Cubriendo la noticia
Ruth Pérez Aguirre

Al terminar de cursar su carrera en periodismo Eleuterio se fijó el objetivo de trabajar en el periódico de mayor importancia en el país, El Veraz, donde después de sortear cuanto obstáculo le pusieron logró ingresar como auxiliar del archivista. El humillante puesto no hizo mella en su corazón, lleno de un gigantesco anhelo: aspiraba a ocupar el puesto de jefe del Suplemento Cultural y no permitiría que nada ni nadie se interpusiera en su camino hasta llegar a obtenerlo.

Pacientemente trabajó algunos años perdido entre el polvo de los archivos, haciendo las tareas denigrantes de preparar el café e ir a comprar el desayuno a todos los de su oficina, incluso, hacer trabajos particulares para sus superiores como llevar al colegio a los hijos, pagar el teléfono y la luz de cada uno de ellos.

A punto de perecer del hastío en ese puesto logró el ascenso por méritos propios al de archivista de primera. Mientras estaba en ese peldaño siguió estudiando y preparándose para mantener nutrida su aspiración de escalar a la cumbre de lo que esperaba. Llegado el momento en que casi se perdía en el escenario de ese oscuro cuarto, le fue anunciado su nuevo cargo en la fiesta de fin de año de ese décimo que laboraba en el periódico. El jefe comentó que sería en el ámbito mismo del periodismo, y Eleuterio, esperanzado, vio abrirse el camino que lo llevaría a su meta tantas veces pospuesta.

El cacareado ascenso se trataba tan sólo de ser ayudante del cronista policíaco. Tenía un nuevo jefe, don Plutarco, hombre sagaz y experimentado en esos terrenos quien lo conduciría a través de ese corrompido destino tan retirado del suyo, encaminado hacia el arte y la cultura, y que ahora le tocaba conocer. Una mañana salió disparado con su jefe y un fotógrafo rumbo a la "sangrienta noticia", según las palabras de don Plutarco, que les correspondía cubrir en ese su primer día. Se dirigieron a la colonia Las Lagartijas, lugar del suceso; llegaron a la humilde casa donde los curiosos de la calle se asomaban por la ventana de cristales rotos y mal pintados de diferentes colores. Entraron justo al momento en que llegaban los que iban en "nombre de la ley".

La mujer había sido atacada de manera brutal por su marido ebrio quien le apagó un cigarro en la mano después de haberla golpeado despiadadamente en el rostro, así mismo a los hijos que tuvieron la ocurrencia de interponerse. Estaba renuente a dejarse fotografiar y a decir palabra alguna aparte de la primera que pronunciara:

--¡Lárguense!

Gracias a la capacidad de don Plutarco la mujer fue convencida de ser fotografiada por todos los ángulos de su mano y cara, lo mismo que a los hijos moreteados, más las escenas de los otros quienes lloraban sin cesar; pero aun así ella no quería abrir la boca.

--Al parecer hemos venido inútilmente --dijo Eleuterio al equipo--, según veo no hay noticia que cubrir.

--¡Nada de eso! --respondió el jefe--, noticia hay, de eso nos encargamos nosotros, y acerca de la inutilidad de llegar hasta aquí no es "veraz" lo que dices, en esta colonia vive doña Panchita que hace unos tacos de cabeza como nadie en toda la capital y, por si fuera poco, no nos cobra, después de que la sacamos en el periódico con una "espeluznante" noticia de la que ella nos dio el pitazo.

Para allá se dirigieron; y en verdad Eleuterio comprobó qué deliciosa receta tenía doña Panchita y lo generosa que era la santa señora. Tiempo después regresaron presurosos a su oficina a "escribir" la noticia.

Pero no estaba tranquilo; por la tarde, al salir del trabajo, se dirigió solo a la colonia Las Lagartijas, llegó hasta la puerta de la casa y la mujer maltratada lo recibió no sin antes decirle una sarta de improperios. Cuando terminó de agredirlo él le respondió:

--Estimada señora --le dijo con temor de ser golpeado ya que ella le enseñó una escoba que llevaba en las manos--, ¿ya han recibido usted y sus hijos atención médica?

--¿Para qué? --Le contestó enfurecida, echando chispas por los ojos ensombrecidos con lo morado de los golpes.

--Es necesario que usted lo haga para que levante un acta y con ella se defienda de futuras agresiones y…

Echando aire por la nariz, como un animal enfurecido, la mujer le gritó:

--¿Cree usted que tengo dinero para ir a un doctor y luego perder mi tiempo en esas mentadas oficinas del gobierno donde sólo se reirán de mí? Váyase por donde vino, joven, y quítese de mi camino a menos que quiera que mis hijos lo corran a botellazos.

Eleuterio, haciendo acopio de su dulzura y buenos modales, aún agregó:

--Por favor, señora, lo que pretendo es ayudarla, no me malinterprete ni se enfade.

Entre llantos de chiquillos sucios y malolientes, uno de los mayores fue rápidamente por un palo y una botella de aguardiente, listo para lo que surgiera. Eleuterio le respondió sin perder su aplomo:

--Yo puedo ir con usted, si quiere; permítame buscar un taxi y la llevaré con un buen doctor.

A la mujer le brillaron los ojos de nuevo y con sorna chilló:

--¿Ah si? Pues encantada. ¡Vamos de paseo, niños, que el señor paga!

Tomó a un bebé que tenía en un petate y junto con los dos chiquillos golpeados salieron todos en busca del carro. El médico atendió a los tres y después de curarle la mano pasó la cuenta de sus honorarios. De ahí fueron a una farmacia a comprar las vitaminas que los niños necesitaban para su crecimiento y más tarde regresaron en otro taxi a la casa, ya que la señora no estuvo dispuesta a retrasarse más en ir a levantar el acta correspondiente pues el marido ya estaba por regresar del trabajo y todavía tenía que hacerle las tortillas para la cena.

Cuando Eleuterio los dejó, sanos y salvos en su morada, se acordó de doña Panchita; se encaminó aprisa rumbo a la fonda a saborear otros tacos de cabeza de cerdo. Esta vez la santa señora, sin quererlo reconocer, no le hizo ningún caso y sí le cobró el consumo.

Ruth Pérez Aguirre

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