El mercado de los apellidos. |
Ramiro era un niño que estaba descontento con su apellido; el que tenía no le gustaba, por eso quería cambiarlo. Supo que había un mercado de apellidos en el poblado donde vivía y que, por añadidura, ahí se compraba con semillitas. Decidió ahorrar muchas, muchas, cuantas pudo, para ir a comprar uno a su gusto. Había empezado a reunir semilla tras semilla hasta llenar una canastita, entonces, ese día, decidió no perder más el tiempo y, presuroso, salió de su casa rumbo a ese mercado tan especial. Al llegar, estuvo buscando en cada puesto cuál apellido le parecía más bonito, deseaba que fuese raro y muy largo, nada común como el que tenía. Anduvo de un lugar a otro mirando muy bien la mercancía y haciendo a los soñolientos tenderos cuanta pregunta se le ocurrió; ellos, en medio de su pereza se asombraron porque se trataba de un niño. Pero Ramiro, muy quitado de la pena, siguió moviéndose de un lugar a otro hasta dar con uno que le gustó mucho. Estaba muy contento, pero al enterarse del precio dudó si le alcanzarían sus semillas. El tendero, con cara de aburrimiento, las fue contando una a una y al terminar se dio cuenta de que no le ajustaba el “dinero”. El niño, decepcionado, se dirigió a otro lugar donde había un apellido que le llamó la atención, pero el resultado no se hizo esperar porque ocurrió lo mismo. Siguió recorriendo todo el mercado y así, ya cansado de tanto caminar y escoger, llegó a un puesto donde había un apellido que se parecía al suyo; decidió comprarlo. Se puso a contar las semillas con el tendero ya que cada vez eran menos, pues de tanto andar las iba dejando tiradas por el piso. De pronto, vio un viejo barril que se hallaba arrinconado en una esquina, polvoriento, y tal vez olvidado por todos. Lo que había hecho que le llamara la atención fue que la tapa se movía como si algo estuviera adentro y quisiera salir. Fue hasta allá y la alzó. Pero cual va siendo su sorpresa al encontrarlo vacío. Sin darle gran importancia al asunto y queriendo terminar de hacer su compra regresó con el señor que lo estaba atendiendo el cual seguía contando las semillas; iba ya por el número cien cuando al mirar de nuevo el barril vio otra vez que se movía. Curioso, regresó al rincón y con rapidez la levantó como queriendo sorprender a alguien que estuviera dentro y que quisiera jugarle una broma. Pensó que se trataba de un gato, o tal vez de un perro que deseara jugar a las escondidas con él. Pero no era ni uno ni el otro ya que Ramiro metió primero la cabeza, luego un brazo, y por más que buscaba no encontró a nadie. De nuevo comprobó que estaba ¡vacío! Pero siendo un niño tan curioso no dejó de preguntarse, muy intrigado, qué ocurría en el interior de ese barril, así que volvió a meter la cabeza y entonces dijo muy ceremonioso: --¿Quién vive ahí? Que responda, le pido. Ahora su sorpresa fue mayúscula al escuchar una voz muy extraña que le contestó después de un intervalo. --¡Soy yo! Del susto, con esa respuesta por demás inesperada, Ramiro sacó la cabeza de inmediato golpeándose con las orillas del barril que era de madera con aros metálicos. Pero tratándose de un chico tan inquieto como él, no iba a desistir de hacer algo que lo había llenado de curiosidad, y aún más en esos momentos. Armado de valor, metió de nuevo la cabeza con los ojos bien abiertos y preguntó con mucha seriedad como lo había hecho la voz del barril. --Y ¿quién eres tú? Escuchó enseguida que una quejumbrosa voz le contestaba provocándole que se le pararan los cabellos del miedo. --Soy un triste fantasma que vive en este barril desde hace mucho tiempo. --¿¡Un fantasma!? Otra vez sacó su cabeza atropelladamente golpeándose más fuerte en las orejas. Su respiración se le agitó a causa del susto recibido. Pero Ramiro era un niño muy travieso, acostumbrado a hurgar cuanto agujero se encontrara a su paso, lo que le había hecho ganarse muchas picaduras y mordeduras de todos los animalitos a los que molestaba, mas nunca se había encontrado con el escondite de un fantasma que hablara. Lo pensó un instante y ahora se asomó con precaución para preguntar de nuevo: --¿Qué haces ahí adentro?, ¿por qué no sales, si he visto cómo empujas la tapa para destapar el barril? --No salgo de aquí porque he perdido mi identidad. Hace muchos años vine al mercado de los apellidos con la idea de comprar uno pues el mío me parecía feo; anduve de un puesto a otro preguntando los precios hasta cansarme. De pronto veía un apellido que me gustaba más del que estaba a punto de comprar y por eso no logré decidirme. Pasé días y días dentro del mercado vagando por sus callejuelas en busca de un apellido que me convenciera definitivamente hasta que de pronto me di cuenta que no podía recordar mi nombre, ni tampoco mi apellido. Entonces, todo confuso, me metí en este barril avergonzado de lo que me había sucedido y me puse a esperar a que me acordara de ellos. --¡Ah!, pero qué fantasma tan chistoso --dijo Ramiro-- si quieres yo puedo ayudarte, es muy fácil. Mira, te iré diciendo muchos nombres y cuando escuches el tuyo pídeme que me detenga. El fantasma aplaudió muy contento y el niño comenzó a decir un nombre tras otro, uno tras otro… después de mencionar muchos vio que ninguno parecía ser el suyo. De pronto, agotado de tanto hablar, se dio cuenta de que ahora no recordaba el de él, ni su apellido. Rápidamente se fue a un puesto donde, por el número de semillitas que tenía aún en la canasta, pudo comprar dos. Regresó a darle uno al fantasma, a quien le encantó su nuevo apellido. Ramiro se sentió triste porque ahí no vendían nombres y sus semillitas se le habían terminado. Enseguida se le ocurrió una gran idea. Armados cada uno con su recién estrenado apellido se fueron a la casa del niño, donde, con seguridad, la mamá sí sabría su nombre y le podría poner uno al fantasma librándolo de su hechizo. |
Ruth Pérez Aguirre |
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