Tengo a los
libros apretujados en varios tramos de mi estancia, pese a esto están
cómodos, ordenados y, también, están arrinconándome. Se ubican entre las
maderas desde la anarquía de mis sentimientos, no desde las pautas de la
técnica, o sea, los que quiero más, a menor distancia, entre los que me
conceden tal privilegio los íntimos que, siendo pocos, son más que los
amigos de carne y hueso, muchos más. Ellos, los libros, pasan por el
tamiz del amor, ese que profeso por sus autores y autoras.
Creo que con los libros se cumple esa fórmula de ‘la química’, esa que
se aplica día a día: si te cae bien el escritor, buscarás leer sus
libros, y si te cae mal, probablemente los evites. Lo que no se puede
admitir es que si te desagrada el palabrista, te atrevas a llamarle
‘limitadito’. Menos aún, si el supuesto ‘limitado’ ha ganado un Premio
Nobel, por ejemplo, porque entonces las limitaciones van por dentro y
por fuera del que las proclama. Entre los tomos que frecuento están las
obras que tratan acerca de libros y autores, los que en su corpus llevan
metaliteratura.
Hurgando estanterías, con el pretexto de ordenar tomos dispersos entre
los recovecos, redescubrí ‘El viaje involuntario de un suicida por
afición’, una novela preciosa, que había comprado hace tiempo y que
“guardé” para lectura inmediata. Estaba perdida en contra de su
voluntad, en un lugar casi invisible y, por mi horroroso descuido, vivía
secuestrada en el plástico que ‘garantizaba virginidad’.
Me sedujo el hallazgo, igual que cuando la compre: la palabra suicidio
llamó mi atención. Leyéndola, he confirmado que atesora esos
ingredientes que rodean al misterio de la vida y de la muerte desde sus
claves genéticas. El autor se llama ‘Einzlkind’ (hijo único, como se
traduce) “el intrigante seudónimo” tras el que se oculta: un ser del que
poca gente tiene referencia o da cuenta, se presume es alemán. El nombre
con el que el autor marcó al libro originalmente es Harold, que para los
lectores en español fue transformado en ‘El viaje involuntario de un
suicida por afición’.
Del lado oscuro de la gaveta rescaté la escondida obra que cumplía con
el ánimo ocultista de su creador: ‘El viaje involuntario de un suicida
por afición’, la bitácora de Harold, un adulto de 49 años, un mal
practicante del arte de quitarse la vida, y de su compañero de ruta
Melvin, un crío de 11 años, superdotado, que busca a su padre, en
Inglaterra e Irlanda, que de cuando en cuando se atreve a rotular
mensajes potentes como los siguientes: “La política es una broma, la
televisión una farsa y el resto es lo de siempre: comer y ser comido. La
gente no ha cambiado. Lo único que han conseguido es engordar. En la
dictadura hay un retrasado mental decidiendo, en democracia cincuenta
millones. En la democracia triunfa lo más normal del ser humano, su
comodidad y sus limitaciones. El enaltecimiento del proletariado es al
mismo tiempo su hundimiento, porque ya no hay nada que se salve de lo
que llamamos normalidad” (pág. 69).
Estupenda literatura para el divertimento de la mente y el espíritu que
producen las buenas letras. Publicada por Siruela, son 235 páginas en
las que el lector irá de la mano de una extravagante y rara pareja.