Historias humanas desde el lado menos brillante, desde la tristeza galopante. Un libro que no se puede cortar a la mitad y retomar, que no admite interrupciones, que se convierte en un acto de amor, que ha de concluir con el clímax o la renuncia. Las pausas sólo han de ser válidas para lograr oxígeno, para pasar del placer al dolor y del dolor al placer, en segundos, los que toma el quejido en escucharse, el pelo en sacudirse, la mente en cegarse, el corazón en partirse, la mano en ajustarse al cuerpo, a la piel, y la sangre en derramarse de la vida. Y la memoria, otro ingrediente. No ésa que se talla en las lápidas, para convenir con el que ha muerto que no se le visitará jamás. No. La memoria desde la vida, para sostenerla como escudo ante los embates del destino y ante el tesón de la Parca. Los narradores protagonistas de la obra de Soledad Puértolas viven el mundo de interiores, en el que la comunicación es escasa, lánguida. En él, los contados son los recuerdos, esos que están en la primera ventana, los que se atisban sin luz y con poco aire; esos que saben a dolor, espanto, a gritos, a ‘melancolías inaccesibles’, a incertidumbres y que sólo tienen vista al vacío, al túnel sin fin, al olvido, al hueco de los que ni eso pueden, olvidar.
“La vida de su amigo, aunque pareciera deslumbrante, estaba tan vacía como la suya. Era un consuelo mediocre y mezquino, pero le servía. Porque, aun cuando apenas pensaba en él, Valerio estaba detrás de su melancolía. Algunas veces había llegado a preguntar si no era la nostalgia de su llamada lo que repentinamente hacía palidecer sus investigaciones y su comodidad.” Pág. 64.
Si usted es de los seres que se bajan del camino de todos los días para salir de la rutina, escapar de lo ordinario y evitar la ramplonería; de los que se detienen frente a las expresiones del arte y de la inteligencia, entonces en ‘una enfermedad moral’ tiene motivos más que justificados para hacer buen uso del tiempo que no detiene su marcha.