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III
Señoréate en mí, Hijo cuyas señales me cristianizan;
y condéname a cadena perpetua si veo y enmudezco,
si oigo fogosas soberbias y el interés me compra,
me vende, me prostituye sin desmayo, cautivo del lujo
procesionante, embotado hasta hacerme el dormido
que religiosamente cumplió con su cuota de aleluyas.
Ábreme tu silencio para recogerte la sangre resistente
y cantar un salmo desconocido por el mísero pesebre
que sigue abrigando tu larga misión a la intemperie,
misión mía y de cualquier hermano humanísimo
que atisbe el otro lado del vientre de los necesitados,
gargantas ubicuas apurándose a tragar restos del festín
de quienes delictuosamente dicen ignorar tus hechos.
VI
Rebélate como en el templo de las opacas ofrendas;
rebélate hasta pesarnos en tu balanza fiel y decisiva.
Los niños muriéndose de hambre: esto no puede ser;
o sí, porque muchos doblan el bien en pos del exceso:
olvidan que los niños se encargan de masajear tu corazón
y darle eternidad con su corazón inocente en todo lugar
del reino que nos gana, que nos vuelve, que nos entra
en este día sin niebla negra pero con grandes flores celestes.
Tú me miras cuando median los vencidos: quedábanse
en mis pulmones con sus brazos abiertos, oxigenándome
mientras pernoctaban contigo y conmigo a la intemperie.
Acostándome en la cuerda floja estoy, con mi discurso
desangrado por la abundancia del caos: preciso ser humilde.
IX
Compréndeme, galileo hermano, en cada paso gestante
que doy por este continente aconteciéndome en la espalda,
en mis dos corazones bisnietos de Belén a cuyo fondo voy,
tocando puertas sin consignas, encendiendo candelabros
para que otra vez sea posible verte en un amanecer amarillo.
Te reconozco y te saludo debajo del polvo: leo el pasado
de tus reducidas posesiones. Yo, extranjero muy próximo,
acampo en tu espíritu, lejos del sarcófago de los ídolos.
Y manteo las aguas, en marcha hacia la penúltima morada
donde diluiste estatuas de sal y pactaste con mi silencio.
Un clavo en ascuas conmina a la desunión, pero seguimos
por el prestigio del padre y por el destierro de mis huesos:
un viento sedoso zarpa y cabecea el manzano del alma mía.
X
Ayúdame a ayudar todas las jornadas puertas afuera,
disciplinando la magnitud de mi entusiasmo silencioso
de la tierra a la tierra de tus pisadas distintas a las otras,
pactando contigo el invierno que habitamos, la Navidad
que pesa en el espíritu de mi presentimiento, en el tórax
de mi filiación hurgándome con su filuda estalactita.
Enrollaré las leyes para que no resulten cual pesadillas
o un futuro sin futuro: en esta concesión no se posterga
ni se traban las mandíbulas. Allá con quien pestañea
sus perjurios o pasa de puntillas ante la indigencia ajena.
Allá quien no desvía su ración hacia la boca de los niños.
Ayúdame, hermano, que hablo a solas en tus aurículas.
Ayúdame, hijo de las esencias: cumplo horas de guardia. |