Metáforas de la lectura |
a María Manuela, mi madre |
Mi
madre, lo mencioné en otras oportunidades, aprendió a leer poco después
de que yo naciera. Era el quinto hijo, el mayor tenía veintidós años.
Poco o nada había aprendido en
su pueblo de Orense. Luego todo fue trabajo. Criar hijos, educarlos,
planchar, lavar, llevarlos al hospital. Mi padre tuvo almacén, fue
viajante de comercio, vendió telas en el sur, tuvo un negocio de lencería
fina.
Mi padre le enseñó a leer a mi madre. Ella era creyente, mi
padre no. No se casaron por Iglesia, no tomamos la comunión. Miento,
algunos sí, otros no. Me eduqué en un hogar diferente, donde se hablaba
del populismo, de
Mi hermana Marta, maestra recién recibida, me enseñó las primeras letras, los primeros palotes, el uso del diccionario, la lectura en voz alta, la entonación. Nunca olvidaré su maravilloso teatro de imágenes, su teatro de sombras. Nos reuníamos toda la familia a ver minutos de fantasía. El que hacía magia era mi hermano Fernando, aprendiz insuperable de Fu Man Chú. Mi hermano Roberto, el mayor, era la sabiduría. Mi hermana Raquel la que desbordaba ternura.
Mi madre hablaba poco. Casi no sabía de lo que mis hermanos y mi padre discutían. Ella daba su opinión según las versiones que escuchaba. Hablaba de sus plantas, de sus bordados, de sus sábanas. Todo lo tenía impecable, todo era lustrado. Iba con mi padre al Colón, al Teatro Cervantes, al Avenida. Amaba la zarzuela, escucho su voz cantando pasajes de Doña Francisquita. Poco antes de morir leyó una de las obras que fue mito en mi familia, la habían leído todos. Días pasados me encontré con una de mis sobrinas, Paula, y me dijo que la estaba leyendo. Me lo dijo con sus ojos claros y sonrientes, luminosos. Estamos recordando Los Thibault, novela cíclica del escritor francés Roger Martin du Gard. Una obra del racionalismo estético, una historia en ocho tomos que contiene la historia de dos familias francesas durante los años que corren desde los principios del siglo XX hasta la primera gran guerra. En 1937 el autor obtuvo el premio Nobel. La existencia de un niño despoja sobre el final su pesimismo y la proyecta hacia un mundo con posibilidades mejores. Esa es la última obra que leyó mi madre.
De
niño, María Manuela me contaba historias de su infancia, de su pueblo,
de sus padres. Eran cuentos hermosos. También los Cuentos
de Calleja, su único libro, que le habían regalado en la escuela, en
segundo grado. Aún lo conservo en mi biblioteca. Ilustraciones bellísimas,
encuadernado con tapas duras, letras en oro sobre fondo borravino. Allí
descubrí brujas, hadas, duendes, castillos encantados, princesas
hermosas. La vileza y el temor, los bosques y los ríos, los mares
agitados. Oír leer es una experiencia distinta. Me hacía repetir los
sonidos una y otra vez. La imagen de la madre maestra era habitual en la
iconografía cristiana. Lo que se consideraba esencial era la lectura.
Quintiliano, abogado romano del siglo I nacido en España, aconsejaba que
los pequeños deberían aprender a leer a los siete años.
Crisipo, que la enseñanza moral y la educación literaria
debería ser a partir de los tres.
Hay una alquimia en las palabras. Ellas son sensibles, inteligentes. De las tablillas sumerias al CD-Rom la palabra lleva una relación con el hombre. Más de seis mil años. El libro venerable e insustituible se une a nuestra historia personal, al saber popular, al mundo de las revoluciones, de la ciencia, de la utopía. De allí que buscamos la salvación en la lectura y a veces nos perdemos en ella. Se lee por otros y para otros. Nos dejamos llevar por las palabras y sentimos una voluptuosa sensación al escucharlas.
A no confundirse. El libro vive a través de nuestra historia, de nuestros afectos, de nuestros recuerdos. Mi madre me contaba las historias de su aldea. |
Carlos Penelas
Buenos Aires, marzo de 2006
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