Epilepsia y anarquismo |
Mi
padre fue epiléptico. Según sus recuerdos, y los míos, a los cinco o
seis años sufrió su primer ataque, en la aldea de su pueblo, Espenuca.
Fue a raíz de un susto. Un hombre, demente o borracho, amenazó con
matarlo. Mi padre nació el 7 de mayo de 1898. Se llamaba Manuel. Se
hizo solo, todo lo logró solo. Tenacidad de hierro, trabajo, lectura. Y
una envidiable capacidad intelectual. Me llamo Carlos Tomás Penelas
Abad. Nací en estas tierras el 5 de julio de 1946. Me anotó el 9 para
no hacer el servicio militar. No se casó por iglesia. Mi madre se
llamaba María Manuela Abad y nació en Orense, el 31 de julio de Morbus
sacer, la enfermedad sagrada, el gran
mal. El saber epiteptológico era menor en A los catorce años conoció a hombres que lo salvaron de la iniquidad, de la humillación, de la pobreza espiritual. Socialistas y anarquistas le hicieron ver la vida en otra dimensión. Le hablaron de solidaridad, de injusticia social, de hipocresía. Comenzó a leer a Arthur Shopenahuer, al príncipe Pierre Kropotkine, a Friedrich Nietzsche, a Émile Zola. Descubrió a Cervantes y a Pérez Galdós. A Calderón, a Beethoven, a Goya. Y sobre todo, la verdadera historia de Galicia: Manuel Curros Enríquez, Manuel Murguía, Eduardo Pondal, Alfonso R. Castelao… La dignidad, la libertad individualista, el decoro, lo acompañaron toda su vida. Una conducta, una mirada, una utopía íntima. Las
autoridades prohíben casi todo no tanto en nombre de la salud pública
como de la moral social. Los actos de un hombre embriagado o de una
prostituta y su cliente ponen en duda las reglas que quebrantan. Sus
actos son un disturbio, no una crítica. La autoridad manifiesta un celo
ideológico: persigue herejías, no los crímenes del sistema. Se repite
así actitudes de otros
siglos: la lepra y la demencia también fueron vistas como encarnaciones
del mal. No falta el temor supersticioso y ambivalente. Como el leproso
de Era un hombre ejemplar, en el buen sentido de la palabra. Mi madre lo acompañó siempre, lo protegió. De niño me hizo ver el desvanecimiento de la ilusión de la divinidad y el descubrimiento de la realidad del hombre. Me hizo desconfiar de las instituciones bancarias y de las otras. El hombre es sus instintos, nuestra moral una codificación de la agresión y de la humillación. Hay un vidrio deformante que no nos deja ver al hombre tal cual es. (De niño me leía a Ramón de Campoamor y a Emilio Salgari.) Se genera en todo momento la ilusión de la finalidad, lo revolucionario o el cambio en libertad. Como señaló Octavio Paz en un artículo publicado en la década del 60: ¿Quién juzga sobre la legitimidad del terror: las víctimas o los teólogos del poder? Desde siempre se niega a distinguir entre medios y fines; unos y otros corresponden a situaciones históricas determinadas. Los medios son fines y éstos aquellos. La solución siempre es dudosa cuando proviene del socialismo burocrático o estatal. De la economía mixta mejor no hablemos. Hay un diálogo de máscaras, un doble monólogo del ofensor y del ofendido. Desde las lecturas de Pierre-Joseph Proudhon y los clásicos del Siglo de Oro Español formó una familia, nos ofrendó una biblioteca y una conducta. Nos hizo entender el profundo significado del estudio, de la ética, del compromiso. Una manera de contemplar, una coherencia interior, una conciencia de la soledad. No una negación de la vida sino una exaltación de sus virtudes. La pasión y la negación del mundo abyecto que nos rodea. Nos enseñó, además, que tradición no es continuidad sino ruptura. Espontaneidad y reflexión. Y algo más, lo que en español llamamos temple: arrojo, dureza, flexibilidad, ternura. Revelar lo que somos para el otro, por el otro. La moral de la responsabilidad personal en una sociedad corrupta. |
Carlos Penelas
Buenos Aires, diciembre de 2007
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