iparraguirre. Hablaron del pelo, aguante y estado de nutrición de los animales, hasta que el tema murió de consunción; el rectángulo de la ventana se oscureció; había llegado la noche, o la tormenta, o las dos al mismo tiempo. Don Pablo pidió una nueva ginebra y miró hacia la mesa de los hermanos Martínez, que seguían cuchicheando en su rincón. Entonces ocurrió algo que desconcertó a Laborde. Don Guillermo dijo que era tarde, se despidió y salió. Volvemos a fojas uno, pensó mi padrino. La salida del viejo criollo pareció despejarlo y su voz, que hasta un momento antes había sido ligeramente aguardentosa, se hizo nítida cuando se volvió hacia don Marcos Y le pidió que le sirviera otra copa y le cortara un poco de salame. —Del picado grueso, por favor... Leoni, que ya se había asombrado de que Laborde se mareara con una cerveza y tres ginebras, se asombró otra vez de que el mareo se borrara repentinamente. Sirvió la copa y se quedó mirándolo. —Disculpe, don Pablo, pero hace un rato... no sé cómo decirle... —Diga nomás... —Discúlpeme... Me causó mala impresión... Era la primera vez que lo veía medio “chispeao”... Don Pablo tomó un sorbo, dejó el vaso sobre el mostrador y sacó su pañuelo; se secó los labios apartando las guías del bigote hacia un lado y otro, y sonrió. —¿Yo? —preguntó con malicia—. ¿Cuándo? Era demasiado para don Marcos; dejó la botella en el estante y se volvió. —No sé... —se pasó la mano por la frente—. Debo andar mal... se me ocurren cosas y después resulta que no ha pasado nada... Creo que voy a hacerme revisar. Un chaparrón cayó sobre el techo como un redoble de diminutos tambores. —Empieza a llover —dijo don Pablo—. Voy a levantar la capota. —¿Quiere entrar el sulky al galponcito? Quizá la yegüita... —No. Está acostumbrada al agua... Salió a la fría oscuridad, y en un instante levantó la capota y dio vuelta los cojines de hule. Cuando regresó, los Martínez parecían haberse resignado a quedarse y estaban pidiendo comida. —Tengo asado frío y pieles —dijo don Marcos. —Venga —respondieron al unísono tres de los Martínez, mientras los otros dos no hablaban porque tenían las bocas llenas de galleta marinera. Don Marcos abrió la puerta de alambre tejido de la fiambrera y sacó el asado; después de un instante de silencio, la lluvia empezó a martillar nuevamente el techo. Leoni depositó la fuente sobre el mostrador, tomó el cuchillo largo y la chaira y comenzó una especie de rápido y chirriante visteo. Luego cortó con cuidado una docena de lonjas y las colocó en una fuente enlozada, rodeándolas de pieles. Con su modo inclinado, como en permanente reverencia, salió de atrás del mostrador y marchó hacia la mesa de los Martínez. Sobre el repique de la lluvia, que ahora era más suave, se sintió un galope que se acercaba; un instante después se abrió la puerta y apareció don Guillermo. Mi padrino, que tenía un trozo de pan en la mano y estaba llevándolo a la boca, estuvo a punto de dejarlo caer. Sonrió para sus adentros; por lo menos, una vez en esa noche la sorpresa era agradable. Don Guillermo sacó la manta que se había echado sobre los hombros y la sacudió. —Pensé que me iba a empapar antes de llegar a las casas y decidí volver —dijo don Guillermo—. Ya no estoy para estas cosas —agregó, con una risita. —Si espera que termine este salame —dijo Laborde—, yo lo puedo acercar con el sulky. El otro lo miró con sus ojos grises, pestañeando con leve malicia y mientras doblaba la manta y se acercaba, repuso: —No hace falta. Ya que usted va a “Los Paraísos" yo puedo acompañarlo. No será la primera noche que paso allí... Mi padrino terminó de comer e invitó a don Guillermo a salir; ataron el cebruno a la parte trasera del sulky, y partieron. Los Martínez se quedaron en el almacén, indecisos. oOo Lagostini había alquilado un escritorio en la calle Bartolomé Mitre, a media cuadra de Junín. Era una vieja casa de dos plantas, con un extenso patio interior y una baranda de fierro a todo lo largo del corredor del primer piso; estaban allí mezclados los escritorios y los domicilios particulares, y sogas y alambres cruzaban el patio a media altura, sosteniendo camisas, medías, camisetas y otras prendas interiores. Lagostini se había casado a principios de mes, después de un noviazgo de diez años, y estaba allí, tomando mate, frente al flamante escritorio ministro, adquirido con un préstamo de su suegro. Había tormenta y las ráfagas encajonadas silbaban en el patio haciendo volar la ropa; en la pieza de enfrente alguien puso en movimiento un fonógrafo y la melodía de un tango cruzó el patio, mezclándose con el aire revuelto y venciendo al viento, como un viento mejor organizado. —“Entrada prohibida” —dije—, lindo tango... Lagostini canturreó: —"De "L’Abbaye” la espiantaron, y la razón no le dieron...” —¿Usted, estuvo por ahí...? —¿Dónde? ¿En "L’Abbaye”? -hizo un gesto de asentimiento-. Algunas veces... No me gusta el ambiente. —Un amigo del colegio — Anglada, hijo de un millonario— va todos los sábados... Lagostini dejó el mate sobre el escritorio. —¡Qué juventud! —dijo, con acento de reproche. Pero el reproche se disolvió y sus ojos brillaban ya de envidia, porque siempre había sido pobre y no había podido permitirse esos lujos, cuando agregó—: ¿Cómo hace para ir? —Tiene mucho dinero. Fíjese que a la hora de almorzar, el padre, que es viudo, lleva siempre una orquesta clásica a la casa. .. Almuerzan solos, con música... —Estarán podridos en plata. .. —comentó, pensativo. —Me contó Anglada que el sábado se encontró allí con los aviadores de la misión francesa. .. Estaban Fonck, Guillón y no sé cuántos más. . . Todos silbaban “Entrada prohibida” y decían que es el tango más lindo que han oído... —Qué raro venir de París para meterse en un cabaret de Buenos Aires... Allá habrá mejores. .. —Querrían ver cómo son aquí... —comenté, filosóficamente. Se oyeron pasos lentos en el corredor, los pasos de don Pablo, suaves pero ligeramente chirriantes, como producidos por una suela liviana, que participara a un tiempo de las condiciones del botín y de la zapatilla; un instante después apareció bajo el dintel, con su traje marrón de tela peluda, que le quedaba holgado. Traía en la mano un chambergo negro de alas más bien anchas. Lagostini se levantó y acercó un banquito esterillado. —Discúlpeme, don Pablo... No tengo más que este banquito. Después de pagar el escritorio me quedé más pelado que un bacaray. .. —Por lo menos tenés un local... —dijo don Pablo, sentándose y sacando el pañuelo, con el que se secó la frente. —Si fuera sólo eso —dijo Lagostini—. Éste es un negocio complicado; todo el mundo me quiere embromar... —Si no tenés buena uña, no te metás a pelar matambre. .. —aconsejó don Pablo. —Sí. .. tiene razón. Sin embargo, yo creo que en todo es cuestión de empezar. Ya tengo treinta años y algo tenía que hacer. . . Yo miré el chambergo que mi padrino había dejado sobre el escritorio; él reparó en ello y me dijo: —¿Está bueno, no? El otro día, revolviendo cajones, encontré este viejo Stetson de mi padre; le hice cambiar el tafilete y ha quedado como nuevo... —Se miró los botines con elástico y agregó, dirigiéndose a Lagostini—: ¿No tenés una franela? Se me han llenado de tierra. —¿Dónde anduvo? —pregunté—. Hace tres días que lo ando buscando. .. —Vengo del Rosario. ¿No sabés que se murió misia Luz Iparraguirre? Yo no lo sabía. —Lo que me acuerdo es que usted fue apoderado de ella hace muchos años. .. —Si —miró hacia el techo, como si así fuera más fácil hacer el cálculo del tiempo—; hace como diez años. . . —Fue cuando usted tuvo miedo —dije, con una sonrisa. —¿Miedo? No me acuerdo... — Usted me contó algo sobre la yegüita ruana y el viaje al molino de Iparraguirre, con los quinientos mil pesos de la venta del campo. ¿Por qué volvió don Guillermo aquella noche de lluvia? —¿Me vas a dar un mate o no? —preguntó don Pablo a Lagostini. Luego volvió el rostro v me dijo—: Primero hay que averiguar por qué se fue... —Sí; ¿por qué se fue? Lagostini se acercó con una franela en la mano y el mate en la otra; mi padrino tomó la franela, la pasó por un botín, luego por el otro y luego aceptó el mate. Dio una chupada, lo encontró a su gusto y me miró: —Se fue porque sospechó que algo iba a pasar allí y estaba acostumbrado a que le echaran la culpa de todo. ¿No acababa de estar dos años en la cárcel por un crimen que no había cometido? Pero después de andar un rato comprendió que aunque estuviera ausente le iban a echar la culpa de lo que ocurriera. Y entonces resolvió impedir que ocurriera algo. De modo que volvió, y dijo que no quería empaparse antes de llegar a las casas. ¡Imagínate, don Guillermo, tener miedo de la lluvia! Yo me alegré, porque me di cuenta de que había entendido mis indirectas. . . —¿Indirectas? Claro.. Hacerme el mareado con la ginebra, hablar fuerte, llamarlo por su apodo, para que los Martínez lo reconocieran... —Pero era un hombre viejo... Ellos eran cinco y además jóvenes. . . —Sí. Pero eran de la ciudad y tenían el mate lleno de la fama de don Guillermo, y habían oído todos los cuentos sobre él, los verdaderos y los falsos, la vez que enfrentó a cuarenta hombres de la policía, lo que era la verdad, y la vez que robó toda la hacienda de los Molinas, lo que era mentira. De modo que aceptaron la historia tal como yo la presenté: el administrador de estancia que llevando un dinero se emborracha; el famoso bandido cantado por los novelistas populares que al ver a un borracho con dinero se ofrece para acompañarlo, con el explicable propósito de darle dos a tres golpes y quitárselo. Por otra parte, ellos eran cinco, pero una cosa era amenazarme a mí en despoblado y hacerme entregar el paquete y otra trabarse en pelea con alguien que, según ellos creían, y razón no les faltaba, era una luz para el cuchillo y el revólver. —Realmente —opiné— se me hace difícil pensar que usted necesitara ayuda... —Nunca hay que pensar que uno no necesita ayuda —repuso—. Y yo casi nunca la necesité, en esos tiempos. Además, tenía en el cinto, como siempre, mi Smith-Wesson caño largo. Pero pensé que no podía empezar a los tiros por el solo hecho de que esos mozos se acercaran. Y si no empezaba a los tiros, una vez que se acercaran podían entre cinco impedir que me defendiera. De modo que no era cuestión de miedo, sino de precaución. Yo tenía que entregar el paquete a doña Luz.. . —¿Y él se dio cuenta de que usted le pedía ayuda? —Creo que sí. Por algo dijo, cuando lo llamé por el sobrenombre, “Me parece que con dos veces es suficiente, salvo que la gente sea dura de oídos...” —De modo que todo fue una cuestión de ser y de no ser, de parecer algo menos o algo más de lo que se es.. . —dije, masticando con aplicación la frase. —No; fue cuestión de creer en la leyenda. Yo creí en ella y también los cinco hermanos Martínez. Pero lo bueno, lo que me salvó, fue que también Hormiga Negra creyera. |
cuento de Manuel Peyrou
Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm. 24 / 25 Marzo-abril-mayo-junio de 1960
Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-24-25/
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.
Ver, además:
Manuel Peyrou en Letras Uruguay:
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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