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El espejo |
La primera vez sucedió el miércoles 5 de octubre del año pasado. Estoy seguro, porque fueron dos días después de mi cumpleaños cuarenta. Me levanté sigiloso, como siempre, para no despertar a Esther y fui al baño a ducharme. Abrí el grifo y dejé que se juntara mucho vapor antes de meterme bajo el agua. Recuerdo que demoré el baño, poniendo la cara de frente a la lluvia primero y la nuca después. Me enjaboné con parsimonia, evaluando la carrera que mi abdomen había iniciado hacía ya varios meses y que iba ganando. Prometí volver al gimnasio y sumí la panza, mientras la golpeaba con ambos puños. Los músculos olvidados seguían allí. Cuando terminé, cepillé mi espalda con fuerza y me afeité bajo la ducha, de memoria, mientras mi cuerpo se enjuagaba solo. Me sequé dentro de la bañera y salí rápido. En el baño hay un espejo de cuerpo entero en un mueble que está a la salida de la ducha, antes del vanitory, cuando crucé ante el vidrio empañado, creí notar una forma rara en el bulto que imitaba mis movimientos, en realidad todo empezó ese día, pero no presté atención. Me vestí, ya se levantaba Esther y desayunaríamos juntos. Al día siguiente recordé la distorsión del espejo mientras me duchaba y apuré el trámite para mirarme en él. Sequé mi cuerpo y me paré ante el armario empañado; claramente, el reflejo bajo la bruma no era el mío; quité con ansiedad la humedad y apareció ante mis ojos, pasando la toalla desde adentro, una mujer desnuda que me recordó a Esther veinte años atrás. No era ella, solo un aire. Mirándome con estupefacción, como yo la miraba, la mujer reflejaba todos mis movimientos, pero con su cuerpo exquisito. Tenía mi estatura y, sin atinar a taparse, mostraba sus senos firmes y caderas redondas. Su ombligo era chato; las piernas largas y delicadas, terminaban en finísimos tobillos. Sobre la cabeza, una toalla enroscada no dejaba ver su cabello y, unos centímetros debajo del turbante, ojazos marrones y tristes me atravesaban. No sé cuánto tiempo estuve inmóvil ante esa imagen. Solo recuerdo que Esther golpeó la puerta y, culpable de nada, salté fuera del cuadro y me vestí apurado, giré para ver qué pasaba en el otro espejo que estaba arriba del vanitory y apareció mi cara asombrada. Al día siguiente no me bañé. Demoré acostado lo suficiente como para no tener tiempo. Desayuné, mentí apuro y traté de ocuparme todo el día, para no pensar en la imagen. Por la noche, estuve inmóvil en la oscuridad de mi cama, sin saber qué haría al día siguiente. No sé cuánto tardé en dormirme y abrí los ojos antes del grito del despertador. Desayuné primero, lo que nunca hago, y luego, resuelto, fui a la ducha. Desnudo crucé frente al espejo, miré de reojo y me vi. Durante el baño, espiaba hacia el armario a través de la mampara y solo veía el reflejo de la otra punta del cuarto. Terminé de bañarme, salí de la ducha y ambos comenzamos a limpiar cada lado del vidrio. Esta vez ella no tenía la toalla en la cabeza. El pelo caía como un torrente claro, rodeando su fino cuello por el lado izquierdo, hasta el busto. Dije "hola", pero solo escuché mi voz y vi cómo movía sus labios finos y apretados. Abrimos la puerta del armario, ella con la mano izquierda, yo con la derecha. Su cuerpo se fue afinando para dejar ver toallas dobladas, papel higiénico, frascos y aerosoles. Cerramos rápido y estuvimos de nuevo cara a cara. Tímidamente estiré la mano hacia el espejo y toqué la superficie plana, pero con la humana tibieza de su palma. El calor me atrajo, y apoye todo mi cuerpo contra el de ella. El límite vidriado siguió hasta que cerré los ojos; entonces, de inmediato, el vidrio se convirtió en su cuerpo. Nos abrazamos y nos besamos desesperados. Mis manos recorrieron su espalda y viví la sensación de abrazar una rosa suave, firme y tibia. Incólume sentí su salto y sus piernas rodeando mi cadera. La apreté a mí y nunca supuse que se podía amar tanto con un solo cuerpo. Sus uñas se clavaron en mi espalda y por instantes fui ella, yo, el espejo, el vapor y el silencio. Luego vino el desahogo, la frustración por no seguir, el alivio de no haber muerto. Abrí los ojos y nuevamente me encontré con el espejo y su cara, difuminada por mi aliento empañado. Nos alejamos y, lento y feliz, inicié mi rutina diaria. Los días que siguieron se medían en duchas. Cambié mis hábitos. Me levantaba más temprano, disfrutaba de mis encuentros con ansiosa adicción. Nunca me sentí tan pleno. Apenas salía del baño desayunaba e iba a trabajar temprano, evitando el encuentro con Esther. Comencé a ser mejor. Mejor para ella. Ponía más empeño en mi trabajo, inicié la prometida dieta, practiqué gimnasia periódicamente. Quería conquistarla, amarla por siempre, vivir con los ojos cerrados. Cada noche recordaba su cara para dormirme con una sonrisa; cada mañana saltaba de la cama con la emoción del primer encuentro. Cada tarde deseaba cada mañana. Con Esther nos fuimos distanciando sin reclamos. Lo más importante que sucedía en mi vida no podía contárselo, ¿de qué iba a hablar? El trabajo, la política, la inseguridad fueron ocupando el lugar de los proyectos e infidencias entre nosotros. No me importaba, solo pensaba en la mujer de la ducha. Los días transcurrieron felices hasta que una pequeña nube apareció en mi mente. Qué pena no poder hablar. El sexo, exquisito, intenso, silencioso, necesitaba un nombre, un gemido, una palabra. Al principio ignoré la falta. Traté de no poner en riesgo lo que tenía con disconformidades, pero la semilla brotaba. Una mañana no tuvimos sexo; nos limitamos a acariciarnos, tratando de suplir nuestras voces. Solo sirvió para entender que ambos sufríamos la misma carencia. Los días que siguieron fueron horribles; el mal humor se adueñó de mí. Me acerqué a Esther, nos amamos con violencia, sin dejar de ser dos solitarios que ocasionalmente coincidían en una cama. Frente al espejo intenté hablar con los ojos cerrados, sin escuchar más que mi voz; hice esforzadas señas, pero lo único que veía eran mis movimientos hechos por ella. Sus brazos agitándose como yo los agitaba, su cara repitiendo mis gestos, su mano escribiendo en un papel mis mensajes. Varios días me senté frente al espejo a contemplarla sentada, como un rito de despedida diaria. Hace poco, no pude contener el llanto y, con mis manos sobre la cara, volví a cerrar los ojos y sentí su piel acariciándome. Me sobresalté y levanté la cabeza, viéndola, irremediablemente, en el vidrio. Ese día me quedé a desayunar con Esther. Resuelto, convencido de que no podría seguir así, le dije que el baño ya me había cansado, que debíamos remodelarlo, que hacía muchos años que estaba igual. — Sí —me dijo—, me parece bien. Cambiemos todo, pero el espejo se queda.
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Pedro G. Palacios
pgpalamercedino@gmail.com
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