El sabor de la frambuesa Cuento de Margarita Peña
Río de Janeiro visto desde el Parque de la Ciudad (foto de Karla F Paiva) |
Una fotógrafa brasileña realiza una estancia creativa en una ciudad extranjera. Para enriquecer su portafolio, propone a un famoso poeta local hacerle unas tomas. El episodio, sin embargo, los conduce a una relación de pareja. O eso parecía. Este relato de Margarita Peña, la autora de Éxtasis y reencuentros, se centra en el tema de las ilusiones y confusiones detrás del amor contemporáneo. Esa tarde, en la que el brillo del Sol volvía más intenso el color verde de las hojas de los árboles de la plaza junto a los autos que circulaban lentamente, demorándose con cualquier pretexto, como si el mundo todo rindiera homenaje al verano, Sonia llegó al pequeño bar sintiendo que había obtenido un triunfo: lograr que, en principio, el poeta le concediera una cita de la que podría derivar una sesión de fotografía. Cámara en ristre se acercó a una de las diminutas mesas vacías, colocó sobre ella cámara, portafolio y se dispuso a esperar. En el exterior había muchos transeúntes. Pudo ver de reojo a Guy bajando la cortina de varillas de acero sobre los cristales de la vitrina de la agencia de viajes. Tenía ella a algunos conocidos en el barrio, pero en ese momento no deseaba enredarse en ninguna conversación con alguno en charlas ociosas que la distraerían de la suave ansiedad que preludiaba lo que podía ser un encuentro afortunado. Fuerza es decir que el escritor, uno de los más reconocidos del momento, se había mostrado poco entusiasta ante la idea de una sesión de fotografía. Era por eso que había traído consigo un portafolio de fotos de artistas y literatos que desplegaría ante los ojos de su futura presa. La serie de fotografías representaba más de un año de trabajo, el último año desde que había llegado de Sudamérica buscando nuevos objetivos para su lente: nuevas calles, nuevos rostros. Había casi agotado la lista de nombres que le proporcionara el servicio cultural de su embajada en este país celeste de ríos, bosques y montañas. Se sentía satisfecha del trabajo realizado pero ese prurito, tan característico en ella, de agotar sus temas, le impedía regresar, dar por terminada la tarea si faltaba aún algún nombre de la lista. Agotar las posibilidades, llevar los proyectos a término, colmar sus obsesiones... sobre todo tratándose de un autor importante cuyo libro más reciente la perseguía desde los escaparates de las librerías en sus caminatas por la ciudad. Así pues, sentándose, se dispuso a esperar al tiempo que bebía una cerveza. Jacques volvía desganadamente las páginas del portafolio por las que desfilaban rostros y más rostros. La mirada se le iba hacia los hombres, mujeres y turistas que circulaban por la banqueta. Algunos lo saludaban. Lo conocían, vivía en el barrio desde hacía años, era casi un emblema del lugar, símbolo de talento y capacidad de trabajo. Pero también de creatividad y encanto personal. Famosas eran las presentaciones de sus libros, en las que leía, empuñaba la guitarra, cantaba, retomaba la lectura; en una palabra, fascinaba al público. Un hombre-espectáculo con una obra impresionante: casi quince libros publicados en los últimos veinte años. Había aparecido de modo sigiloso por la esquina de la calle y de inmediato declaró que no deseaba beber nada. Sonia se sintió desarmada. Conforme lo veía hojear el portafolio —o álbum, o colección de fotografías, su perfil clásico, sus ojos color ámbar posándose sobre las fotos—, se sentía cautivada, tal como aquellos que solían asistir a las presentaciones. Y aunque lo tenía cerca —sabía que estaba a punto de atraparlo— percibía en él algo huidizo, algo que se fugaba... como la mirada que se desparramaba sobre la acera. Las manos largas y suaves, el cabello cobrizo dorado, las aletas de la nariz trémulas y transparentes le daban un aire de pintura antigua, de estatua clásica, de ángel. Era un bello ejemplar de hombre, sin duda, con un rostro de pómulos altos, frente despejada, ángulos magníficos. Se relamía Sonia, como un niño ante un pastel, al pensar en las magníficas fotos que iba a tomarle, lo que él le podía dar: cerrar la colección con broche de oro. Hasta un premio, quizá. Pero la tensión del cuerpo, la rapidez con que volvía ya las últimas páginas daban a entender que estaba a punto de levantarse de la silla y decir adiós. Decidió retenerlo, a como diera lugar. Le propuso iniciar allí mismo, inmediatamente, la sesión. Desganadamente, por cortesía quizás, él aceptó. Aún había luz suficiente. Al incorporarse para tomar la cámara se vio a sí misma reflejada en la vitrina de la agencia de viajes. Guy había desaparecido y ella pudo ver en el cristal a una mujer madura, de cabello oscuro recogido en la nuca, surcado por algunos hilos plateados, rostro de belleza mestiza con matices africanos y expresión enérgica: ella. Empuñó la cámara y comenzó a disparar. De perfil, de frente, con el libro abierto ante la lata de cerveza, o recargado indolentemente en uno de los autos estacionados. Cruzaron la calle, posando él y disparando ella. Así, fueron a dar al parque. El Parque San Luis es un quieto refugio de paseantes, bohemios y vagabundos simpáticos. ¡Ah!, también hay algunos que cantan. A esa hora, la pareja de cantores pulsaba el arpa. Se instalaban todas las tardes junto al quiosco de los helados. Tocaba él; ella, ataviada con una amplia túnica blanca, cantaba dulce, quedamente. Siempre tenían público. A María le encantaba sentarse en una banca, y escucharlos, nada más, mientras divagaba. Había averiguado su procedencia: él venía de Nicaragua, ella de Chile. Como tantos inmigrantes en este país, aquí se habían conocido, habían formado una pareja; como tantos inmigrantes vivían de una especie de subempleo: cantar en el parque ante una concurrencia que los esperaba ansiosamente, que dejaba caer monedas y billetes en la cesta cubierta con una servilleta bordada; que los saludaba con un beso en la mejilla, y aplaudía sus canciones. Había llegado a pensar que el oficio de músico ambulante se ennoblecía con Pedro y Elenita, los cantantes del San Luis. A María le habían calentado el corazón durante los meses de trabajo duro, de exilio voluntario. Ahora debía emprender el viaje de regreso. Pero antes tenía que agotar su lista de temas fotográficos. ...Y también su lista de encuentros... Tras las fotos en el parque, Jacques aceptó seguirla a su departamento. Esa noche la pasaron en el piso 20, frente a la Montaña Mágica. Parecía que el hombre se fuera fundiendo, derritiéndose, rindiéndose, había aceptado subir pese a que tenía un montón de cosas que hacer, dijo. Bebieron, comieron algo y luego, entre los dos desplegaron el sofá-cama. Ella no dejaba de comentar sus libros, alabar sus poemas, tomarle más fotos. Ya en confianza, tras una botella de tinto, un beso, una caricia, Jacques se dejaba mimar por la mujer frondosa, atenta como una madre. o una hermana. Lo convenció, en los días que siguieron, de que la acompañara a un coctel en el consulado. Allí lo presentó con bombo y platillo no sólo como el escritor que era, sino como su última conquista en la fructífera estancia de trabajo en Quebec. Los amigos la miraban divertidos, algunos con recelo (las chicas secretarias sobre todo.) como diciendo: “Ah qué María, no deja títere con cabeza. y ahora este poeta, este hombre guapo.”. La verdad es que se había hecho famosa por su puntual asistencia a los cocteles y luego seguir la farra en las discotecas de la Rue Saint-Denis. Su excelente trabajo de fotógrafa y sus buenas relaciones le abrían las puertas. y ahora, hasta tenía la compañía de este hombre. Jacques iba conquistándolos también con su aire displicente y los libros de poesía que distribuía entre unos y otros. Pasaron algunas semanas, más cocteles. María decidió demorar su regreso y hacía su aparición colgada del brazo de Jacques. Hasta la cámara que solía empuñar con fiereza se le había olvidado. ¿Para qué lo iba a retratar si podía tenerlo en persona.? Jacques se tuteaba con el secretario del consulado de Brasil; con los invitados habituales, actores, pintores. Sonia estrenaba chalinas caladas que había comprado en Flamengo, su barrio en Río de Janeiro, cerca de Catete y del palacio en que se suicidara el presidente Getúlio Vargas (según contaba el padre de Sonia). Las había llevado consigo para regalar y ahora prefería lucirlas. Se murmuraba que olía a casorio. por lo menos, a vida en pareja. A Jacques le había sido formulada, por intermediación de ella, una generosa invitación para una estancia de presentaciones y conferencias en Río. quizás una estancia de varias semanas. o años. Pasaron los meses, más de seis. Le había dado a María por volver al Parque San Luis de frondas abundantes y concurrencia variopinta de emigrantes sudamericanos, heladerías y cielo veraniego. Nada tan delicioso como recordar aquella venturosa tarde de sábado en que conociera a Jacques. Ahora la veía como un parteaguas en sus días. Al regresar al parque, atravesarlo para llegar hasta las calles en que se localizan restaurantes, tiendas de comestibles en las que surtía el carrito con ruedas y regresar lentamente hasta el edificio frente al río... ese río que antaño llegaba hasta la reserva indígena de Hoche-laga. Al surcar el verde parque, bordear el gran estanque, detenerse en el quiosco y pedir por enésima vez helado de frambuesa. su favorito, lo saboreaba a placer. Se repetía lo afortunada que era: había creado toda una colección fotográfica, había viajado a Ottawa y Toronto, tenía nuevas amistades (las del consulado; los pintores Rémy, Suely, Caroline) y ahora Jacques. Este último era lo mejor, algo así como un trofeo, un premio tras años de espera; años de trabajo, mucho trabajo. Tan delicioso, tan nuevo como el sabor de la fruta que se le quedaba en el paladar, en los labios. La despedida de Sonia en el consulado fue un acontecimiento. Todo el mundo presente, incluyendo a Jacques; los secretarios Joao y Henrique, por supuesto. Y pintores, actores, becarios, stagiaires como ella. Los muros tapizados con sus fotografías. Algo de samba, caipirinhas en abundancia; el dios Baco. Los adioses, más tarde, en el aeropuerto, tristes, saturnales como suelen ser. Al regreso, unos días en Sao Paulo. Visitar alguna galería, enterarse de las novedades, establecer contactos para exposiciones futuras y una presentación de Jacques y sus libros. Sonia, en su apogeo tras el éxito canadiense, los cabellos negros y rizados sobre los hombros, los vestidos escotados, entallados, de colores vivos, reconociendo el color del cielo, el olor del mar, estaba en su elemento retomando conciencia de sus orígenes: de su piel oscura, el sentido del ritmo, una sensualidad gozosa. Después, ya en Río, en su piso de Flamengo, la cercanía de la playa, la visita obligada a la Catedral de San Sebastián a dar gracias y comprar una medalla de la Virgen de Aparecida; las entrevistas con las gentes del Museo de Arte Moderno de Niterói que construyera Niemeyer: nada le gustaría más que exponer sus fotografías en su propia tierra. Exhibir el contraste entre el paisaje helado de Montreal en invierno y la tersa bahía de Guanabara. Tomaría más fotos: los astilleros en la bahía, el Cristo Redentor, las playas de Leblon, Ipanema y, claro, Copacabana. Todo lo vería de nuevo con una nueva óptica. junto a Jacques. Dedicó una tarde completa a recorrer por enésima vez los salones de pintura brasileña del XIX en el Museo Nacional de Arte. Recuperaba sus aficiones, su juventud. Lo llevaría a bailar samba a Lapa. Pasadas varias semanas, después de superar un corto circuito en el departamento y una indigestión causada por una comilona de mariscos junto con Carme-lina en el restaurante Brandao, tomando una foto aquí y otra allá, comenzó a resentir el calor sofocante y la ansiedad; la evidencia de los correos electrónicos escuetos: “Allo.!”, “Comment 5a va?”. Luego, más espaciados. Al final, de plano, sus correos sin respuesta. Empezó a tomar conciencia de la enorme distancia entre el país del sol y la arena y el otro, al norte, el de la nieve y el frío de invierno. Sentada ante la laptop, no obtenía respuesta de los amigos del consulado, todos se hallaban ausentes, invernando en Florida seguramente; o en Acapulco o Cancún. Ninguno llegaría hasta Sao, hasta Río, tan lejos. Nadie le daba razón de Jacques. Puro silencio. Lo opuesto a la exitosa estancia y su despedida triunfal. Ahora, aquí en Río, el vacío. una especie de abismo. Y luego, algo así como el tránsito al Aqueronte, la Laguna Estigia. Jacques no llegó a Río, o quizá llegó pero... Tras semanas de espera. Finalmente alguien del consulado de Brasil le informó por teléfono: Jacques Tremblay, el escritor, sí el poeta, había partido en compañía del secretario A. Costa Viana a un viaje particular. ¿Particular? Sí, “particular, a México”. Ante la estupefacción y la insistencia de Sonia, la empleada, una tal Georgette, creyó conveniente añadir en tono confidencial no exento de malicia: “bueno, ya sabe cómo son ellos. aquí no pudieron casarse, en cambio en México ya se permite...”. Para añadir inmediatamente: “creo haber escuchado que irán luego a Brasil, por asuntos del señor Costa. posiblemente.”. Colgó sin más. Aturdida, los ojos llenos de lágrimas, salió al balcón oscurecido en la esquina de Rua Correia Dutra con Catete. La noche se le venía encima con su calor sofocante, la multitud que salía del tren subterráneo, los puestos que exhibían chalinas, bolsos, vestiditos minúsculos de muñecas para niñas minúsculas; los edificios cercanos, antiguos, viejos como aquel en donde, según su padre, el presidente Getúlio Vargas se diera un tiro. La presencia lejana del mar, la vecindad de Lapa, camino a los cerros; de Laranjeiras y sus iglesias blancas. Río, en suma. Vertiginosamente, en la memoria, los momentos con Jacques: el encuentro esa tarde, y luego esa noche; el Parque San Luis, el helado de frambuesa, los músicos callejeros; la gente del consulado, las calles de Montreal. Ella con la cámara al hombro, Jacques, muy mansito, pegado a su lado en los cócteles del consulado, lejos ya de su altanería y su indiferencia, firmando libros aquí y allá, felices ambos. De todo lo sucedido, el tal Costa tenía la culpa. sin duda alguna. Jacques era un bobalicón engreído, un tontuelo. Pero no podía dejar de sollozar. Y recordó también, de golpe, algunas frases de su padre: “Acuérdate, hija, de una cosa: en la vida no siempre se puede ganar.”. Y otra más: “Nada es para siempre.”. Se asió con fuerza al barandal de reminiscencias art nouveau para no caer del balcón. En la noche calurosa. Allí, en Catete, en Flamengo, cerca del restaurante Brandao. |
Cuento de Margarita Peña
Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México Nº 157 Marzo 2017
Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México
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