Relatos de Venezuela

El niño que quiso ver el cielo

Relato de Lucila Palacios

(Mercedes Carvajal de Arocha)

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXVII Nº 1935 (Montevideo, 9 de agosto de 1970) .pdf

No se trata de una leyenda. Ni siquiera es un hecho histórico. Se trata de un caso sencillo y doloroso, de la vida de un niño, habitante de los barrios pobres en la ciudad angostureña. Era, acaso, una criatura romántica, emotiva. Lo cierto es que quiso ver de cerca el cielo y las nubes. Y las nubes y el cielo se lo llevaron.

Infancia como todas. Con sus juegos, sus risas, su emoción. Alegría y dolores propios de la edad. Tardes de papagayos de color. El hilo confundido con el aire, la cometa palpitante y rumorosa en continua rivalidad con la brisa y los árboles. Algunos "Voladores” se perdían en el azul. Se los llevaba el viento cortante a la hora en que la luna naciente parecía una cuchilla de plata. El chico seguía con los ojos nublados la ruta del papagayo hasta el momento de esfumarse en la lejanía. A veces el amado juguete terminaba en la copa de un árbol.

Y entonces era el trepar por el tronco rugoso hasta llegar arriba y rescatar al ‘‘volador” de papel. Pero también existían los domingos y las tardes de asueto, tentadoras para los excursionistas. Márgenes de Buena Vista y de San Rafael sombreadas oor los árboles frondosos y desbordantes de frutas. Oro y sangre en los mereyes, pulpa del tamarindo, suavidad, en los nísperos de corteza oscura como la tierra. Y nidos, muchos nidos en todas partes, a lo largo de las riberas y en los sitios en donde se apretuja la vegetación y una loca algarabía de polluelos, trinos asustados o aleares en su ronda por la arboleda. Alguna vez surgió la piedra criminal o indiscreta. No se sabe si la mano del niño romántico llegó a tender la honda. Mas la pandilla de muchachos regresó. muchas veces, con un festín de alas y plumas que sacudían ante los vecinos del lugar. Y lo ostentaban como si fuera un trofeo.

Un día, en la casa materna hubo un revuelo. La pobreza acechaba aquel hogar. El niño iba a vestir por vez primera su traje de monaguillo. Rojo a veces. Negro para cierta solemnidad. La túnica aquella sobrepelliz blanca, pulcra, y su ribete de encajes urdidos por la mano tierna de las mujeres de la casa. Y ellas le vieron medir los pasos lentos, suaves, con cautela, en cumplimiento de su oficio. El seguía con mirada pensativa las volutas de humo que despedían los cirios en el templo. Cantaba con voz trémula, sonreía como hechizado.

Y en vez de tardes de papagayos y domingos de excursión el niño estaba plegado a sus nuevas tareas. No obstante, en algunas ocasiones la función de monaguillo alternaba con la inquietud del infante callejero y fantaseador. El se iba tras el “volador’' cuando daba término al oficio y aun había luminosidad en el horizonte. Y también logró bañarse en los riachuelos de las afueras de la ciudad, incorporado a la parvada infantil, frente al ladrido de los perros, guardianes de las viviendas campestres y cercanas.

El chico hablaba siempre de sus “sueños azules”. Había subido en algunas ocasiones a las azoteas de las casas de la ciudad y allí fue sorprendido por el crepúsculo. Pero no le bastaba. Pensaba en lo que sería el cielo visto de cerca, desde una techumbre más alta, desde la torre de la iglesia en donde trabajaba En la cúpula, podría abarcarlo todo con la mirada. Tendría la sensación de poder tocar el azul con las manos.

Este deseo lo perseguía tenazmente. El velaba el momento de subir, de estar a solas con su ensueño. Por fin pudo lograrlo. Subió el niño hasta el techo de la iglesia y en su ilusión creía encontrarse a las puertas de la inmensidad. Caminaba con los ojos puestos en la altura sin observar lo que sus plantas hollaban, sin saber que allí cerca había un cristal traicionero.

El techo de la iglesia y su tragaluz, pupila color de agua. También copiaba los tintes del crepúsculo. Pocos pasos más y ya el chico estaba sobre ella. Y el pie se le hundía en el helado cristal. Frío de muerte.

Mil astillas cortantes. Un grito que se apagó en la soledad. Cielo y nubes sin variar en su tonalidad de azul y rosa de atardecer. Sobre el altar, en el ara de mármol, sangre. Y el cuerpo del niño destrozado por el golpe, hecho guiñapos la carne y el ensueño.

Y así fue como en una hora fatal terminó la corta vida del niño que vivía en la pobreza, miembro de la pandilla de chicos alegres en la temporada de las cometas de color y los domingos de excursión. El hecho dramático, con sus ribetes de accidente, abrió un surco de angustia en la familia guayanesa. No era de citarlo en ninguna crónica. No era para llevarlo hasta un libro, sino para mantenerlo vivo en la emoción.

 

Relato de Lucila Palacios

(Mercedes Carvajal de Arocha)

 

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXVII Nº 1935 (Montevideo, 9 de agosto de 1970) .pdf

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                      Lucila Palacios en Letras - Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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