Lonja del Sacramento |
Estoy en la cubierta del barco en el medio del mar. La noche deja ver la inmensidad de este cielo del sur. Las estrellas y la luna acompañan el lento navegar. Es un viaje donde el sueño y la poesía me acompañan. Escucho el oleaje y el rumor de la embarcación. Desciendo por un momento y una vez más subo a la cubierta. Ya está a la vista la costa de Colonia del Sacramento. Es mágica la entrada, los faroles con su luz amarilla, la fortaleza, el faro. He pasado unos días de descanso en esta ciudad que tanto amo. He recorrido sus plazas, sus callejuelas, sus playas. Como siempre, me hospedé en la Posada del Río, en la misma habitación. Desde allí cada mañana al desayunar me integro con el río desde una terraza mágica. Mercedes y Roberto son los encargados de cobijar este pequeño espacio de certezas y misterios desde la ciudad vieja. Verónica una activa presencia. Aquí me reencontré después de décadas con un viejo amigo con quien prometimos volver a vernos en Buenos Aires, en el Café Thibón, para hablar de nuestras vidas, de los libros y de los hijos. Curiosamente, él siempre viaja en su velero, pide la misma habitación. Le aclaré que se la podía prestar. Uno trae la magia ancestral de Galicia, los ritos paganos de los celtas, lo inevitable del poema y la pasión secreta que protege la memoria. Colonia del Sacramento tiene esta magia que vamos descubriendo de a poco en sus muelles, en sus teatros, en las largas conversaciones con Yábor y en las comparsas que rodean lo primitivo de una fisonomía social y política de una América colonial. La he recorrido al amanecer y al alba, en invierno y en verano. Siento en el silencio de la tarde los cascos del caballo de Artigas, a los pregoneros, las noticias del puerto, las bodas y las muertes que ocurren. En la Calle de los Suspiros hermosas prostitutas ofrendan lo mejor de sí. Luego parto hacia otra ciudad entrañable: Montevideo. Llego aquí invitado por una bella familia que habita un castillo normando en el barrio de El Prado. Allí nos recibió doña Beatriz y sus hijos, los infantes Javier y Laura. He caminado sus jardines, he visto su fuente de piedra con peces de colores y gárgolas espléndidas con emblemas medievales. Desde su terraza vislumbré el Cerro y la arboleda bellísima de todo Montevideo. En esa casa escuché los nocturnos de Chopin, en una cena rodeado de arañas con caireles, servida en fuentes de porcelanas de Sévres y abejas que volaban a nuestro alrededor generando el misterio de sus muros. En compañía de Rocío admiraba tapizados, gobelinos y escaleras de roble. El mármol de sus pisos se mezclaban con el ladrido de dos lebreles ingleses que me saludaban incesantemente cuando recorría sus pasillos en el atardecer que convocaba la ternura y el amor de mis hijos. Montevideo tiene un misterio, que es de Torres García pero también del bazar La Ibérica. Una calidez en el frente de su Biblioteca Nacional o al conversar con Policarpio Ayala, un vendedor de gorras y alpargatas de la 18 de julio, lector de Nietzsche y gustador de Zitarrosa. Estuve también en la Casa de Galicia, y ahí recordé a Manuel Suárez Suárez, y luego me entrevisté con Selva Casal, la fina poeta hija del célebre Julio Casal, que tiene un árbol plantado en su memoria (monumento vegetal) en el Museo Blanes. Y en la feria de Tristán Narvaja, donde compré la primera edición de El Uruguay y su sombra, de Walter González Penelas. Desde hace muchos años visito estas tierras en secreto. Uno descubre en estos orientales algo muy interior, algo muy íntimo, aquellas primeras lecturas de Rodó. La próxima vez iré a Tacuarembó. Me espera un amigo, un hombre cuya casa aun está en el Abasto, a unas 20 cuadras de mi casa en Buenos Aires. |
Carlos Penelas
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