La casa de la colina. |
Amalia vivía con sus padres y su hermano Antonio en una pequeña casa en lo alto de una colina; un día llegó hasta su puerta una joven a pedir trabajo y cobijo. Se llamaba Hermenegilda pero de cariño le decían Gilda. Encantados la acomodaron en un cuartito que quedaba atrás, en el patio. Una mañana, los dos niños, de seis y siete años, se treparon a un árbol cercano a su casa, tan sólo por hacer alguna travesura porque bien sabían que les estaba prohibido jugar arriba por lo peligroso que resultaba ya que no había quien los cuidara. Llegado un momento, la rama donde estaba Amalia jugando se empezó a resquebrajar y la niña sintió que no podría sostenerse por más tiempo; se puso a llorar y a pedir a gritos que la ayudaran; Antonio bajó con rapidez del árbol y fue corriendo hacia la casa a avisarle a sus padres, pero apenas se había ido cuando de pronto apareció Gilda, justo en el instante en que la niña caía, recibiéndola en sus brazos; aunque cayeron las dos al suelo y abrazadas rodaron un poco. Después del llanto y la emoción, Amalia la besó agradeciéndole que hubiera llegado tan a tiempo. Más tarde arribaron el hermano y la mamá corriendo muy aprisa, pero ya todo estaba solucionado. Se asombraron de lo pronto que pudo llegar Gilda sin que nadie le avisara. En otra ocasión en que la familia entera, junto con Gilda, fue a un día de campo, ocurrió algo que les hizo reflexionar: después de haber comido y jugado con los niños, los señores se recostaron en el césped a descansar para dormir la siesta. La joven se quedó recogiendo los alimentos sobrantes y guardando las cosas en las canastas para alistarse a partir de regreso a casa. Los chicos se habían alejado un poco, se encontraban jugando en la orilla del río que pasaba por ahí cerca, entretenidos recogiendo guijarros. De pronto, la joven escuchó que Amalia pedía auxilio; lo más rápida que pudo fue corriendo hasta la orilla y al ver la situación se lanzó a nado para rescatar a la niña quien estaba a la mitad del río. La corriente se la llevaba, y del susto se había desmayado. Logró llegar hasta ella antes de entrar a una corriente más rápida y, llevándola hasta la orilla, le sacó el agua que había tragado. Cuando la niña se recuperó, de nuevo le dio las gracias a Gilda besándole las manos y la cara con mucho cariño. --Gilda, me has salvado otra vez. ¡Eres un ángel! La muchacha la miró con esos ojos tan dulces que poseía y sonriéndole la abrazó muy fuerte. Antonio observaba la escena preguntándose cómo le hacía esa joven para estar siempre en el momento justo para ayudarlos. Pasado un tiempo, una noche, Amalia dormía muy inquieta; soñaba que una estrella muy luminosa había bajado del cielo y se mantenía en el aire sostenida de quien sabe qué, en el patio, como si fuera un candil de cristal en una sala. Despertó sobresaltada sentándose en la cama un momento, de pronto miró hacia la ventana y vio que había mucha luz en el patio. Se puso una bata y, calzando unas pantuflas, fue hasta la ventana. Abriéndola un poco pudo mirar descorriendo la cortina, pero sin observar nada especial pues todo estaba tranquilo y las estrellas dormían plácidamente en el firmamento. Antes de retirarse miró hacia el cuarto de Gilda y ahí sí encontró algo extraño. Vio que estaba muy iluminado por dentro, incluso, por debajo de la puerta, en la orilla de la ventana y por la chimenea, salía una luz muy intensa; pero esa luz era muy especial ya que parecía estar en movimiento. Quiso ver más; sacando la cabeza por la ventana pudo distinguir que de esos sitios salían pequeñas chispas como si fueran luces de bengala. Se quedó pensando un momento hasta ser sorprendida por la puerta de Gilda que se abrió rápidamente, con gran ímpetu. Vio cómo salieron una a una, cuatro mujeres gorditas con caras muy dulces y que usaban unos vestidos graciosos en colores pastel; uno era azul, el otro rosa, uno más era amarillo y el otro lila. Llevaban un sombrero de pico del mismo color, con gasas en la punta; en la mano portaban unas varitas doradas de las cuales salían chispas que al caer tardaban en apagarse. Cada una le dio un beso a Gilda quien había salido a despedirlas y, una atrás de la otra, de pronto emprendieron el vuelo hasta perderse rápidamente en lo oscuro del cielo. --¡Hadas! ¡Son hadas! --dijo Amalia asombrada y con los ojos bien abiertos, tan grandes como platos, y con los cuales observó que Gilda también traía puesto un vestido igual al de ellas, con un sombrero en forma de cono rematado en la punta con una larga gasa; y también en su mano portaba una vara mágica de la cual salían chispas de colores. La vio entrar a su cuarto y cerrar la puerta. La niña por fin pudo parpadear y cerrar la boca la cual mantenía abierta a causa del asombro. Bajó corriendo las escaleras, salió de la casa sin hacer ruido y fue hasta la puerta de Gilda para tocar con suavidad al mismo tiempo que observaba como aún habían chispas esparcidas por el suelo, que alegres insistían en no quererse apagar. La joven le abrió sorprendida. --¡Gilda, Gilda! ¡Tú también eres un hada! Con razón eres tan dulce y buena. --¿Por qué dices eso? –le preguntó la joven. --Lo he visto todo, no puedes negármelo –insistía la niña. Y acercándose a ella le puso en la mano una chispa que había levantado y que todavía continuaba encendida. --Está bien, Amalia, no te lo niego. Por favor, quiero que guardes el secreto. Soy un hada, sí, pero una muy especial, yo no concedo deseos como otras, sólo he venido a cuidar de los niños que me rodean, y cuando ellos crecen debo irme a otro lugar. Promete no decírselo a nadie y déjame continuar haciendo mi labor. Amalia la abrazó llenándola de besos como lo hizo siempre, emocionada con la dulzura tan grande que ella le transmitía. Ahora pensó en que debía portarse mejor para no provocar desgracias y así no hacer trabajar tanto a Gilda. |
Ruth Pérez Aguirre |
Ir a índice de Rincón infantil |
Ir a índice de Pérez Aguirre, Ruth |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |