Un artículo de ocasión |
La libertad ajena amplía mi libertad al infinito. |
Todo se ha vulgarizado en tal magnitud que no dan ganas de escribir ni de mirar la realidad. Ni por la ventana del comedor. ¿Antes no fue igual, Penelas? ¿otra vez con lo mismo? ¿qué tiene? Sí, sin duda. Pero atravesamos un período espantoso, da asco. Antes, por ejemplo, este no era un pueblo peronista. O mejor dicho, había divisiones, ciertas diferencias. Matices, si lo desea. Ahora la gloria de aliados y enemigos: la oposición es peronista. ¿Se entiende lo que digo? El noventa por ciento de los argentinos (y de los que no lo son pero habitan suelo argentino) son peronistas. Usted, querido lector, debe entender que el peronismo no es una filosofía ni una ideología ni una religión. No es un partido político. Es un sentimiento, es algo genético. Ser o no ser, esa es la cuestión. Para algunos es una patología, un mal endémico. Nació contra el comunismo, contra la sinarquía internacional, contra el liberalismo. Habló de tercera posición, habló del 1 de Mayo y de la Fiesta del Trabajo. Se dijo: “no quedará un ladrillo que no sea peronista”. Y es verdad. Había que afiliarse al Partido Justicialista para ser docente y más adelante sacar la “tarjeta rosa”. Siempre abarcó todo: al profesional de izquierda o de derecha, al villero borracho o testículo de Jehová, al hombre de confesión diaria o al barra brava de un equipo de tercera división. Al empleado de tienda, al obrero, a la maestra y al albañil de la vuelta de casa. La prostituta y el empresario, el banquero y el comisario, el punguista y el poeta. Todos son peronistas. Se pelean entre ellos, se definen, se autodefinen, se excluyen, se expulsan, se mienten, se traicionan, se escupen, se bendicen, se fusilan. Y siguen, no tienen fin. Cada uno manifiesta, afirma y sentencia ser peronista. Tal vez utilizan dobles, tal vez tenga relación con la cábala. Usted lector, que es uruguayo o filipino, no lo entiende. Usted está limitado por prejuicios, por falsos ídolos, por un pensamiento reaccionario que lo fosiliza. Pero nosotros, argentinos de alma, de corazón, argentinos hasta la muerte, somos peronistas. Somos los mejores en fútbol, en box y en automovilismo. Somos los mejores en básquet y en tenis. Y cuando no lo somos nos convertimos en campeones morales. Décadas escuchado esto, leyendo esto. No existe el fascismo ni el falangismo ni el marxismo. Tampoco existe el anarquismo. Respiramos hondo. La historia los descabezó. Sólo, de pie ante la eternidad, con bombos y flequillos: el peronismo. Déjeme explicarle. Es más complejo que explicar lo de la Santísima Trinidad. Todo es teatralidad, confusión, bordes equívocos. Espacios dramáticos, comunes denominadores, enclaves provinciales, municipales, barriales, sostenedores de estampitas, de rezos, de votos, de miseria. ¿Comienza a entender, a darse cuenta? Acá está la obediencia debida, el jefe, los chambelanes de turno, los furrieles, el agua bendita, la chapa para el techo, la renovación y la aventura, la corrupción y la solidaridad, lo hegemónico contra lo bastardo. Escúcheme bien. Aquí, en ciertos pueblos del interior, cuando ven un billete de diez pesos -con la imagen de Manuel Belgrano- creen que es el General Perón. No le miento. Ya sé, usted me dirá que hay otras cosas. Sin duda, sin duda. En la poesía esta el tema de la musicalidad, del sonido, del ser en la palabra. Si digo mariposa, quizá vuela mejor mainumbí, en guaraní, o volvoreta, en galego. Podemos hablar del cosmos, de temas ecológicos, del problema económico en los países europeos o del hambre en Américalatina. Del terremoto en Haití, de la ocupación, del racismo en Italia o en Francia, del triunfo de la derecha en Chile o de la nueva esperanza entre los orientales. Podemos decir mistral, abrupto, pupitre. O como decía el poeta: “qué sucios ibamos entonces, pero qué limpios éramos”. En un país donde los jóvenes de veinte años dominan unas quinientas palabras importa poco y nada. Si, ya sé, no me lo reitere; hay otros ejemplos, jóvenes talentosos e intelectuales sólidos. Pero vivimos entre yuyales, potreros, matorrales, dormitorios emplazados en plazas, olores nauseabundos, escruchantes, bolsas de basura amontonadas, cartoneros, carrusel de niños famélicos, chicas embarazadas y descalzas, juicios vergonzosos, gobernantes inescrupulosos, colectivos destartalados, veredas destrozadas. Guetos por toda la ciudad. Un apartheid oficial que nadie quiere ver, que ven, que nadie responde, que se hacen los distraídos, que se va tomar el toro por las astas, que se limpian los monumentos, que se hacen más subterráneos… Sin hablar de los onas o de los ranqueles, de los cabecitas negras, del desamparo. Alguien dirá: Penelas, qué me cuenta de la documentación del FBI y de la CIA donde se llegó a fotografiar a Kennedy y a Marilyn desnudos en una bañera. Y las tramas de la alta política que publicó el periodista francés Francois Forestier. Sí, podemos escribir sobre eso, sobre la guerra de Vietman, sobre la infamia de los marines en toda nuestra América, sobre los crímenes de Stalin o las invasiones yanquis a cada lugar donde supuestamente peligraba la paz y la libertad. Podemos hablar de la hipocresía en el mundo en cada gobierno, en cada municipio, en cada cárcel. Y del populismo, de la irracionalidad, de los entremeses. De la drogadicción, la homosexualidad o de la madre Teresa de Calcuta. Pero hoy sólo quise hacer un artículo de ocasión, ligero, sin trascendencia. Somos amigos, no puedo tratarlo mal, no deseo tener un tono autoritario o pedante. Es alucinante vivir en este territorio. Hay una cultura de la fachada, hay diputados jacobinos y de los otros, hay rostros efímeros que saben de todo y nos hablan por televisión tres veces por día. Hay zócalos, mentiras, estertores y escenografías pobremente diseñadas. Mientras, el desguase de los bienes nacionales. Se necesitan de los excluidos para poder gobernar estos lupanares. Se necesita mutilar. Es imprescindible ser enfático, tener discursos sobreactuados, acudir a la gran revolución nacional, social y popular. No hay mutaciones, caro lector, es siempre lo mismo. Un proverbio no es una razón, escribió Voltaire. |
Carlos Penelas / Buenos Aires, febrero de 2010
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