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Balada de la bella
Hammida |
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Para esos cuatro lectores: Mercedes y Miguel Ángel, Marijó y Pablo “La belleza de Hammida refrescaba los desiertos de Homs. ” Con estas palabras Alberto Paredes da principio a un relato de amor y de profundo desamor; de dominio y de callada rebeldía; de locura y de indiferente cordura. Una historia real que la pluma de Paredes ha revivido en un cuento de sabor oriental. La belleza de Hammida refrescaba los desiertos de Homs. Ésta es su historia, como la cuenta el hakawati Abu Ali, en la qahwa al-Náwfara del zoco damasquino. No olvidemos que esta tetería se localiza a espaldas de la gran mezquita omeya, donde yace majestuosamente el venerado trofeo de otra belleza legendaria: la cabeza de Ioakannan, traída a Damasco después de que, en la no lejana fortaleza de Makerós, fuera cercenada a pedido de Salomé. Hammida vivía con el padre campesino; la madre , las hermanas menores, a la vera del camino. Matorrales de polvo y surcos resecos eran lo que desde la infancia veía. Todos los camioneros giraban el volante para ir donde sus ojos estaban: el cuerpo, los labios, los ojos de Hammida. Explotaban las honras del visitante y esperaban el té con menta y los panecillos de almendra o dátil que Seida Latiffe, la madre, les servía resignada en la choza de barro. Cuando partían, no era el frescor de la yerba sino el punzón de aquella virginidad lo que llevaban consigo. Les resecaba los labios, dilataba sus pupilas, cuando retomaban el camino principal. Saied Maén, dueño de casi todos los terrenos de la región, miraba a Hammida desde su casa. El padre y los camioneros lo sabían, sin cruzar palabra; luto de hombres, era el suyo. La madre asentía, bajando la vista. Pero Hammida se encendía. Una llama de yesca subía desde sus vísceras y la exhalaba en verde pólvora por los ojos. Era no. Hammida decía No. Maén habló un día con el padre. Hubo la visita. Hammida no dijo palabras de sus labios entreabiertos. Un solo monosílabo de asentimiento no escucharon sus padres, cuando Maén, en casa, mandó sirvientes por la respuesta. II Los desiertos ardían ese verano. Sólo nubes de polvo, que enardecían los atardeceres. No. Hammida, cierta ocasión que parecía inclinarse por un joven camionero de Alepo, habló a su madre, bajando la vista, tenaz: Homs. Quiero salir de aquí. Madre, dile así a mi Padre; que no trate bodas con Saied Maén. No me entreguen para siempre a esta tierra. Aquí he nacido, aquí he bebido la vida; lo sé. Alá sabe que no soy infiel, que no estoy pecando. No puedo quedarme. No puedo. Tiro mis races con dolor y dejadme ir. Todas las noches me veo caminar por las calles de la ciudad. Homs, para ella, era el nombre del paraíso. Au n-que bien sabía que era apenas una ciudad, una villa de paso, pues la había visto, tras sus velos, al acudir a la mezquita. Los camioneros hicieron una larga hilera de vehículos en esa desviación. Nunca se había visto tal. El sol era un blanco incendio de presagios. Era una peregrinación de tristezas. “¡ Caravansary de viudos nunca desposados!” —dijo Saied Basaad, el padre, mientras los veía penar a la hora del narguile. Hammida cobraba más belleza que nunca, bajo sus túnicas intactas. Jardín de placeres era ese cuerpo que nadie más, ni su madre, había visto desde que alcanzara el esplendor. Como las columnas de oro de Palmira ella era un faro en el desierto, más radiante que las estrellas, que la luna o que las luces de los camioneros cuando partían con el crepúsculo, dispersándose como una tormenta de polvo o como la decadencia de una estrella que languidecía apenas perceptible... Los vientos, resecos y cárdenos, pródigos en espejismos, llevaron la voz. Fue transmitida como si se tratase de una nueva especia, de la pimienta más aromada y poderosa que pudiese concebirse en toda la región. Una tarde apareció el pretendiente de la ciudad. Duplicó la dote pedida. Poco después tuvo a Hammida en su lecho. III Él nunca olvidará la noche. Primero fue el arrobo de la vista. La perfección frutal de los pechos. El vigor de los muslos túrgidos. La suave hondonada del vientre promisorio. Las sorprendentes dunas gemelas de las nalgas. Y en toda ella, un tapiz de milagros, una visión de finísima arena entretejida: el suave brillo a lo largo de su piel, sedosa y húmeda como si todos los días de su juventud hubiera cumplido las abluciones no en un hammam sino en el mismo Mar Muerto. El esposo no supo de sí y perdió pie, crepitando de fiebre. La segunda noche logró tocarla. Poseerla. Primero fue la sorpresa, el azoro, de una temperatura tan fresca y leve, como era la piel blanquísima de Hammida. Tal si fuera una túnica final hecha con el rocío del oasis al amanecer. Recordó que él era el esposo, el varón. Se convirtió en un alfanje de acero. La penetró. Al hacerlo, al ardorosamente hundirse en ella, al llenarse de ella a manos abiertas, al empeñar todo su brío en aquella hembra, descubrió que el calor de la sangre no animaba a Hammida. Dardos de hielo se deslizaban dentro de sus venas y la alimentaban de sal. Su corazón era una fuente de mee u r i o... de ahí el metal inquebrantable de sus empeños. El marido abrió los ojos horrorizados conforme avanzaba en la hermosa Hammida. Volvió a desfallecer. Ella contemplaba el techo, sin parpadear. Al fondo, el permanente murmullo del ventilador de aspas. La caravana de camioneros se dispersó como forraje desatado al viento del otoño. Algunos de ellos pasan toda la noche, silenciosos, en los bares de Homs, de Petra o de Palmira, según los haya abandonado el oficio. Lo poco que dicen son uno o dos retazos de historia deshilvanada. Y siempre el mismo nombre como rúbrica o letanía profana, el punto final de su duelo: “Hammida. Hammida”. IV El marido ha sabido de ello. Sin alegrarse. Su suegra se lo ha contado, con el pesar sereno, ante las sonrisas, juegos y llantos de las niñas, que todavía no comprenden. Ambos las miran, para descansar los suspiros. Una de ellas, la menor, será algún día, sin duda, tan bella como su hermana. Sólo que en morena y sus ojos en lugar de esmeraldas son cielo del desierto, topacio nocturno. Mounira. El marido, estoico, ha enloquecido. De una manera silente, como si la cordura velase por él. Un solo día no ha descuidado sus asuntos ni ha dejado de proveer la casa. Ha dado en buscar aquellos bares sigilosos de los camioneros. Empina el codo con ellos, para beber y para caer bebido, roncando juntos en las mesas de lámina cuyo óxido es delatado por el amanecer. Mientras tanto, Hammida está en casa, sin esperarlo, cuidando de las hijas. Como viven cerca del zoco, fuera de sus ventanas zumban, ascendiendo por el aire caliente de las calles, todo el día del Señor, menos el Yumah, los motores de los vehículos. |
por Alberto Paredes
Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México creación Dic.2004
Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México
Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/09aecb8c-cf1c-4f47-b38a-29b4cf35d095/balada-de-la-bella-hammida-cuento
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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