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Antonio
Pedro G. Palacios
pgpalamercedino@gmail.com

 
 

Sonaba la sirena de la fábrica y Antonio pegaba un salto de la cama.

Siempre se despertaba un rato antes, pero esperaba la sirena, a las cinco y media, para empezar el ritual: se duchaba y afeitaba de manera meticulosa, su trabajo empezaba desde ahí. La camisa planchada, el traje discreto y cuidado; los zapatos lustrados, el pelo prolijo y el verijero afilado. Cuidaba la pilcha, se lo habían enseñado a bifes, y así aprendió.

Tomaba un té con leche, con lo que quedara de la cena. El día era largo y si comía en los bares, no había plata que alcanzara. Con un buen desayuno, tiraba hasta las diez u once; dependía del trabajo.

A las seis y cuarto entraba en el bar que estaba antes de la estación de Turdera, cortadito y a esperar a los muchachos. Pancho siempre llegaba antes, canoso, de barba impecable, alto, un aire distinguido que en el palo en que estaban, valía oro. Él era el segundo; tercero aparecería Juan Carlos, apurado, o Víctor armando sus cigarrillos, y ahí formarían las parejas, según las ganas de laburar de cada uno.

Él siempre trabajaba mucho. Lo había aprendido de Cecilio, en la cárcel de Varela. Estaba pitufeando cuando lo conoció, y el veterano lo caló enseguida, lo primero que le preguntó fue: "Qué sos", "escruchante" dijo Antonio, dándosela de pesado, "andá pensando en otra cosa, porque no quiero pelotudos en mi ranchada", añadió el canoso y lo adoptó. Así empezó su aprendizaje de punga.

Cuando decidieron las parejas, esta vez quedó con Juan Carlos.  Estaba bueno, era un tipo con cara de serio y nadie le hubiera dado la cana de punga en mil años. Siempre convenía viajar con alguien: cuando uno junaba el jilguero, el otro pasaba empujando. Si pintaba bardo, el otro lo bajaba del bondi; si alguno tenía que piantarse, el otro entorpecía el paso para que no lo sigan. Siempre convenía.

Esa mañana harían tren a Constitución hasta las ocho, con ida y vuelta desde Lomas. Ya después de esa hora, convenía el subte: harían la "C" hasta Lavalle, con base en Diagonal y de allí la "B" hasta Gallardo, la "D" hasta Carranza, a veces la "A", no más allá de Pasco y la "E" no la tocaban, para piantarse y morfar. Generalmente laburaban fuerte hasta las once y retomaban de las cuatro a las ocho; había que moverse, no era joda.

En un tiro, estaban en la "D" y a Juan Carlos lo relojearon mal, el punto se había avivado y Juan quedó serio, mirando hacia arriba y bajó sin chistar en Tribunales, que siempre es un quilombo. Antonio siguió hasta 9 de Julio, con la intención de quedarse esperando en Diagonal, pero vio una oportunidad: caminando hacia la línea C, venía un tipo petiso, menudo, de traje marrón, tanteándose el bolsillo de adentro del saco, el escondido, y se le notaba un bultito, a la altura de la tetilla izquierda; si hubiese estado con Juan, entre los dos habría sido más fácil, pero este piscuí no se le podía escapar, tenía un cartel en la frente que decía que llevaba guita.

Trató de encararlo de entrada nomás, para bajarse en Independencia y rajar para la "E", pero el punto se ponía protegiéndose el bolsillo, iba a esperar hasta Plaza.

Cuando llegaron a Constitución, se puso entre la puerta y el tipo que llevaba la tarasca, pero no era tan gil, esperaba a que bajara la gente, sin apuro. Él también bajó despacio, como distraído y cuando el tipo pasaba a su izquierda, tuvo la oportunidad, ya no importaba la sutileza, había poca gente y las puertas de los dos lados del subte estaban abiertas; le dio un codazo en la boca del estómago y, mientras el jilguero se arqueaba, lo bolsiqueó con la derecha y cruzó por adentro del subte al andén del medio. Cuando el petiso reaccionó, Antonio ya estaba arriba del subte que salía a Retiro, con un sobre abultado en su bolsillo, que no podía ver aún.

Siguió hasta Diagonal, se pasó a la "D" y fue a Congreso de Tucumán y volvió a Catedral, allí pasó a Bolívar y se subió a la "E" hasta Emilio Mitre, a veces se encontraban ahí con Juan Carlos si había bardo, pero esta vez no estaba. Salió del subte, fue a un bar a tomar una copita, la carrera lo había puesto nervioso, y en el baño iba a poder ver el paquete.

Cuando sacó el sobre del bolsillo, observó que era grande, marrón, alargado, con la solapa arriba, en la parte más corta, que estaba atada con un hilo que enhebraba dos trabas puestas una en la solapa y otra en el medio del sobre.

Desenredó el cordón y volcó el contenido del sobre arriba de la tapa del inodoro. Cayeron dos ladrillos de diez mil dólares, fajados y sellados por el Nación, y dos paquetes de cocaína, puesta en bolsitas de plástico, de cien gramos más o menos. El corazón se le aceleró, tenía para rato, pero había que desaparecer; esta no se la perdonarían. Había que cambiarse, agarrar el mono y piantársela cuanto antes, pero no podía ir para Constitución todavía,  seguro que por este paquete, ya lo estarían buscando varios. Hubiese tomado un taxi hasta el departamento, pero no le alcanzaba la guita, tendría que cambiar dólares de los afanados, pero no, no podía hacer eso todavía.

Tenía que ir a los lockers de Retiro, a sacar la gorra y la campera que guardaba allá, por las dudas. De allí, esperar la hora pico, por lo menos hasta las seis, para ir con el malón a Constitución y volver con el eléctrico hasta Lanús, donde baja y sube otro mundo de gente; ya de ahí, se arreglaría en bondi, sin que nadie sepa  adónde iría.

El plan andaba bien. Cruzó Constitución con la gorra hasta las orejas, la campera verde y mirando para abajo. El corazón reventaba. Subió al eléctrico que salía primero, en el vagón con más gente y la campera bien cerrada, no sea cosa que lo bolsiquearan a él.

Cuando se abrieron las puertas en Lanús, tragó saliva y caminó resuelto hacia Hipólito Yrigoyen. Enfrente de la estación tomó el primer colectivo que pudo, sin reparar en cuál era y se instaló en un asiento del fondo, mirando a todos los que subían con desconfianza. Nada pasó, así que en Banfield se bajó y esperó el 165, que es el que lo llevaría cerca de su casa.

Ya en el verde, se relajó, pudo sentarse y se sacó la gorra; solo quedaba llegar al departamento, agarrar los documentos, el canuto, algunas pilchas y a volar. Seguro que su hermana lo aguantaría un tiempo en San Vicente, él la podía ayudar con unos mangos mientras tanto y, después de pasado el candombe, volvería a laburar, pero por ahí convenía rajarse para el oeste, porque el petiso estaba en Constitución, viniendo para el sur.

Bajó a tres cuadras del departamento y caminó tranquilo, a salvo en el barrio. El peligro había pasado y en la esquina de su cuadra metió la mano en el bolsillo para agarrar las llaves. Cuando llegó a la puerta, dos roperos se le acercaron y sintió un caño lastimándole las costillas, quiso agarrar el cuchillo, pero una trompada lo ubicó, "entrá y no hagas boludeces", le dijo un ropero. Atrás de ellos se metió el petiso, callado y sin siquiera demostrar bronca. El que le pegó le sacó el cuchillo, lo revisó y le alcanzó el sobre al petiso. "Está todo", dijo. Entonces, sin mediar palabra, sin resentimientos, impersonal, el grandote le hundió su propio cuchillo en el estómago y lo abrió quince centímetros hacia arriba. Se fueron mientras Antonio se desangraba, tan rápido como habían llegado. El punga escuchó la sirena del segundo turno de la fábrica y pensó que era una pesadilla, pero no.

 

Pedro G. Palacios
pgpalamercedino@gmail.com

 

http://Mercedino.blogspot.com

 

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