Aki Kaurismaki al alcance de todos |
Le mentí, querido lector, le mentí. No pienso hablar de este gran director finlandés. Le aconsejo que mire su cine, que lo admire, que lo ame. Nada más. Mi intención era contarle el desconcierto, la confusión mental, la alucinación que imbeciliza. No tengamos miedo de decirlo. Las nuevas generaciones ignoran quien fue Albert Sabin, Benito Mussolini o Kraftwerk. En general, no se ponga nervioso, en general. Así de brutos estamos. Algunos piensan que Melchor López Ximénez – nombrado maestro de capilla de Santiago de Compostela en 1784 – jugaba de libero en la reserva de Barracas al Sur en la década del cuarenta. O, como nuestros queridos y supuestos intelectuales progresistas (amantes de líderes, bombos y proclamas) confunden la rumba, la cumbia villera, el Cuarteto de Alejandría, el Ché, el Diario de Cristóbal Colón, Evita, Ruy López de Segura, el pensamiento de Bakunin con la utopía de Tomás Moro. Algo así le sucedió al personaje de un cuento de Enrique González Tuñón (hermano de Raúl, se entiende) que había leído de todo en el afán de superación que elogiara Nietzsche. En una tertulia, en una de esas ruidosas reuniones donde se discute de todo con complicados discursos doctrinarios, uno de los jóvenes contertulios, le pregunta al protagonista de manera enfática: “¿Usted es escéptico?” “No señor, responde, soy diagnóstico.” Pues bien, a partir de este momento dejo de ser socialista libertario para defender el diagnosticismo. “Más libertad institucionalizada, menos libertad”. Eso lo repetía mi querido amigo Líber Forti. También, mientras caminábamos a altas horas de la noche, reiteraba una y otra vez: “más pan y menos liberad o menos libertad y más pan”. Mi padre, don Manuel, repetía que no había casualidades. Y me hablaba de la imaginación y la nostalgia, de los remotos dioses, de su aldea en Galicia, de que los negros no tenían derecho a entrar ni en cielo ni en el infierno, que era un problema eso del Limbo pues ni siquiera estaba escrito en la Sagrada Biblia. Allí se acumulaban los neoplatónicos, los hombres de la antigüedad, los sumerios, los celtas anteriores al cristianismo, los druidas y no sé cuántos millones y millones de seres humanos. Me decía que iba a ser un lío enorme cuando fueran trasladados al infierno o al purgatorio. Que no había ni trenes ni barcos que alcanzara. “Ni copón sagrado ni ostia bendita”, agregaba. Eso me decía mi pobre padre – librepensador, anarquista individualista, admirador de Piotr Kropotkin y de Fedor Dostoievski – cuando yo tenía seis o siete años. Así salí, claro. “Yo soy apolítico”, manifiesta un señor en el colectivo. “Todo lo que tengo lo gané trabajando, esforzándome. No le debo nada a nadie. Así formé una familia, levanté una casa”. Luego el señor continúa con su edificante conversación. “Los sindicalistas son todos ladrones, debe venir alguien que ordene, que ponga orden”. En la próxima parada debía descender. El señor, pensé, es político de derechas. No lo sabe, no lo sabe pero es un típico pensador reaccionario, ignorante, con unos pesos en el banco (tal vez hasta con buenas intenciones) pero un señor que no le interesa ni la libertad ni el hambre ni la pobreza ni el estado de los hospitales. Un señor que no se compromete con nada. Ahí nomás -no me pregunté por qué, cálido y distraído lector- recordé a Simón Bolívar, cuando a los 35 años, había dado la orden de ejecutar a ochocientos prisiones españoles, inclusive a los enfermos de un hospital. Es evidente que los buenos propósitos generan tensiones. Y si, la ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX, nos señaló Gabriel José de la Concordia García Márquez, no fue ajena a desigualdades. Pensar que muchos murieron de hambre o de infecciones sin saber dónde estaban ni quiénes eran los revolucionarios. Nuestro amado cuentista dominicano Juan Bosch – hombre culto, honesto, verdadero antiimperialista, historiador y político de fuste - nos ha legado cientos de ejemplos en sus relatos. Bosch, un autor olvidado. Tengo la impresión (no se guíe por una simple intuición) que no era ni peronista ni fascista ni estalinista ni franquista. Cuando hay elecciones se pone en marcha la maquinaria. Es cuando debemos taparnos las narices. El juego comienza con dados, bolas, naipes y zapatos lustrados. Y se embarran, ríen, lloran, levantan los brazos, besan niños. Hagan juego, señores, hagan juego. Se liquidan vestidos, estanterías, vacas, minerales, lechos y zapatillas. Dicen jeringas, tizas, barriletes, culo. Dicen ahora o nunca, el futuro es nuestro, el pupilo nos apremia, defendamos el sistema, la banca y la corneta. Denuncian lo que ayer se defendía, aplauden, adelgazan. Son capaces de prometer con antifaces que jamás robarán. La maquinaria, compañero, la maquinaria se aceita. Aparecen todos los candidatos, todas las brillantinas, todos los engaños. Allí los vemos como son, lo que verdaderamente significan. Fotografías, grandezas categóricas, diálogos cómplices. El grotesco en acción, escenografías olvidables. Tango, lunfardo y caries. Acuerdos, olvidos y conversos. Declamaciones altisonantes. Verificación de textos póstumos, lideres de suburbios, patotas de Vacarezza. Y aplausos, masajes de próstata, prestigios de la picaresca criolla. La maquinaria en marcha, la copa burbujeante, los gestos impenitentes. Hagan juego, esclavos, hagan juego. Las comparsas y el folklore de los circuitos que almidonan pecheras, los susurros de alcoba, el manipuleo concreto y humillante. Del otro lado las fanfarrias y los templos. La fachada está dispuesta; las paredes jadeantes de victorias, de citas nasales. La puja electoral comienza en los monólogos, entre sapos y miradas crispadas. Es la hora de las destrezas circenses, de los clanes, del contubernio. Se inaugura el triunfalismo, el ademán populista, el vértigo del fervor evangélico. Y ahora los dejo. Voy a ver una película: La chica de la fábrica de fósforos. |
Carlos
Penelas
Buenos Aires, 13 de junio de 2009
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