El simio poeta
ensayo de Alberto Paredes
[1]


superbiam carminum festinemus

Dante, De vulgari eloquentia (II, v)

Una de las aporías o paradojas clásicas es la del mono gramático (como Paz diría evocando su periodo en la India). Borges la resume aportando su acostumbrado grano de sal:

Huxley […] no dice que los “caracteres de oro” acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum (bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal). Lewis Carroll […] observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno —año de 1893— que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. “Muy pronto (dice) los literatos no se preguntarán ¿qué libro escribiré? sino ¿cuál libro?” Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.

El artículo se llama precisamente “La biblioteca total” (Sur, núm. 59, agosto de 1939), y es una de las formas cómodas y elegantes por las que se puede resumir la cuestión al servicio de los especuladores modernos (filósofos, especialistas en estadísticas y cálculos probabilísticos, lingüistas, biólogos evolucionistas). Muy del gusto borgeano —pero no sólo—, el hecho de que la historia de las ideas encarne en las pasiones de los hombres. T. H. Huxley está blandiendo agudezas contra su rival en la British Association for the Advancement of Science, el sabio naturista Richard Owen. La cuestión, que linda con el abismo desde el que surgió nuestra especie, es si existe la posibilidad teórica de que los primates mayores, los simios, sigan evolucionando darwinianamente hacia el Homo sapiens o similares. A ese misterio debe su éxito como blockbuster deliciosamente angustiante la serie fílmica Planet of the Apes, a partir de la novela del francés Pierre Boulle, aparecida en 1963. En esa historia, los rivales de nuestra subespecie no son capaces de fabricar armas de fuego pero sí de utilizarlas galopando como guerreros apocalípticos o bárbaros con metralletas. Tampoco se les propone como capaces de idear el motor combustible de cuatro tiempos ni la locomoción a vapor, por ejemplo; pero sí capaces de aprovechar ese tipo de productos de la civilización. Se expresan en inglés con absoluta claridad.

Hay mayor voluntad de rigor en las premisas sobre las que se sostiene la confrontación entre los dos fellows de Oxford. Huxley declara que es sólo cuestión de paciencia (o de encontrar cómo potencializar y desdoblar el tiempo de los escribas) para que un chimpancé pueda manejar con destreza el teclado de una máquina de escribir; Owen postula algo menos imaginativo pero, por ello, al parecer más sólido: el tipo de cuadrumano que somos no se repite, es resultado de una evolución sorpresiva y poco “natural”, o sea, un desarrollo inusitado del hipocampo menor cerebral. Eso nos constituye en una clase aparte de todos nuestros primos peludos.

Cada época ha contribuido con sus adelantos técnicos a dar verosimilitud a la hipótesis que Huxley abandera. Imaginemos, por mero provecho de la facultad de especulación de que efectivamente estamos dotados, lo queramos o no, que sí. En este tiempo en el que las siglas inglesas AI nos desconciertan: pongamos la más poderosa maquinaria de inteligencia artificial al servicio del reto. El artefacto sería programado con el comportamiento cerebral del mejor candidato dentro del mundo de simios y chimpancés. Las máquinas IA cuánticas que en la actualidad empiezan a concebirse serán mucho más poderosas que las actuales basadas en lenguaje binario, de modo que permitirán a los expertos en programación y simulación que ahí dentro de ese enjambre de chips nazca virtualmente el Simio ideal (o un regimiento de ellos). Equivalente futurista de un monasterio medieval de monjes escribas.

La premisa conceptual complementaria que se encamina hacia este fin es una adecuada teoría de la creación. En esa supercomputadora cuántica encontrará su lugar virtual no un cierto número de e-books sino el laberinto exasperante de Borges (una biblioteca total que ciertamente será babeliana). Ahí dentro, el supersimio se convierte en una suerte de aprendiz de brujo escritor. La teoría de la creación literaria que le corresponde es la “Filosofía de la composición”, gracias a la cual Poe jura haber escrito “El cuervo”. Un as de la baraja a disposición de la polémica desde unos tres quinquenios antes (1846, 1860). A la forma en que Borges resume la cuestión, incorporemos el antecedente del riguroso pensamiento poético de Mallarmé y su epígono Valéry, dos cerebros poéticos que dejaron su impronta en el argentino.

Esa mefistofélica AI cuántica simularía (o contendría, con riesgo de la rebelión de la cibercriatura) el mono gramático que acabaría por teclear algún soneto de Shakespeare (y después toda la serie, y después el total del acervo de la Biblioteca del Congreso, etcétera). El soneto LV aparecería escrito como por primera vez, proclamando el hurra victorioso de que ars longa, vita brevis:

Not marble, nor the gilded monuments
Of Princes, shall outlive this powerful rhyme

[¡Ni el mármol, ni dorados monumentos de príncipes,
podrán sobrevivir al poder de estas rimas!]
      (Trad. de Ramón García González).

Un instante prodigioso que sería un momentum, o algo similar, según las leyes físicas: fuerza en acción, concentrada en un punto del espacio-tiempo, que provoca cambios debido a su capacidad energética de impactar la materia sobre la que actúa (las letras del teclado, el vocabulario de una lengua, el lexicón del OED). Después de un caos de millones de líneas sin sentido pero rigurosamente cortadas en versos bien escandidos —jitanjáforas, en la voz de Alfonso Reyes, amigo de Borges y amigo también de humoradas librescas—, los científicos custodios y mayordomos de su gólem repetirían, ellos también, una exclamación que es parte de la riqueza mental heredada de los griegos: ¡Eureka! ¡Eureka! Habemus sonnet!

No Pierre Menard, con la deliciosa sucesión de aventuras maltrechas y sabrosos diálogos ociosos entre los personajes cervantinos, sino el ejército virtual de simios logofrénicos haría caer en el orden necesario cada uno de los caracteres de las catorce líneas. Eureka.

-oOo-

La imaginación no es un capricho sino el resultado del rejuego continuo entre dos fuerzas contrarias: derecho a la especulación que se alimenta de la relación lógica entre sus premisas (sean éstas verdaderas, verosímiles o al menos plausibles) y, por el otro lado, el examen más riguroso posible, en cuanto sistema y método —en todas y cada una de sus partes acompañado, cada que sea posible, de simulaciones o repeticiones experimentales que arrojen el contraste de la realidad empírica—. En estas edificaciones de la mente, basta un eslabón abierto para que todo se caiga.

Existen dos recursos para neutralizar lo que podemos llamar el vértigo Borges.
 

1. Cálculos algebraicos y ecuaciones múltiples. Es el teorema del simio infinito (Infinite Monkey Theorem). Postula que “es casi seguro” que el soneto aparecerá gracias al incesante golpear de teclas por parte del homínido. El cálculo probabilístico indica que llegar a una palabra como banana (una sola vocal, tres veces, dos consonantes, una de ellas repetida, pero en el orden debido) tiene la posibilidad de menos de una entre quince billones (miles de millones). Ciertamente, no es cero absoluto. ¿Llegar a todas las palabras de un verso —seamos exigentes—, incluyendo sus signos de puntuación? La probabilidad afortunada (la única: ni una sola grafía alterada) se encoge exponencialmente a tal grado que habría que plantearse una dimensión del tiempo que se proyecte al pasado hasta el gran estallido por el que el universo empezó y hacia una indefinición de tiempo futuro. Añádase que la conducta efectiva del simio no es la de una dócil máquina de teclear: variaciones de ritmo, distracciones, gruñidos, brincar sin más de su asiento, harto de someterse a golpear con los dedos. O acaso pueda obstinarse en presionar una sola tecla por un lapso prolongado, además de que la pantalla luminosa es un poderosísimo elemento distractor —si se trata de papel en el rollo de una vieja máquina mecánica, será el ruido o el movimiento del papel lo que atrapará su atención.

2. El hippocampus minor. He aquí la clave. El desarrollo cerebral organiza a todas las especies animales en cuatro grupos ascendentes. En el tercero hay una notable evolución al punto de distinguirse claramente el cerebelo; lo presentan los ungulados, cetáceos, animales carnívoros y, finalmente, los simios antropomorfos. Si la pirámide evolucionista culminara ahí, serían los señores del planeta. Pero he aquí que un solo tipo, una sola subespecie de esos grupos, continuó provocando el desarrollo de su cerebro —¿cómo, por qué?, ¿factores externos funcionando como estímulos de qué predisposiciones que acaso hemos de llamar “voluntad evolutiva”?—, al punto de reclamar un término propio: arquencéfalos, los seres dotados de cerebro dominante. Es así que, sólo en él, aparece un tercer lóbulo en la zona occipital; a esa rica región cerebral se le llamó hippocampus minor, que se resume como hipocampo. Hasta la fecha, un solo sujeto ha causado que se le instale en este casillero: Shakespeare y todos sus congéneres, incluyendo la reina Isabel y el más zafio de los taberneros; ya que el ejemplo es anglosajón, podemos añadir al grupo de los privilegiados al pionero de los serial killers y también a aquel imaginario hombrecito atrapado en su labor de escribano, que encuentra la manera de usar su magnífico cerebro para reiterar siempre las mismas teclas: “I would prefer not to”.  (Nuevamente, las fechas se citan mejor que el teclado del simio: Bartleby, the Scrivener apareció en 1853.)

-oOo-

Establecido el razonamiento que parece irrefutable y desengaña o tranquiliza, seamos, si no imaginativos, fantasiosos. Ahí está entonces la criatura de la más tecnológica de las noches idumeas. Desvanezcamos el tiempo, prolongado o no, de su labor. Finalmente el soneto aparece, brillando en la pantalla del ordenador; es el momento anhelado en el que entrarían en colisión los científicos prácticos y teóricos de todas las disciplinas involucradas: So what? ¿Qué dignidad tiene esa suerte de clon del Bardo ante la primera aparición de las mismas inspiradas catorce líneas por parte de nuestro congénere de Stratford, llamado el Cisne? ¿Se encontraría nuestra especie ante la necesidad y posibilidad de dedicarse, acto seguido, a reconstruir virtualmente el cerebro de Mallarmé e informarle —inquietarlo con la noticia— de que el golpe de teclas ha finalmente abolido el azar? Los escépticos moverán de inmediato un peón por una sola casilla en el tablero, pero eso amenazaría al rival: no es más que una variable perdida en la agobiante selva de trillones de germinaciones con forma de insensatos pentámetros yámbicos isabelinos. Él no sabe que lo ha escrito. ¿O sí?

La rosa azul ¿es una yerba más en el verde universo whitmaniano de las Hojas de hierba? (Misma época, mismo punto denso en el espacio-tiempo de la poesía: la summa de este otro bardo surgió en 1855 y se enriqueció con vigor hasta la edición póstuma de 1892.) ¿Cuál debe ser el criterio filosófico para zanjar salomónicamente la cuestión sin cortar por el medio la palpitante criatura recién nacida, sea un bebé humano o un soneto recién alumbrado? (Se trata la historia de las dos prostitutas que han parido: Reyes 3:16-28.) ¿Tendrá derecho el cibersimio poeta a volver de sus científicos agentes de prensa y empezar a organizar su agenda de entrevistas, conferencias, cursos doctorales por Zoom? En todo caso, recibiría condecoraciones, honoris causa y el derecho a un escudo de armas; y leeríamos entonces, en el banderín de la base, el motto desbordante de enjundia: scribere possibile est!

Coda ecuestre

El argumento de intención y voluntad permite ser amplificado. Volvamos a las voces canónicas, en particular aquellas cuyo lema de contienda es modernidad. Apenas iniciado el segundo volumen de De vulgari eloquentia (c. 1304-7), donde se diserta sobre el arte del verso nuevo que él adopta sin reservas, Dante expone el quid de la situación: un poema es fruto de una voluntad, y no sólo de cualquiera sino de la propia de los notabilísimos: non omnes versificantes sed tantum excellentisimos [“no todos los versificadores, sino sólo los más excelentes”] (II, ii). Todas las otras vías serán insuficientes para concebir y madurar un fruto illustre uti vulgare, tanto como la senda torcida confesada en el tercer verso del “Infierno”. Más de medio milenio después Valéry dirá enfáticamente que la poesía y un poema no son un hecho lingüístico entre otros sino una extensión de las facultades de la lengua, una que linda con su culminación (“La enseñanza de la poética en el Collège de France”, 1937). Un poema realmente logrado es el Paraíso del espíritu encarnado en el cuerpo abstracto de la lengua.

No ha perdido actualidad el ejemplo desbordante de vida cotidiana del que echa mano Dante en esta parte de su disertación sobre la elocuencia en lenguas vernáculas. Medio ideal para atar cabos. Tanto la novela de Boulle como la serie hollywoodesca piden de su público un complicado pacto de verosimilitud. En esa ficción que juega con el pavor, nuestros peludos primos primates han ingeniado la forma de cabalgar y de manejar armas de fuego, habilidades que van al parejo de su sociedad dotada de lengua “humana” y de su organización en una colectividad que oscila entre lo tribal y dictatorial. Sea. Pero no parecen estar capacitados para fabricar armas de fuego, pues de hecho no han salido del neolítico superior. A todas luces la novela, aunque francesa, se inscribe en un género particularmente británico de la Ilustración: la sátira utópica a la sociedad contemporánea. Son gorilas, en el sentido literal tanto como se califica así a los autócratas sanguinarios. Dante: Et cum loquela non aliter sit necessarium instrumentum nostre conceptionis quam equus militis, et optimis militibus optimi conveniant equi, ut dictum est, optimis conceptionibus optima loquela convenient [“Y puesto que el habla no es un instrumento más necesario para nuestra concepción que el caballo de un soldado, y los mejores caballos convienen a los mejores soldados, como se ha dicho, la mejor habla conviene a las mejores concepciones”] (II, i). La lengua es entonces instrumento necesario para nuestro propio concepto como el caballo lo es para el caballero; por lo tanto, los mejores equinos convienen a los mejores caballeros y a los mejores conceptos convendrá la mejor lengua.

Lo cual propicia un corolario pertinente. La naturaleza produce con frecuencia fenómenos de belleza espectacular, inigualable por cualquier otro medio. Una puesta de sol en el horizonte marino, una cordillera nevada que enmarca un azul refulgente, la trama de pétalos de una rosa magnífica, las volutas del caracol sobre la arena dorada… Cierto: belleza, mas no se trata de obras de arte, pues no hay intención estética (ni ninguna otra) sino el resultado de un complejo de causas y agentes que, al conjugarse, producen por fuerza ese resultado provisto de armonía y belleza.

Fuera de la sátira social explotada millonariamente por la industria fílmica, el único caso al que se ha llegado de primate sobre una montura es penosamente circense. Ni los gorilas ni los orangutanes podrían formar una caballería armada o un grupo guerrillero con sus kaláshnikovs, ni los chimpancés podrían ser jockeys en Ascot, Longchamp o Kentucky. Apenas changuitos dando vueltas alrededor de la pista del circo, bajo la férula de su domador con látigo en mano. Dante está pensando en una aristocracia de la sangre tanto como del espíritu —en oposición al bando de los güelfos negros, que decretó su exilio a perpetuidad—; sólo ese tipo de sujeto superior tiene derecho a vérselas con modelos tan exigentes como la canzone o el soneto (lo cual nos eximiría de legiones de poetastros).

Mallarmé lo acuñó en un alejandrino insuperable cuando ofrece su obsequia fúnebre a Poe: Donner un sens plus pur aux mots de la tribu [“Dar más puro sentido al habla de la tribu”; trad. de Ulalume González de León] (1877). Acaso yacía en su memoria profunda el argumento esgrimido por el toscano; cada poeta es un Jasón que intenta no naufragar en su procura del vellocino de oro: el vulgare illustre —hacer que la masa verbal ordinaria (el pan nuestro de toda la humanidad todos los días) se metamorfosee en ambrosía gracias a la alquimia del verbo (la expresión es de Rimbaud)—. La empresa reclama a los mejores y no un infinito barajar de teclas y letras, sea de un simio o de una AI. Dante: nunquam sine strenuitate ingenii et artis assiduitate scientiarumque habitu fieri potest [“Sin el vigor del talento, nunca podrá lograrse la aplicación asidua del arte y el hábito del conocimiento”] (II, iv). Imposible de conseguir sin extenuar el ingenio, sin mostrar asiduidad en el arte y sin poseer la gaya ciencia de rimar. El escritorio como lugar voluntariamente aceptado de trabajos forzados (artis ergasterium). Reteniendo como foco en el tiempo la mitad del siglo XIX, sabemos con qué palabras, qué conciencia y modelo, argumentaría Mallarmé en este punto. El artis ergasterium deliberadamente asumido (y no a cambio de bananas, así revistan la forma de llamativos premios literarios) hasta conquistar un momento de perfecta lucidezComo sea, entre más avance, más me mantendré fiel a las ideas severas que me ha legado mi gran maestro Edgar Poe. Es la carta a Henri Cazalis (enero de 1864) con la que le envía un poema resuelto en nueve cuartetas alejandrinas sobre el más inasible de los temas: “El azur”. Sobra decir que Mallarmé tenía en máxima estima la “Filosofía de la composición”, donde el bostoniano proclama su método científico —podemos sintetizarlo así— para escribir poesía.

No cabe duda de que para todos nosotros modernos y banales ignorantes de latín los argumentos en esa noble lengua se revisten de autoridad emanando un tufo de inteligencia y belleza sin par. (Por mi parte, agradezco el invaluable auxilio de la Dra. Lourdes Santiago, tan experta en lengua y cultura latinas como generosa en la amistad.) Estas páginas han sido una forma verbosa de contornar el meollo. La poesía materializa un propósito sostenido ejercido sobre uno de los artefactos más conceptuosos que la civilización ha ideado como proeza colectiva, desentendiéndose de la intención palmaria de “comunicarse” o de denotar alguna cosa en particular en aras de decir algo que el poema sabe pero y porque rebasa a su amanuense y receptores. El azur no se deja pescar al azar.

Autor

Alberto Paredes [1]

Pachuca, Hidalgo, 1956. Poeta, ensayista, crítico literario, editor y catedrático. Es doctor en Letras por la UNAM y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la misma institución. Algunos de sus libros de poesía son Cantapalabra (2003), Tres cuadernos (2010) y Los soles del nómada (2023). Asimismo, es autor del libro de ensayos La poesía de cada día: un viaje al modernismo brasileño (2000).

 

por Alberto Paredes

 

Publicado, originalmente, en: Periódico de Poesía Agosto 2025

Periódico de Poesía es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Dirección de Lteratura,

Link del texto:  https://periodicodepoesia.unam.mx/el-simio-poeta/

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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