Las plantas no pecan |
Hace unos días, caminando por las calles de Buenos Aires, me detengo frente a una iglesia. Es una de las tantas iglesias tradicionales de nuestra ciudad, decorada recientemente con muy mal gusto. Por dentro el decorador no plástico, no muralista- la desfiguró. Frente a ella, en un muro pude leer: Las plantas no pecan. Y me dio mucha risa; reí de verdad. ¡Cuánto en tan pocas palabras! No llevaba firma pero sentí el humor de los jóvenes libertarios o al menos de muchachos rebeldes, de adolescentes con deseos de mofarse de tanta hipocresía impuesta, de frivolidad y farándula, de burocracia estatal y celestial. De funcionarios pequeños burgueses con su moderación política, que poco o nada se diferencia del miedo, de la cobardía. A cuidar el culo, decía mi padre. Y los señalaba sin piedad.
Sócrates, el filósofo griego, mientras recorría el mercado de Atenas murmuraba: Disfruto viendo la cantidad de cosas que no necesito. Porque hay que hacer algunas diferencias. El jet-set, el café society, lo que Somerset Maugham llamó nuestro grupo, requería belleza, elegancia y dinero. Hoy sólo requiere dinero. La belleza, la elegancia y la inteligencia han desaparecido. Advertimos en todo que la irracionalidad de las consignas, de los discursos o de las publicidades favorece esa fascinación ideológica de la decadencia, del fascismo si se quiere.
El hecho no es nuevo, temores y resentimientos que la intelectualidad no suele tener en cuenta, que no quiere ver o no desea ver. Se representa una comedia en una mistificación nacional, en ella entran sofismas e innegables realidades. Y el precio que se pagará en breve por todo esto que venimos arrastrando será otra vez astronómico. La ficción colectiva, las maniobras etiquetadas, las contradicciones groseras, se transforman en algo cotidiano. Tan visible que no llegamos a percibirlo.
Ahora el deseo en la mira, con las pastillas todo cambia, es diferente, el mundo se divide en mil posibilidades.
Por años se consumen en nuestro país mas de quince millones de pastillas de viagra o similares. Amigos con derecho al toque por una noche, el touch and go (toco y me voy), el fase fucking o rapisex. El sexo veloz, inmediato, sin memoria. Aparece el crooner averiado por los excesos, las bandas punk, los dark. Detrás del escritorio los señores respetables, los caballeros normandos, los del índice en alto. Esos que practican deportes de riesgo, que hacen el intercambio de fotos, de videos, de experiencias. Los que toman agua mineral con ensalada. Hacen confidencias sobre la adrenalina, sobre el dramatismo cortesano, la escenografía del burdel. Necesitan la cuota de vértigo, la demencia, la erotización del peligro. De eso se trata: de erotizar el peligro, la búsqueda de límites. Estados de angustia, el vacío insostenible. Las señoras tomando el té y pensando en una cama de un señor maduro, serio. El hombre soñando con sus aventuras, sueños que lo borren del tedio.
Códigos y mensajes moralizantes.
-Penelas, hay otras cosas. Hay investigadores, jóvenes con otra mirada, equipos de trabajo que son una maravilla, científicos becados, músicos brillantes.
-Sí, mi viejo, sí. Claro que lo sé, pero son poquitos. ¿O no quiere ver usted tampoco? ¿Se olvidó del título de esta columna? La mafia del poder, el humorismo macabro, las tilinguitas, los anteojos negros, lo simbólico del modernismo falaz… El país para poder sobrevivir necesita cartoneros, necesita excluidos, necesita que usted se trague el sapo, que hablemos del pase de Riquelme, de la novia de Sarkozy, de la genealogía de intelectuales conversos, de la seguridad, del carraspeo de una embarazada en Arequipa. ¿No leyó, entre otras cosas, que en las islas Malvinas combatieron 8231 hombres y que existen casi 25.000 pensionados por ese motivo? Hay flaccidez, afonía, chucherías y virginidades que me cansan. Los imbéciles me cansan, la colección de culos operados, la cuaresma y la oftalmología. ¿A usted, no? La fachada se cae, de descascara. Hay monólogos, mi querido, hay monólogos. Detrás de la pechera almidonada o de las manifestaciones callejeras, los antifaces. ¿Es carnaval, no? |
Carlos
Penelas
Buenos Aires, febrero de 2008
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