Leyendas venezolanas

Las Vírgenes de Motatán

Leyenda de Lucila Palacios

(Mercedes Carvajal de Arocha)

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXVI Nº 1866 (Montevideo, 9 de marzo de 1969)

Deben de haber tenido los cabellos lisos y brillantes. Unos cabellos largos y negros tendidos sobre la espalda, ondulantes bajo el viento del Gran Páramo. Deben de haber tenido el cuerpo flexible y moreno, firmemente moreno, color de tierra en fusión con la carne. Deben de haber tenido el alma apasionada hasta el punto de que sus lágrimas fuesen como la lava de los volcanes, unas lágrimas capaces de cuajarle en su rebeldía, de estar duras y compactadas con la cordillera hasta el momento en que empezaron a correr, tras la derrota de los Timotes, para ir a llenar la cuenca del Urao y convertirse en una laguna rodeada de misterio.

En el mito indígena de los Andes venezolanos las Vírgenes de Motatán aparecen petrificadas sobre la cima. Y allí han estado en vela perpetua. Se mantuvieron mudas después de la destrucción de su propia tribu, se mantuvieron mudas hasta que los Mucuchíes iniciaron de nuevo una acción bélica. Cuando el Cacique Misintá hizo uso de las armas contra el hombre blanco, las Vírgenes de piedra lanzaron un grito agudo y profundo que conmovió a las montañas. Y la laguna del Urao, formada con su llanto, por un designio de los dioses se levantó por los aires y fue a caer en los dominios de los rebeldes.

Y así las lágrimas de aquellas mujeres inmortales fueron alimentando la resistencia del nativo. Ellas, desde la altura, con sus ojos secos y ardientes podían dominar el vasto horizonte. Contemplaron el gesto de los indios en Mucuján y Chama, y gritaron de nuevo. El grito pasó con toda su estridencia sobre la cabeza del invasor y despertó sus recelos. Pasó, con su fiereza, sobre la indiada para espolear su brío. Después siguió la dirección de las flechas que se cruzaban con las balas y cada vez más recio, más penetrante, pudo acallar la voz de las arcabuces. Ya la laguna misteriosa había escuchado el mandato de las Vírgenes y ocupaba su sitio muy cerca de la contienda. Se había deslizado hasta la proximidad de Carrizal y brillaba sobre la tierra “que circundan las nieves derretidas de la montaña”.

Y la leyenda anduvo en boca de los guerreros y pobladores de la sierra inmensa. Los hombres volvían continuamente los ojos hacia el Gran Páramo, hacia los cuerpos eternos de las mujeres, centinelas del pasado en su petrificación. Y rodeaban la laguna para saciar su sed de lucha. A medida que cundía la resistencia era más profundo, más fervoroso el culto a las doncellas que habían logrado el milagro de mantener el valor y la moral de su raza. Hubo períodos de silencio. Era innecesario el grito emitido por la garganta pétrea de las Vírgenes, era innecesario el vuelo de la laguna y su llanto amargo. Los montes vibraban. Se sacudían con el fragor intenso de los combates. Pero cuando llegó el instante en que las tribus coaligadas rompieron la valla boscosa, cuando sus flechas cruzaron como pájaros con alas de muerte el cielo de otras regiones, ellas gritaron de nuevo. Y la laguna obedeció una vez más. Desde la altura trazó una nueva ruta en su viaje por los aires. Y quedó asentada en tierra cálida, en el suelo fértil de Lagunillas.

Las Vírgenes fueron traicionadas. Sus lágrimas no pudieron continuar viajando como fuente de cielo y nubes para surtir el valor y propiciar el triunfo de su gente. Un piache maligno descubrió que el llanto virginal disponía de fuerza y poder a causa de su pureza. Y con perfidia insinuó al oído de las tribus que contaminaran las aguas para obtener su dominio. Los indios, sin desconfianza siguieron el consejo y en el fondo de la laguna cayó una vida tierna y bella. Un niño, de acuerdo con el rito y la superstición fue inmolado para aplacar el espíritu de los Timotes por quienes tanto habían sufrido las Vírgenes legendarias. Contaminadas por la muerte, las sagradas lágrimas perdieron sus virtudes, perdieron su influencia poderosa.

Guaícaipuro, el gran Cacique, el máximo defensor de la libertad y la soberanía indígenas, inútilmente aguardó el paso por sus cielos de la laguna en donde bebieron el don del triunfo otras generaciones. Como él, la aguardaron en vano muchos guerreros de faz cobriza. Las tribus serranas seguían venerando el recuerdo de las doncellas de alma tan apasionada como el llamear de los volcanes de cabellos lisos y brillantes, de cuerpo moreno como la tierra. Hubo un mutismo prolongado en la cordillera, un silencio de siglos. Hasta que llegaron los días de la Independencia. Entonces se oyó de nuevo el grito vibrante de las Vírgenes de Motatán. Pero la laguna permaneció en su sitio, retenida para siempre por el maleficio del Piache, quieta, inmóvil, fija sobre el paisaje soleado, en espera de su purificación.

Bl mito tiene calor de lumbre. Es como la llama del hogar que se enciende a través del tiempo. Pasan las generaciones y las manos que alimentan el fuego no son las mismas. Sin embargo, en torno a una estufa en la zona fría o junto a la lámpara que aclara la noche cálida se congrega la familia y evoca el pasado. La leyenda de la laguna del Urao sigue siendo algo sagrado y hermoso en su fuerza mítica. Y en la serranía, al pie de las Vírgenes transformadas en piedras, vive aun el espíritu indígena y la fantasia de un pueblo.

 

Leyenda de Lucila Palacios

(Mercedes Carvajal de Arocha)

 

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXVI Nº 1866 (Montevideo, 9 de marzo de 1969)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

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