Cómo hablar de la complejidad de las decisiones humanas? ¿Qué decir de cada microcosmo moral, de cada sueño o vuelco emocional, de cada sospecha o intuición? ¿Qué leer después de sumergirnos con detenimiento y dolor, con placer y secreto en una novela como
El último encuentro de Sándor Márai? Nos reconforta el espíritu la precisión de su prosa, el amor por la palabra, la búsqueda del clima que se tensiona o prefigura una refinada melancolía en otros. Hay una reticencia narrativa, un pudor en los personajes. ¿Cómo aceptar un orden natural por donde todo pasa y se degrada, y la rebeldía ante la injusticia. Nos mueve a confrontarnos, a bucear en nosotros cada actitud, gesto, mirada. En el fondo siempre nos rodean los mismos temas: la libertad, la esperanza, el poder, el amor, la muerte.
La imagen poética posee su ontología, arraiga en la conciencia reposada. El espíritu habla de su presencia en un ensueño descansado y activo. En ella se halla la realidad íntima y fugaz. Se opone a los principios, a los engranajes, a las demostraciones. El poema nos transporta a la infancia, a la confidencia. Es la intimidad de la belleza, el secreto de la bondad. Lejos de la impaciencia lo poético protege la amistad, guarda la conciencia ética, aquello que emerge de las leyendas familiares, la felicidad que se asigna al descubrimiento de uno mismo. Quizá la audacia humana sea descubrir la pureza y el asombro. La profundidad la recobramos en las cosas simples. El corazón sincero renace en el recuerdo evocado.
Todo poema, tal vez, sólo sea una leve sombra, una apología de la condición humana. La conciencia dubitativa de cada lector descubre en la imagen poética la verdad mantenida en secreto. En un mundo protegido por estereotipos culturales sólo conocemos una moral absurda. Estamos ambiguamente respetados y civilizados por dioses y banderas, por amos y esclavos. En un mundo pirandelliano a la verdad no le queda más remedio que ocultarse para sobrevivir. El poema se vuelve una alegoría del tedio, de la mezquindad, de la corrupción, de la imbecilidad. Desde su pasión ética el poeta ordena la misteriosa e indescifrable voluntad de la luz.
Cuando mi mirada era insurgente y las banderas ondeaban en las calles de Buenos Aires, uno se enamoraba de hembras insurrectas. Eran los tiempos en donde las bellas adolescentes imitaban a Joan Báez. Creía en el internacionalismo. Desde una perspectiva anarquista recordaba la epopeya de Espartaco, la vida y la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, la honesti- dad y el pensamiento de Rosa Luxemburgo, la intransigencia de Juan José Castelli, el exilio de Artigas, la solitaria voluntad de Castelao, la literatura de Sarmiento. Y soñaba, desde la mirada del Che, con el hombre nuevo.
Quienes me conocen saben que mi relación con la literatura fue siempre distante, quiero decir que jamás fui amigo de la política literaria. No suelo reunirme con escritores ni concurrir a mesas redondas ni vernissages. No golpeo la puerta del secretario de cultura de turno ni recorro los mausoleos de señoras asexuadas que recitan versitos. Tampoco, por salud y por estética, visito los círculos áulicos. Ante ciertos caballeros me siento más lector que escritor. Y prefiero hablar de Joe Louis o de Daniel Cohn-Bendit.
“Vivi el Estambul de mi infancia como las fotografías en blanco y negro, como un lugar en dos colores, oscuro y plomizo, y es asi como lo recuerdo. Eso se debe en parte a que, a pesar de haber crecido en la penumbra triste de una casa-museo, era muy aficionado a los espacios interiores”. Esto escribe Orhan Pamuk en
Estambul. La poética viene de la niñez y de la adolescencia. El lenguaje pasa por la estructura del idioma. Jamás me separé de mi condición de alumno. Tengo algunos defectos pero no soy parricida. He desarrollado un fino sentido de la admiración y del respeto.
"¿De dónde somos? Somos de nuestra infancia" me dijo una vez mi íntimo amigo Antoine de Saint-Exupery.
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