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Porque no sé estar sin
silencios y sin palabras.
Porque lagrimeando me mojo fabulosamente en la esperanza.
Porque en las catacumbas dibujo el Pez para que me reconozcan,
mientras algún hermano toca el salterio
para mí.
Porque me acuna un aleteo de palomas hasta dormirme
con otra visión del éxodo.
Porque tiembla la tierra que todavía no ha sido iluminada.
Porque echo mano del amor carnal y así siento
que no se me pudre lo divino.
Porque la muerte pasa tostándome la vida.
Porque sólo intento ser un amanuense que sortea
esos caminos trillados.
Porque en Castilla tengo mi alto domicilio, mi tablero
de orientaciones y la roja cruz de mi
bautizo.
Porque mis oraciones no contaminan el lomo inquieto del aire.
Porque nada es tabú si tengo la virtud de vaciarme de impotencias.
Porque cuando me toca observar, dejo que el lenguaje pase de largo.
Porque soy otro río desordenado que derrama sus aguas
sobre las sandalias polvorientas de todo
samaritano.
Porque en mi copa no escasea la dulce savia de las premoniciones.
Porque descreo de la estatura de los poderosos.
Porque sólo soy un hombre tratando de decir que el milagro
de un beso me ha resucitado.
Porque descanso entre músicas densas que resisten cualquier chillido.
Porque huyen de mí los murmuradores.
Porque siempre me encomiendo al siempre silencioso.
Porque desde niño me enseñaron a tener paciencia.
Porque un sediento colibrí se me aparece en el vaivén de los sueños.
Porque protesto de los que se rodean de muros.
Porque como amo tanto a la hermosa mía, procuro que nuestras
almas se mezclen de amor amante.
Por la sumatoria de estos porqués
reconozco que el silencio no me asusta,
pues de mi fe brota una alegría que asfixia a las estatuas,
haciendo que broten abrazo gratis que los despliego hacia los demás
en esta noche invernal que mucho brilla para mí.
Diálogo con Juan de la Cruz (Homenaje en Ávila, 2010)
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