El dolor invisible Tania Pagés Palma |
Casi siempre se comienza con una historia de recorridos para llegar a un final feliz donde ella invariablemente contempla el rostro embelesado de su príncipe que no puede escapar de su ternura. La historia que traigo es distinta, comenzando por ese baile de enamorados que pone el corazón radiante y que todos miran con felicidad o envidia según sea el caso. Ella apareció como la aspirante a ser leída por grandes y chicos de todos los rincones posibles, con miles de sueños y proyectos que él se atrevió a escuchar y compartir. Alimentó sus melodías de ir más allá de lo que encontró en los colegios y discursos. El vals fue con un montón de pisos de tarta de mazapán y chocolate decorada de fresas y crema de vainilla, mientras todo el mundo daba vueltas fascinado con el sí quiero. La luna de miel llegó reluciente de sol y cinco estrellas, playas y ciudades hermosas con el encanto de los tiempos de la antigüedad. Luego el regreso tranquilo al nuevo hogar con la diferencia que da sentirse que has pasado a otro capítulo de la vida. Todo está perfecto.
Con la sucesión de los días y las noches vinieron los cambios, muebles, cortinas, decoración para el dormitorio del bebé, los llantos del bebé y las vacaciones ajustadas. Estar cansada ver la curva de la tranquilidad y la motivación ir tentando el abismo. Todo el tiempo se le alarga en pensar si lo que hace es correcto o si puede hacerlo mejor. Superwoman in action. Y sólo quieres un mínimo tiempo para ti, para poder soñar un poco, para regresar al momento exacto en que aparcaste aquella idea de verte un poco más cerca de los demás a través de algún recurso literario asombroso…
Apenas te percatas que tu vida se va empequeñeciendo primero son respuestas rayadas, una actitud que muestra la lógica de lo que debiera ser lo acertado. Te aturden los gestos dictatoriales. Ni siquiera te preguntas que sucede, el aluvión del desprecio. Te sientes alejada de todo en un camino lento; la cabeza gacha, sintiéndote extendida, abrumadoramente infeliz. Nadie puede encontrar un arañazo delator, un ojo completamente azul-negro o la espalda corroída con el calor ácido de una venganza. Pareces una muñeca risueña con las ropas impecables (por supuesto), los zapatos incapaces de vivir descolocados en el armario (como debe ser) y el peso justo para no ser anoréxica. Las reglas dicen debes moverte así, recibir así y velar porque todo reluzca. Los niños van a colegios exclusivos y triunfan sentados delante del ordenador. Todos tus diplomas reposan en un cajón de tu mesa de la biblioteca donde sólo relucen los que él ha colocado. También se quejan aquellos recuerdos del baúl olvidado del ático al que no puedes visitar porque el asma aniquila tus horas de placer. Hoy parecen gritar más que nunca, quizás porque saben que esa música se parece demasiado a ti. Cosy Prisons (Prisiones acogedoras) sale de un pequeño disco pero se escucha en todas las habitaciones de la casa. Suena triste la voz, desgarrada, como un quejido nocturno que va desbaratando la piel que reconoce que es eso, exactamente eso, lo que tú sientes.
Una trampilla abre el agujero que lleva hasta el ático en una esquina del piso superior. Vas con cuidado a tu cita, no quieres ponerle un no a aquella lámpara que te que te guía ascendente a tus recuerdos. La curiosidad se pregunta como has vivido tan alejada de las cosas que te hicieron apasionada, el poder decir y hacer lo que quieres sin temer a que te caigan un montón de reproches y se abra una brecha. Casi no respiras pero, sí, es realmente un placer, como cuando dejamos que el cabello nos caiga libre en la espalda luego de horas de recogido sofisticado. En aquel baúl gritan tus historias más conmovedoras, las que hablan de amores al límite y complicados, extraños países con cintas de colores y la cadena de alegrías y tristezas de los años. Allí nadie te sienta en una balanza donde siempre tus posibilidades son las de perder. Siempre serás la que no puede, la que nunca elegirá el príncipe una vez que haya descendido de su caballo. No se escuchan los aplausos cuando tienes alguna victoria, aunque sea una victoria pequeñita de esas que parecen un pájaro abandonado que tienes que abrigar porque cualquier susto puede desvanecerlo. Te falta aquella palmadita de ánimo que te eleve al cielo, sentirte mejor. Te sacudes las lágrimas que ya comenzaban a salpicar tus memorias. ¿Cuántas cosas pudiste escribir que llenaran la vida de los demás? ¡Tienes tanto que decir! Estás esperando tu oportunidad que llegue tu momento. Te imaginas en un teatro lleno de luces que de repente se dirigen a ti que rebozas de alegría mientras que el hombre al que siempre has querido está allí alentándote a acudir al estrado luego de un gran beso tenue. Vas entrando en aquel baúl enorme acomodándote entre todos los papeles que te pones a agitar en medio de una polvareda impresionante. Te levantas de tu asiento y respiras profundo y cierras un instante los ojos, aún no terminas de creértelo. No sabes como pero han logrado saber cual es tu música favorita y premian tu regocijo con el trasfondo de Cosy Prisons que ahora te parece maravillosamente dulce. A pesar de la dicha de tus recuerdos en círculos, puedes ver la cara de aquel presentador amable que te tiende la mano pidiendo tu presencia entre un montón de aplausos y estudiada ceremonia. Estás tan contenta has llegado al estrado y te giras una vez más al público, a tu público. Tu momento. El vestido de marca impecable enredado en zapatos inconfundibles de Fulanito de Tal. El desequilibrio de las cosas. Es así como caes dentro de aquel baúl del ático. Te has roto el tobillo y la cabeza se ha golpeado con una de las esquinas.
Se ha apagado la luz pero aún estás viva, soñando con el final de tu historia. Pasarán muchas horas antes que alguien pueda encontrarte para entonces la música habrá concluido, el show dejará caer las cortinas y el asma habrá hecho su trabajo. |
Cosy Prisons
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Tania Pagés Palma
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