superbiam carminum festinemus
Dante, De vulgari eloquentia (II, v)
Una de las aporías o paradojas clásicas es la del mono gramático (como Paz diría evocando su periodo en la India). Borges la resume aportando su acostumbrado grano de sal:
Huxley […] no dice que los “caracteres de oro” acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum (bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal). Lewis Carroll […] observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno —año de 1893— que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. “Muy pronto (dice) los literatos no se preguntarán ¿qué libro escribiré? sino ¿cuál libro?” Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.
El artículo se llama precisamente
“La biblioteca total” (Sur, núm. 59, agosto de 1939), y
es una de las formas cómodas y elegantes por las que se puede
resumir la cuestión al servicio de los especuladores modernos
(filósofos, especialistas en estadísticas y cálculos
probabilísticos, lingüistas, biólogos evolucionistas). Muy del
gusto borgeano —pero no sólo—, el hecho de que la historia de
las ideas encarne en las pasiones de los hombres. T. H. Huxley
está blandiendo agudezas contra su rival en la British
Association for the Advancement of Science, el sabio naturista
Richard Owen. La cuestión, que linda con el abismo desde el que
surgió nuestra especie, es si existe la posibilidad teórica de
que los primates mayores, los simios, sigan evolucionando
darwinianamente hacia el Homo sapiens o
similares. A ese misterio debe su éxito como blockbuster
deliciosamente angustiante la serie fílmica Planet of the
Apes, a partir de la novela del francés Pierre Boulle,
aparecida en 1963. En esa historia, los rivales de nuestra
subespecie no son capaces de fabricar armas de fuego pero sí de
utilizarlas galopando como guerreros apocalípticos o bárbaros
con metralletas. Tampoco se les propone como capaces de idear el
motor combustible de cuatro tiempos ni la locomoción a vapor,
por ejemplo; pero sí capaces de aprovechar ese tipo de productos
de la civilización. Se expresan en inglés con absoluta claridad.
Hay mayor voluntad de rigor en las premisas sobre las que se
sostiene la confrontación entre los dos fellows de
Oxford. Huxley declara que es sólo cuestión de paciencia (o de
encontrar cómo potencializar y desdoblar el tiempo de los
escribas) para que un chimpancé pueda manejar con destreza el
teclado de una máquina de escribir; Owen postula algo menos
imaginativo pero, por ello, al parecer más sólido: el tipo de
cuadrumano que somos no se repite, es resultado de una evolución
sorpresiva y poco “natural”, o sea, un desarrollo inusitado del
hipocampo menor cerebral. Eso nos constituye en una clase aparte
de todos nuestros primos peludos.
Cada época ha contribuido con sus adelantos técnicos a dar
verosimilitud a la hipótesis que Huxley abandera. Imaginemos,
por mero provecho de la facultad de especulación de que
efectivamente estamos dotados, lo queramos o no, que sí. En este
tiempo en el que las siglas inglesas AI nos desconciertan:
pongamos la más poderosa maquinaria de inteligencia artificial
al servicio del reto. El artefacto sería programado con el
comportamiento cerebral del mejor candidato dentro del mundo de
simios y chimpancés. Las máquinas IA cuánticas que en la
actualidad empiezan a concebirse serán mucho más poderosas que
las actuales basadas en lenguaje binario, de modo que permitirán
a los expertos en programación y simulación que ahí dentro de
ese enjambre de chips nazca virtualmente el Simio ideal (o un
regimiento de ellos). Equivalente futurista de un monasterio
medieval de monjes escribas.
La premisa conceptual complementaria que se encamina hacia este
fin es una adecuada teoría de la creación. En esa
supercomputadora cuántica encontrará su lugar virtual no un
cierto número de e-books sino el laberinto exasperante
de Borges (una biblioteca total que ciertamente será babeliana).
Ahí dentro, el supersimio se convierte en una suerte de aprendiz
de brujo escritor. La teoría de la creación literaria que le
corresponde es la “Filosofía de la composición”, gracias a la
cual Poe jura haber escrito “El cuervo”. Un as de la baraja a
disposición de la polémica desde unos tres quinquenios antes
(1846, 1860). A la forma en que Borges resume la cuestión,
incorporemos el antecedente del riguroso pensamiento poético de
Mallarmé y su epígono Valéry, dos cerebros poéticos que dejaron
su impronta en el argentino.
Esa mefistofélica AI cuántica simularía (o contendría, con
riesgo de la rebelión de la cibercriatura) el mono gramático que
acabaría por teclear algún soneto de Shakespeare (y después toda
la serie, y después el total del acervo de la Biblioteca del
Congreso, etcétera). El soneto LV aparecería escrito como por
primera vez, proclamando el hurra victorioso de que ars
longa, vita brevis:
Not
marble, nor the gilded monuments
Of Princes, shall outlive this powerful rhyme
[¡Ni el mármol, ni dorados monumentos
de príncipes,
podrán sobrevivir al poder de estas rimas!]
(Trad. de Ramón García González).
Un instante prodigioso que sería
un momentum, o algo similar, según las leyes físicas:
fuerza en acción, concentrada en un punto del espacio-tiempo,
que provoca cambios debido a su capacidad energética de impactar
la materia sobre la que actúa (las letras del teclado, el
vocabulario de una lengua, el lexicón del OED). Después de un
caos de millones de líneas sin sentido pero rigurosamente
cortadas en versos bien escandidos —jitanjáforas, en la voz de
Alfonso Reyes, amigo de Borges y amigo también de humoradas
librescas—, los científicos custodios y mayordomos de su gólem
repetirían, ellos también, una exclamación que es parte de la
riqueza mental heredada de los griegos: ¡Eureka! ¡Eureka!
Habemus sonnet!
No Pierre Menard, con la deliciosa sucesión de aventuras
maltrechas y sabrosos diálogos ociosos entre los personajes
cervantinos, sino el ejército virtual de simios logofrénicos
haría caer en el orden necesario cada uno de los caracteres de
las catorce líneas. Eureka.
-oOo-
La imaginación no es un capricho sino el resultado del rejuego
continuo entre dos fuerzas contrarias: derecho a la especulación
que se alimenta de la relación lógica entre sus premisas (sean
éstas verdaderas, verosímiles o al menos plausibles) y, por el
otro lado, el examen más riguroso posible, en cuanto sistema y
método —en todas y cada una de sus partes acompañado, cada que
sea posible, de simulaciones o repeticiones experimentales que
arrojen el contraste de la realidad empírica—. En estas
edificaciones de la mente, basta un eslabón abierto para que
todo se caiga.
Existen dos recursos para neutralizar lo que podemos llamar el
vértigo Borges.
1. Cálculos algebraicos y ecuaciones múltiples. Es el teorema del simio infinito (Infinite Monkey Theorem). Postula que “es casi seguro” que el soneto aparecerá gracias al incesante golpear de teclas por parte del homínido. El cálculo probabilístico indica que llegar a una palabra como banana (una sola vocal, tres veces, dos consonantes, una de ellas repetida, pero en el orden debido) tiene la posibilidad de menos de una entre quince billones (miles de millones). Ciertamente, no es cero absoluto. ¿Llegar a todas las palabras de un verso —seamos exigentes—, incluyendo sus signos de puntuación? La probabilidad afortunada (la única: ni una sola grafía alterada) se encoge exponencialmente a tal grado que habría que plantearse una dimensión del tiempo que se proyecte al pasado hasta el gran estallido por el que el universo empezó y hacia una indefinición de tiempo futuro. Añádase que la conducta efectiva del simio no es la de una dócil máquina de teclear: variaciones de ritmo, distracciones, gruñidos, brincar sin más de su asiento, harto de someterse a golpear con los dedos. O acaso pueda obstinarse en presionar una sola tecla por un lapso prolongado, además de que la pantalla luminosa es un poderosísimo elemento distractor —si se trata de papel en el rollo de una vieja máquina mecánica, será el ruido o el movimiento del papel lo que atrapará su atención.
2. El hippocampus minor. He aquí la clave. El desarrollo cerebral organiza a todas las especies animales en cuatro grupos ascendentes. En el tercero hay una notable evolución al punto de distinguirse claramente el cerebelo; lo presentan los ungulados, cetáceos, animales carnívoros y, finalmente, los simios antropomorfos. Si la pirámide evolucionista culminara ahí, serían los señores del planeta. Pero he aquí que un solo tipo, una sola subespecie de esos grupos, continuó provocando el desarrollo de su cerebro —¿cómo, por qué?, ¿factores externos funcionando como estímulos de qué predisposiciones que acaso hemos de llamar “voluntad evolutiva”?—, al punto de reclamar un término propio: arquencéfalos, los seres dotados de cerebro dominante. Es así que, sólo en él, aparece un tercer lóbulo en la zona occipital; a esa rica región cerebral se le llamó hippocampus minor, que se resume como hipocampo. Hasta la fecha, un solo sujeto ha causado que se le instale en este casillero: Shakespeare y todos sus congéneres, incluyendo la reina Isabel y el más zafio de los taberneros; ya que el ejemplo es anglosajón, podemos añadir al grupo de los privilegiados al pionero de los serial killers y también a aquel imaginario hombrecito atrapado en su labor de escribano, que encuentra la manera de usar su magnífico cerebro para reiterar siempre las mismas teclas: “I would prefer not to”. (Nuevamente, las fechas se citan mejor que el teclado del simio: Bartleby, the Scrivener apareció en 1853.)
-oOo-
Establecido el razonamiento que parece irrefutable y desengaña o
tranquiliza, seamos, si no imaginativos, fantasiosos. Ahí está
entonces la criatura de la más tecnológica de las noches
idumeas. Desvanezcamos el tiempo, prolongado o no, de su labor.
Finalmente el soneto aparece, brillando en la pantalla del
ordenador; es el momento anhelado en el que entrarían en
colisión los científicos prácticos y teóricos de todas las
disciplinas involucradas: So what? ¿Qué
dignidad tiene esa suerte de clon del Bardo ante la primera
aparición de las mismas inspiradas catorce líneas por parte de
nuestro congénere de Stratford, llamado el Cisne? ¿Se
encontraría nuestra especie ante la necesidad y posibilidad de
dedicarse, acto seguido, a reconstruir virtualmente el cerebro
de Mallarmé e informarle —inquietarlo con la noticia— de que el
golpe de teclas ha finalmente abolido el azar? Los escépticos
moverán de inmediato un peón por una sola casilla en el tablero,
pero eso amenazaría al rival: no es más que una variable perdida
en la agobiante selva de trillones de germinaciones con forma de
insensatos pentámetros yámbicos isabelinos. Él no sabe
que lo ha escrito. ¿O sí?
La rosa azul ¿es una yerba más en el verde universo whitmaniano
de las Hojas de hierba? (Misma época, mismo punto denso
en el espacio-tiempo de la poesía: la summa de este
otro bardo surgió en 1855 y se enriqueció con vigor hasta la
edición póstuma de 1892.) ¿Cuál debe ser el criterio filosófico
para zanjar salomónicamente la cuestión sin cortar por el medio
la palpitante criatura recién nacida, sea un bebé humano o un
soneto recién alumbrado? (Se trata la historia de las dos
prostitutas que han parido: Reyes 3:16-28.) ¿Tendrá derecho el
cibersimio poeta a volver de sus científicos agentes de prensa y
empezar a organizar su agenda de entrevistas, conferencias,
cursos doctorales por Zoom? En todo caso, recibiría
condecoraciones, honoris causa y el derecho a
un escudo de armas; y leeríamos entonces, en el banderín de la
base, el motto desbordante de enjundia: scribere
possibile est!
Coda ecuestre
El argumento de intención y voluntad permite ser amplificado.
Volvamos a las voces canónicas, en particular aquellas cuyo lema
de contienda es modernidad. Apenas iniciado el segundo
volumen de De vulgari eloquentia (c. 1304-7),
donde se diserta sobre el arte del verso nuevo que él adopta sin
reservas, Dante expone el quid de la situación: un
poema es fruto de una voluntad, y no sólo de cualquiera sino de
la propia de los notabilísimos: non omnes versificantes sed
tantum excellentisimos [“no todos los versificadores, sino
sólo los más excelentes”] (II, ii). Todas las otras vías serán
insuficientes para concebir y madurar un fruto illustre uti
vulgare, tanto como la senda torcida confesada en el tercer
verso del “Infierno”. Más de medio milenio después Valéry dirá
enfáticamente que la poesía y un poema no son un hecho
lingüístico entre otros sino una extensión de las facultades de
la lengua, una que linda con su culminación (“La enseñanza de la
poética en el Collège de France”, 1937). Un poema realmente
logrado es el Paraíso del espíritu encarnado en el cuerpo
abstracto de la lengua.
No ha perdido actualidad el ejemplo desbordante de vida
cotidiana del que echa mano Dante en esta parte de su
disertación sobre la elocuencia en lenguas vernáculas. Medio
ideal para atar cabos. Tanto la novela de Boulle como la serie
hollywoodesca piden de su público un complicado pacto de
verosimilitud. En esa ficción que juega con el pavor, nuestros
peludos primos primates han ingeniado la forma de cabalgar y de
manejar armas de fuego, habilidades que van al parejo de su
sociedad dotada de lengua “humana” y de su organización en una
colectividad que oscila entre lo tribal y dictatorial. Sea. Pero
no parecen estar capacitados para fabricar armas de fuego, pues
de hecho no han salido del neolítico superior. A todas luces la
novela, aunque francesa, se inscribe en un género
particularmente británico de la Ilustración: la sátira utópica a
la sociedad contemporánea. Son gorilas, en el sentido literal
tanto como se califica así a los autócratas sanguinarios. Dante:
Et cum loquela non aliter sit necessarium instrumentum
nostre conceptionis quam equus militis, et optimis militibus
optimi conveniant equi, ut dictum est, optimis conceptionibus
optima loquela convenient [“Y puesto que el habla no es un
instrumento más necesario para nuestra concepción que el caballo
de un soldado, y los mejores caballos convienen a los mejores
soldados, como se ha dicho, la mejor habla conviene a las
mejores concepciones”] (II, i). La lengua es entonces
instrumento necesario para nuestro propio concepto como el
caballo lo es para el caballero; por lo tanto, los mejores
equinos convienen a los mejores caballeros y a los mejores
conceptos convendrá la mejor lengua.
Lo cual propicia un corolario pertinente. La naturaleza produce
con frecuencia fenómenos de belleza espectacular, inigualable
por cualquier otro medio. Una puesta de sol en el horizonte
marino, una cordillera nevada que enmarca un azul refulgente, la
trama de pétalos de una rosa magnífica, las volutas del caracol
sobre la arena dorada… Cierto: belleza, mas no se trata de obras
de arte, pues no hay intención estética (ni ninguna otra) sino
el resultado de un complejo de causas y agentes que, al
conjugarse, producen por fuerza ese resultado provisto de
armonía y belleza.
Fuera de la sátira social explotada millonariamente por la
industria fílmica, el único caso al que se ha llegado de primate
sobre una montura es penosamente circense. Ni los gorilas ni los
orangutanes podrían formar una caballería armada o un grupo
guerrillero con sus kaláshnikovs, ni los chimpancés podrían ser
jockeys en Ascot, Longchamp o Kentucky. Apenas
changuitos dando vueltas alrededor de la pista del circo, bajo
la férula de su domador con látigo en mano. Dante está pensando
en una aristocracia de la sangre tanto como del espíritu —en
oposición al bando de los güelfos negros, que decretó su exilio
a perpetuidad—; sólo ese tipo de sujeto superior tiene derecho a
vérselas con modelos tan exigentes como la canzone o el
soneto (lo cual nos eximiría de legiones de poetastros).
Mallarmé lo acuñó en un alejandrino insuperable cuando ofrece su
obsequia fúnebre a Poe: Donner un sens plus pur aux mots de
la tribu [“Dar más puro sentido al habla de la tribu”;
trad. de Ulalume González de León] (1877). Acaso yacía en su
memoria profunda el argumento esgrimido por el toscano; cada
poeta es un Jasón que intenta no naufragar en su procura del
vellocino de oro: el vulgare illustre —hacer
que la masa verbal ordinaria (el pan nuestro de toda la
humanidad todos los días) se metamorfosee en ambrosía gracias a
la alquimia del verbo (la expresión es de Rimbaud)—. La
empresa reclama a los mejores y no un infinito barajar de teclas
y letras, sea de un simio o de una AI. Dante: nunquam sine
strenuitate ingenii et artis assiduitate scientiarumque habitu
fieri potest [“Sin el vigor del talento, nunca podrá
lograrse la aplicación asidua del arte y el hábito del
conocimiento”] (II, iv). Imposible de conseguir sin extenuar el
ingenio, sin mostrar asiduidad en el arte y sin poseer la gaya
ciencia de rimar. El escritorio como lugar voluntariamente
aceptado de trabajos forzados (artis ergasterium).
Reteniendo como foco en el tiempo la mitad del siglo XIX,
sabemos con qué palabras, qué conciencia y modelo, argumentaría
Mallarmé en este punto. El artis ergasterium
deliberadamente asumido (y no a cambio de bananas, así revistan
la forma de llamativos premios literarios) hasta conquistar
un momento de perfecta lucidez… Como sea, entre más
avance, más me mantendré fiel a las ideas severas que me ha
legado mi gran maestro Edgar Poe. Es la carta a Henri
Cazalis (enero de 1864) con la que le envía un poema resuelto en
nueve cuartetas alejandrinas sobre el más inasible de los temas:
“El azur”. Sobra decir que Mallarmé tenía en máxima estima la
“Filosofía de la composición”, donde el bostoniano proclama su
método científico —podemos sintetizarlo así— para escribir
poesía.
No cabe duda de que para todos nosotros modernos y banales
ignorantes de latín los argumentos en esa noble lengua se
revisten de autoridad emanando un tufo de inteligencia y belleza
sin par. (Por mi parte, agradezco el invaluable auxilio de la
Dra. Lourdes Santiago, tan experta en lengua y cultura latinas
como generosa en la amistad.) Estas páginas han sido una forma
verbosa de contornar el meollo. La poesía materializa un
propósito sostenido ejercido sobre uno de los artefactos más
conceptuosos que la civilización ha ideado como proeza
colectiva, desentendiéndose de la intención palmaria de
“comunicarse” o de denotar alguna cosa en particular en aras de
decir algo que el poema sabe pero y porque rebasa a su amanuense
y receptores. El azur no se deja pescar al azar.
Autor
Alberto Paredes [1]
Pachuca, Hidalgo, 1956. Poeta, ensayista, crítico literario, editor y catedrático. Es doctor en Letras por la UNAM y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la misma institución. Algunos de sus libros de poesía son Cantapalabra (2003), Tres cuadernos (2010) y Los soles del nómada (2023). Asimismo, es autor del libro de ensayos La poesía de cada día: un viaje al modernismo brasileño (2000).



